Nación Peris – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – V] – Bernar Freiría

Nación Peris – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – V] – Bernar Freiría

Nación Peris – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – V]

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Nación Peris

Solo hacía unos meses que había comprado el Barracuda. Había contratado a un patrón que conocía del pueblo y que, a punto de jubilarse, había estado llevando en los últimos cinco años una golondrina para turistas y nunca había despachado un yate. En cuanto Cristóbal se enteró por otros propietarios de barcos de que había profesionales con años de experiencia en embarcaciones de recreo, quiso tener uno a cargo de su nuevo juguete. Yo acababa de tener mi enésima disputa con el galés Sayer y había decidido darle una lección. Pedí la cuenta y me desenrolé del Pale Shadow. Después de un par de meses sabáticos, tuve la ocasión de ver el Mal, así, con mayúscula, bien de cerca. Me contrataron unos canadienses, que más tarde me enteré de que eran empresarios del porno en su país, para llevarles su yate desde la costa de Túnez a Génova, donde esperaban ellos. Una vez allí, me preguntaron si quería seguir a bordo para ir hasta el Caribe y estar tres meses navegando entre sus islas. Como no tenía trabajo, acepté. No contaré nada de lo que viví a bordo, pero curtido como estaba después de años pescando en Gran Sol, en Nigeria y hasta en las Malvinas con todo tipo de tripulaciones y patrones –entre los que se encontraban algunos de esos a los que por meter media tonelada más de pescado en la bodega no les importa poner en peligro la vida de su tripulación haciéndolos faenar con vientos de fuerza 9— y pasando por todos los escalones del oficio, desde marinero y marmitón, hasta capitán de grandes barcos de pesca de cerca de 80 metros de eslora, después de haber estado de oficial en buques petroquímicos con productos altamente inflamables a bordo y después de ocho años en el yate del puñetero promotor galés, juro que nunca había visto el Mal, así con mayúsculas, tan de cerca. Por eso, cuando mi colega el Toño, de Burela, a cargo del puente del yate de un jeque moro, me mandó un mensaje diciendo que un constructor alicantino quería un patrón como yo para un barquito de juguete de 15 metros de eslora, me pareció una bendición, acepté con los ojos cerrados y puse fin a mi pesadilla con los canadienses.

Enseguida le vi la pinta y me dije, “este no ha navegado en su puta vida y se va a aburrir en la mar más que un futbolero un domingo de verano sin partido.” Así que probé a ver si lo aficionaba a la pesca. Sugerí poner una plataforma en la popa del Barracuda para instalar dos líneas y lo saqué a matar atunes Mediterráneo adelante. Al principio le cogió gusto y lo tenía cada dos por tres a bordo e incluso hicimos alguna singladura de hasta tres semanas. He de decir que, a diferencia de lo que me pasó con el viejo Peris, nunca llegué a simpatizar con Cristóbal, era demasiado competitivo para mi gusto y no llegó a entrar en el juego del cazador. Siempre que cobraba una pieza su obsesión era pesarla. Solo convertida en una cifra la valoraba, parecía que quería batir constantemente el récord del mundo. Por supuesto el mérito era siempre suyo. Si se daba cuenta de que la mayoría de las veces le ponía yo prácticamente el atún en el anzuelo, lo disimulaba muy bien.

Tenía que haber sospechado que pasaba algo con él, porque a veces llegaba completamente acelerado y en lugar de tomarse un fin de semana de descanso, parecía que venía a comerse el mundo. Y se movía por la cubierta como un burro al que le han metido una guindilla por el culo.

El caso es que, pasada la euforia inicial, se dejaba caer cada vez menos por el Barracuda. El yate era pequeño e incómodo y, aprovechando que había que sacarlo al dique seco, pedí una casa en tierra firme. Como eran constructores, yo sabía que tenían bastantes viviendas vacías en lo que era su proyecto empresarial: Nación Peris. Me quedé impresionado con el tamaño de la promoción. El nombre de Nación que pusieron delante de su apellido no era una exageración. Allí había miles y miles de viviendas y aún seguían construyendo. Me instalaron cerca de donde vivía el patriarca de la familia, Ricardo. Tenía sus cosas el viejo, claro está, pero era más tratable y me caía infinitamente mejor que su hijo menor, Cristóbal. A los otros dos hermanos, Susana y Vicente, yo los veía muy de tarde en tarde y apenas tuve trato con ellos. Me parecieron siempre bastante estirados los tres. Tenían el orgullo de sus másteres pintado en la cara. Susana había estudiado Arquitectura en Valencia y su máster de urbanismo en Londres. Los otros dos, ICADE en Madrid y ESADE en Barcelona ambos. Los dos mayores, parecían muy centrados en su trabajo y seguro que, pijerío y delirios de grandeza aparte, debían de ser eficaces en los suyo.

El viejo Peris estaba de retirada de los negocios. Había sido un adelantado de su tiempo, pero lo de Nación Peris lo había pillado ya demasiado mayor y, aunque seguía estando al tanto de lo que se hacía, había dejado el día a día. “A mí eso de los métodos PERT y los ordenadores ya me cuesta mucho seguirlo —me decía—. Ellos tienen estudios que yo no tuve y conocen cómo se hacen la cosas hoy. Tengo que reconocerte que sin su empuje nunca hubiera sido posible Nación Peris. Yo les dejé hacer siempre. No quise ser un obstáculo para que llevaran adelante sus ideas, como yo llevé las mías en mis tiempos. Si a mí me pareció una locura, mi padre creyó lo mismo cuando empecé a usar las avionetas para buscar terrenos donde edificar.”

Tuve muchas conversaciones con Ricardo. Como Cristóbal espaciaba cada vez más las salidas en barco, me convertí en algo parecido a un asistente del viejo. Me pidieron que mientras estuviera en tierra, me ocupara de que se subiera al menos media hora al día a la bici estática. El viejo era diabético y por lo visto le convenía mucho esa media hora diaria de ejercicio. A mí tampoco me venía mal pedalear un rato y para no aburrirme demasiado le tiraba de la lengua. Siempre me gustó saber cómo se busca la vida la gente que sabe buscársela, aunque no tenga nada que ver con lo que yo hago. Nunca me ha faltado la curiosidad y, además, nunca se sabe a dónde te van a llevar las circunstancias.

Él decía que el éxito de su empresa se debía sobre todo a lo mucho que había trabajado y a que se había estrujado los sesos. “Yo heredé de mi padre Construcciones Peris y no puedo decir que los comienzos fueran difíciles”, me contaba. Al parecer, la empresa familiar, aunque modesta, estaba saneada y marchaba razonablemente bien. No había deudas con bancos ni con proveedores y contaba con una plantilla no muy numerosa de trabajadores competentes y comprometidos. Y cada vez que había una contrata que requería más operarios, siempre había gente dispuesta a incorporarse, siquiera fuera de modo temporal a ella. Incluso algunos trabajadores por cuenta propia no tenían inconveniente en integrarse junto con sus propios operarios en la cuadrilla durante semanas o meses cuando había alguna obra importante.

A diferencia de sus hijos, Ricardo Peris era un hombre sencillo, tratable y sobrio. Su casa, aunque estaba hecha de materiales de primera calidad, no tenía detalles ostentosos. “Desde que se murió mi mujer y mis hijos viven por su cuenta, yo no necesito tener una casa grande. Yo no soy de esos nuevos ricos que quieren un palacio con grifería de oro en el cuarto de baño, piscina cubierta, sauna y jacuzzi, y no saben limpiarse la mierda del culo.” Le gustaba vivir bien, pero sin estridencias. Yo creo que lo que más le dolía de la adicción de Cristóbal era lo que tenía de incontinencia viciosa.

Sostenía que el secreto de que Construcciones Peris hubiera crecido de la manera que lo hizo bajo su dirección fue que empezó a pensar a lo grande. Fue el primero que no se limitó a esperar que surgiera la demanda, sino que supo salir a su encuentro cuando llegaron los primeros extranjeros para instalarse a orillas del Mediterráneo. Por eso fue el primero en beneficiarse del enorme crecimiento que hubo en el sector. Se jactaba de haber tenido algunas ideas audaces. “Tan audaces,” decía mientras pedaleaba bañado en sudor, “que alguno me tildó de loco porque no las entendía. Por ejemplo, cuando empecé a alquilar avionetas para sobrevolar todos los rincones de la costa. Llevaba un mapa militar, los mejores en aquella época, de la zona que iba a sobrevolar. También llevaba en la avioneta a un fotógrafo que disparaba montones de fotos allá donde yo le decía. Yo tomaba notas en una libreta que nunca le dejé ver a nadie. La cosa era sencilla pero no se le había ocurrido a nadie. Desde el aire era fácil ver por dónde se iba a expandir un pueblo o dónde resultaría más atractivo tener una vivienda. Primero estudiaba los mapas, que ya me daban una idea de por dónde buscar, después contrataba la avioneta y le decía al piloto cuál era el plan de vuelo. Él me iba diciendo por dónde sobrevolábamos y yo le mandaba subir, bajar o dar otra pasada por donde me convenía. Nadie sabía lo que estaba haciendo, aunque no era muy difícil imaginarlo. Hasta que completé mis apuntes no hice un solo movimiento para comprar terrenos. Y entonces compré mucho suelo y muy barato. El sigilo fue fundamental. Había que localizar a los propietarios con toda discreción. Después, a todo el que le compraba un terreno le imponía la condición de que no se fuera de la lengua. Mi plan de negocio consistía en comprar a precio de rústico y vender edificado.” La segunda parte consistía en convencer a los ayuntamientos para que recalificaran los terrenos que no eran edificables, la mayoría. “Ahí había que saber jugar para conseguirlo”, decía con expresión pícara.

Encargó unos planos de diferentes tipos de casas y chalés y con eso y su mejor labia se iba a hablar con los alcaldes. “Traté de venderles el cambio que iba a experimentar su ayuntamiento. Algunos tenían miedo de que si el municipio crecía mucho se les fuera de las manos. Les contaba hasta lo que no sabía. A los de derechas les hablaba sobre todo de la riqueza que se iba a generar y los tranquilizaba diciéndoles que sus votantes les seguirían siendo fieles en el momento en que el dinero empezara a correr y hubiera posibilidad de abrir nuevos negocios para atender al aumento de población. A los de izquierdas, lo que les destacaba era el aumento de puestos de trabajo que iba a haber. A unos y a otros les hacía imaginarse un ayuntamiento mucho más rico con el aumento de población y de impuestos. En cuanto al temido aluvión de extranjeros, los convencía a unos y a otros para que no les tuvieran miedo; por un lado, les decía yo, eran gente rica y educada; y, por otro, no iban influir en las elecciones locales porque no podían votar.” Nunca me hablaba directamente de ilegalidades, aunque daba por hecho que las recalificaciones se conseguían por medio de sobornos. También insinuó que, para conseguir algunos préstamos de cierta cuantía, que en determinados momentos había necesitado para dar el salto adelante, también había tenido que engrasar a ciertos directivos de las Cajas de Ahorros.

Antes de poner el primer ladrillo, se aseguró de tener amarrados los mejores terrenos para tener ventaja sobre los imitadores. “Ya sabía yo que iban a aparecer constructores como setas después de la lluvia en cuanto el negocio empezara a pitar.”

Todo esto lo había hecho él solo. Su padre se retiró cuando él empezaba con las avionetas porque no entendía nada y se murió muy poco después. A él le quedó el reconcomio de que su padre no hubiera llegado a ver cómo Construcciones Peris se había convertido en una empresa grande de verdad y así se hubiera convencido de que sus ideas para el negocio no eran locuras. Empezó la fase expansiva todavía soltero y el gran crecimiento se produjo cuando sus hijos eran todavía pequeños. De modo que la iniciativa había sido totalmente suya, y lo proclamaba con orgullo.

Con las primeras recalificaciones empezó a construir. Contrataba arquitectos jóvenes recién salidos de la universidad, pero muy valorados por sus profesores, porque le interesaba que las nuevas viviendas resultaran atractivas. Tenía claro que ser iba a producir un cambio importante. Él no iba a levantar casas para la nueva clase media surgida en España con el desarrollismo de los años sesenta. Sus compradores iban a ser sobre todo ingleses, pero también alemanes, suizos y habitantes del norte de Europa. “Esa gente sabe lo que quiere”, pensó, “y no se le puede ofrecer basura.”

Como al principio esos compradores extranjeros llegaban con cuentagotas, decidió ir él mismo a buscarlos. Tenía terrenos de sobra para edificar, pero había que ir vendiendo para no quedar estrangulado por falta de efectivo. Así que, se llevó consigo a uno de los arquitectos que tenía contratados que se defendía bastante bien en inglés —porque había estado varios veranos trabajando de camarero en Londres para pagarse la carrera— y a su hijo mayor, Vicente, que chamullaba algo y quería que fuera aprendiendo, y se plantaron en una real state agency en Craven Street, cerca de Trafalgar Square, en Londres. Al parecer, tuvieron que negociar largamente con el propietario para que aceptara poner a la venta sus viviendas. Estaba convencido de que no había demanda para comprar propiedades en España. Le ofreció comisiones por encima del mercado, pero le costaba fiarse de unos españoles y también creía que su agencia era demasiado seria como para vender propiedades en un país casi africano. Temía que el prestigio de su agencia sufriera merma por ofrecer algo que no veía claro. Ricardo tuvo que volver algunas veces más hasta que finalmente Alexander Swift accedió a probar. Ricardo, en contra de la opinión de su hijo, ofreció algunas de las mejores propiedades que tenían entonces. La maquinaria tardó algún tiempo en ponerse en marcha. Primero fue un lento goteo, pero poco a poco, las ventas empezaron a despegar y el agente londinense por fin se avino a apostar por Peris. Ni que decir tiene que los pagos de sus comisiones se realizaban con total diligencia. De las reticencias iniciales se pasó a la confianza, “dentro de lo que un inglés estirado puede confiar en un español pueblerino”, decía con gracejo pícaro Ricardo. “Aún me acuerdo cuando al principio, para ir generando confianza, le pregunté por una propiedad en el centro de Londres para hacer una inversión y me contestó con un seco: ‘eso no está a su alcance’. Mucho tiempo después cuando ya le habíamos dado a ganar mucho dinero, me pidió disculpas por aquel comentario ‘completamente fuera de lugar’ que me había hecho. Y eso sin que yo se lo recordara en ningún momento”.

Cuando la demanda londinense iba creciendo a buen ritmo, empezaron a negociar con agencias de Glasgow, Liverpool, Edimburgo, Birmingham y Cardiff. Pronto tuvieron una importante red de ventas en todo el Reino Unido.

El viejo parlanchín y bondadoso que pedaleaba a mi lado probablemente ya no era el mismo Ricardo Peris que había puesto en marcha aquel negocio de proporciones muy diferentes al que heredó de su padre. Tenía que haber desarrollado mucha astucia para tratar con alcaldes y concejales de la época. Al parecer llegó un momento en que eran ellos los que, con el despegar de la empresa, acudían a ofrecerle fincas, brindándose a ponerlo en contacto con los propietarios. Pero él ya tenía mucho terreno y, hasta que no surgió la idea de construir Nación Peris, fue muy selectivo con la compra de nuevos solares. Al parecer tuvo que dar empleo a unos cuantos allegados de alcaldes y concejales. Además, cuando la construcción empezó a crecer de modo vertiginoso, muchos de ellos, directamente o por medio de parientes, empezaron a crear empresas de carpintería y almacenes de materiales de construcción y había que darles cacho, aunque a veces saliera un poco más caro. Lo que contaba era el beneficio final. Eso sí, a todos les dejaba claro que había que alcanzar los estándares de calidad que les fijaba. “A alguno tuve que darle un escarmiento. En una ocasión devolví todas las puertas de 120 viviendas, porque pretendían colarme de matute material defectuoso.” Ricardo tenía claro que podía perder la clientela extrajera que tanto le había costado conseguir porque las casas, chalés y villas que les vendía tuvieran puertas que no cerraban o alicatados que se bofaban y se caían antes del año de uso. Y eso de ninguna manera podía pasar.

Parlanchín como era, sin embargo, le costaba hablar de sus relaciones con las entidades bancarias y solo de vez en cuando dejaba escapar algún comentario. Me quedó claro que siempre había sido reacio a endeudarse, pero que llegó un momento en el que el ritmo de construcción era tal que le resultó imprescindible recurrir a los créditos alguna que otra vez. Tenía amigos en algún banco, pero había descubierto que eran mucho más receptivos los directivos de las Cajas de Ahorros. Dijo que parecía que estaban esperando que recurriera a ellos. Reconocía que tal vez hubiera llegado a emborracharse de éxito y que por eso le pareció normal que los mandamases de las cajas quisieran conocerlo y tratar directamente con él. Eran muy amables y todo parecía ir sobre ruedas. Dejaba entrever que al principio solo eran insinuaciones, pero que no tardó en darse cuenta de que también querían pillar cacho. Cuando la cuantía de los préstamos alcanzó cierto nivel, sin dejar de ser amables, empezaron a resaltar la dificultad de poner en juego tanto dinero. A vender el favor, claro. No era necesario ser un lince para darse cuenta de que entre los gastos financieros había que empezar a incluir comisiones. Las cosas habían llegado a un punto en el que ya no se podía trabajar como lo habían hecho en Construcciones Peris bajo el mando de su padre e incluso todo era diferente a los primeros tiempos ya bajo su batuta.

“Desde que empecé a usar las avionetas, la compañía levantó el vuelo y ahora nos encontrábamos a una altura desde la que se empezaban a ver las cosas con otra perspectiva.” Antes de que llegara a sentir el vértigo, ya estaba embarcado en lo que luego fue la faraónica construcción de Nación Peris. Pero ya para entonces la voz cantante en la empresa la llevaban sus tres hijos. A principio tuvo que tutelarlos porque, aunque los tres estaban muy bien preparados con sus carreras y sus másteres, “solo habían pisado moqueta y tenían los zapatos limpios” y, según Ricardo, “para hacer obras hay que mancharse los pies de barro y cemento.” El pequeño, Cristóbal, era el más lanzado y al que se le ocurrían más ideas. Fue él el que concibió el proyecto de Nación Peris, que fue rápidamente aceptado por sus dos hermanos.

Como todo les había ido tan bien hasta aquel momento, estaban convencidos de que cualquier sueño podía hacerse realidad. Ya se había dado un enorme salto desde la pequeña constructora que hacía las obras prácticamente de una en una, hasta la gran empresa que estaba colocando cerca de quinientas viviendas al año. Aun así, Ricardo trató de convencer a sus tres hijos de que había que ser cautos, y propuso que en una primera fase hicieran una promoción de tan solo diez mil viviendas y que, si tenía éxito, ya irían haciendo otras. Cristóbal le argumentó que esa primera promoción podía imposibilitar otras posteriores. Tenía prácticamente ojeados los terrenos para las treinta mil viviendas y decía que si solo compraban un tercio, la ampliación después resultaría imposible, bien porque otros se les adelantasen en la compra del suelo, bien porque los precios de los terrenos se subirían por las nubes. Triple o nada era la apuesta. La mayoría de los terrenos eran suelo público y eso ofrecía no pocas ventajas a la hora de comprarlos.

Me costaba reconocer al Cristóbal que yo conocía en esa imagen que me trasmitía su padre del creador de la idea de Nación Peris. El hombre que yo trataba era mucho más taciturno y bastante menos brillante e ilusionado. El caso es que había conseguido contagiar a Susana con su empuje y ella había hecho un diseño por ordenador, superponiéndolo a una imagen de satélite de la zona. Grosso modo, en ese boceto estaba la futura Nación Peris con sus treinta mil viviendas. Aquello podía ser el gran proyecto de la empresa durante los siguientes tres o cuatro lustros. “¿Y después?” Preguntaba el viejo. “Después, el diluvio, papá”, respondía Cristóbal. “Hoy en día ya nadie planifica ninguna empresa más allá de ese horizonte. Fíjate que los centros comerciales se construyen para que duren veinte años, porque nadie es capaz de asomarse más allá. Hoy vamos a por Nación Peris, y mañana ya se verá dónde está el negocio. Con las ganancias de ese proyecto podremos hacer lo que queramos ¡Venga, vamos a por ello!”

Lo mismo que su padre no había comprendido lo innovador de su enfoque temía que sus reservas hacia un proyecto tan ambicioso como Nación Peris pudieran deberse a su incapacidad para entender los tiempos que venían y que sus hijos, lo mismo que él en su momento, estaban atisbando. Llegó a la conclusión de que no debía frenar las nuevas ideas y el impulso que sus hijos aportaban y no le costó mucho soltar el control de la empresa. Sin sentir entusiasmo por los planes de sus hijos, Ricardo comprendió que debía hacerse a un lado. Las nuevas generaciones vienen pidiendo paso, pensó.

Al principio, los dejaba hacer, pero controlando sus movimientos, aportándoles su experiencia y orientándolos para que no cometieran las torpezas propias de los principiantes. Cristóbal era el más lanzado de los tres y, por consiguiente, al que más tenía que controlar. Se le ocurrían ideas nuevas constantemente, algunas eran ciertamente muy buenas, según el criterio de su padre, pero otras eran delirios de soñador o, sencillamente, melonadas. Había que estar siempre al quite con él. Vicente era todo lo contrario. Serio, trabajador, eficiente, era la constancia y la sensatez personificadas. Pero la mejor planificando era Susana. Concebía el trabajo igual que sus proyectos, cada cosa debía estar en su sitio y el conjunto tenía que encajar. Ella fue la responsable de contratar a los informáticos que tanto ayudaron a organizar el funcionamiento de la empresa. Construir treinta mil viviendas no es ninguna tontería. Para esa tarea ya no servían los ingeniosos métodos que utilizaba el viejo. Sus hijos lo pusieron al corriente de que existían sistemas de gestión de tareas que se había inventado la marina de guerra estadounidense a mediados del siglo XX y que permitían planificar utilizando los tiempos de ejecución de cada tarea para hacerlos encajar como en un puzle y así encontrar el camino más corto para completar los proyectos. Se interesó por esos métodos, pero ahí fue cuando, al constatar que no era capaz de hacerse con ellos, se dio cabal cuenta de que su tiempo había pasado. Entonces fue dejando que encontraran entre los tres el modo de tomar las decisiones y se convirtió en el gran jefe al que hay que consultarle las cuestiones importantes, pero que ya está apartado de la gestión de los asuntos corrientes.

Esos métodos de planificación que gestionaban con los ordenadores permitían una especialización mucho mayor de los trabajadores: los que ponían los cimientos no eran los mismos que encofraban, y los que colocaban ladrillos no eran los que ponían baldosas. Con esos métodos decidían, por ejemplo, cómo distribuir a todos los fontaneros disponibles para acortar tiempos de entrega. Los problemas venían cuando alguna de las tareas se desviaba claramente del tiempo asignado. Por lo visto el método era flexible en la asignación de tiempos, pero cuando alguna previsión fallaba, era muy difícil volver a reajustar todo. Eso hacía que hubiera momentos en los que todo el mundo se ponía muy nervioso. Y el que peor lo pasaba era Cristóbal. Era capaz de tirarse días enteros sin dormir, tratando de las cosas volvieran a funcionar. “Porque que todo el mundo soportaba una presión muy grande”, me decía el viejo, y le daba miedo de que alguno de sus tres hijos pegara un crujido cualquier día. “Ver cómo se ponía en marcha Nación Peris era un subidón, como dicen los jóvenes ahora. A todos nos dio un poco de vértigo atrevernos con una obra así; date cuenta de que hay capitales de provincia más pequeñas que nuestra Nación Peris y eso hacía que te costara respirar cuando pensabas en lo que estábamos haciendo. Éramos los reyes del mambo, la envidia de los grandes constructores de todo el Mediterráneo. Pero al mismo tiempo, toda esa magnitud te acojonaba. Cuando bajaba el ritmo de las compras, se te ponía un no sé qué en la garganta que te hacía difícil tragar la saliva. Yo creo que las dos cosas, la euforia y el miedo, fueron las que empujaron a mi hijo pequeño a meterse lo que se metía. Supongo que también hacía falta algo más que café para aguantar el ritmo de trabajo que había que mantener para sacar adelante todo aquello.” Esa era la justificación que me dio Ricardo. Como la empresa ya tenía unas proporciones demasiado grandes para que el viejo pudiera darles consejos más concretos, lo que hacía era darles recomendaciones de que se tomaran vacaciones de vez en cuando para desconectar.

Y aquí es donde entro yo. Cristóbal decidió hacerle caso y fue cuando se compró el Barracuda en el mercado de segunda mano. Antes de que yo llegara había hecho algunas salidas con un patrón al que conocían del pueblo. Pero en cuanto se enteraron de que había profesionales, como yo, dedicados en exclusiva al sector de los yates, ya empezaron a buscar y me contrataron. Ya he contado que nada más conocer a Cristóbal me di cuenta de que había que buscarle un juguetito a bordo para entretenerlo. Me dio mala espina el ansia con la que se dedicaba a la pesca con línea del atún, su hiperactividad. Pero por aquel entonces yo no sabía nada de los Peris, nada más que se dedicaban a la construcción y que estaban sacando adelante una promoción fuera de lo común cerca de la costa. No sabía que para aquel entonces Cristóbal ya se había divorciado de su primera mujer y que la que yo conocía, Sandra, era la segunda. Aunque ya me había parecido demasiado joven para ser la madre de sus dos hijas, que venían pocas veces por el barco. También ignoraba que ya había pasado su primera cura de desintoxicación en una clínica psiquiátrica madrileña, como más adelante me contó su padre.

La preocupación de Ricardo empezó cuando la primera mujer de Cristóbal se marchó de la casa con las dos niñas. No consiguió sonsacarle qué había pasado entre ellos. A partir de entonces le pareció que bebía más de la cuenta. Algunos días llegaba a la oficina con ojeras y con pinta de no haber dormido mucho. Como con él no era muy comunicativo, se lo dijo a Susana: “Tu hermano no está bien. Entérate de lo que le pasa y trata de echarle una mano.” Ella le dijo que sí, pero sin convicción. Tanto ella como Vicente tenían que estar al tanto de lo que le pasaba porque, a fin de cuentas, eran los que estaban más tiempo con él. Su segunda mujer no era tan del gusto de la familia Peris como Marisa, la primera, pero su nuevo matrimonio volvió su vida más ordenada y de vez en cuando sus hijas pasaban con él un fin de semana. Pareció que se enderezaba justo cuando más falta hacía. Nación Peris despegaba y había que arrimar el hombro. Era difícil no enamorarse de aquel proyecto. “Era como ver surgir una casa en un solar vacío, pero a lo grande, a lo enorme”. A Ricardo se le iluminaba la cara cuando hablaba de Nación Peris. Se empeñaba en contarme cómo había surgido todo y a mí me despertaba curiosidad conocer los entresijos de una gran empresa. Además, eso me daba pie a preguntarle cómo iban las cosas. Yo no quería que me pillara un impago. Cuando fui conociendo pormenores y al saber a qué obedecía la hiperactividad de Cristóbal, tomé para mis adentros la decisión de abandonar el barco mucho antes de que se fuera a pique.

El viejo me contaba que lo primero fue la compra de los terrenos, que llevó prácticamente un año y medio. Eso lo siguió él de cerca, e incluso algunas negociaciones las llevó directamente. A fin de cuentas, los contactos eran suyos y todavía se entendía bien con los propietarios de la tierra, conocía su mentalidad. Los viejos concejales hablaban su idioma y Ricardo sabía escuchar lo que decían, interpretar lo que callaban y proporcionar a cada uno lo que ansiaba. En cierto modo conocía lo que muchos querían mejor que ellos mismos. Eso no había cambiado. Cuando finalmente tuvieron los terrenos, empezaron las labores de desmonte y después la preparación de infraestructuras. Aquí ya se le escapaba la organización de las tareas. En esta fase ya incorporaron un programa de ordenador basado en los famosos métodos PERT, que él ya no entendía. Pero le gustaba pasearse por lo que con el tiempo sería Nación Peris, porque era verdad que aquello se parecía a la construcción de un edificio, pero a lo bestia. Desmontes, trasiego de material, instalación de tuberías y cables, cimentaciones, hormigón, encofrados. Por aquí y por allá iban apareciendo esqueletos de metal y cemento, planchadas… y camiones que iban y venían, la locura. Pero era interminable porque todo eso iba apareciendo en un terreno en el que se perdía la vista. Decía que no podía evitar el desasosiego que producen las obras, sobre todo cuando están en su fase inicial, en la que parece que nunca va a llegar el momento en el que ese conglomerado medio informe, sucio y aparentemente desorganizado acabe siendo una pulcra y confortable vivienda que invita a instalarse en ella. Solo que, en este caso, el proceso se alargaba durante años y años. Se iban concluyendo fases, pero levantar las treinta mil viviendas era una tarea infinita.

Para evitar que dominara esa sensación de obra perpetua en un lugar inhóspito, construyeron pronto una vivienda para cada uno de ellos, hecha a la medida del gusto y de las necesidades particulares, y se trasladaron a ellas en cuanto la primera fase del proyecto estuvo acabada. Era una manera de sentir que Nación Peris ya era una realidad. Para Ricardo fue una sensación extraña. Él siempre había vivido en el pueblo y estar ahí, en un sitio completamente nuevo y cruzarse prácticamente solo con ingleses, en lugar de con los vecinos de toda la vida, se le hacía raro. De vez en cuando le gustaba ir a los bares que frecuentaba para encontrarse con su gente, pero echaba de menos el contacto diario con sus conocidos. “Creo que con el traslado sentí aún más mi soledad. Ahí fue cuando realmente me di cuenta de lo que echaba de menos a Rosa. Ella había visto crecer a nuestros hijos y nuestra empresa, pero se murió antes de que Nación Peris fuera siquiera un proyecto. Se habría sentido orgullosa de una cosa así.”

Esa primera fase les descubrió muchas cosas que no habían tenido suficientemente en cuenta en la planificación de la urbanización. Ya sabían que había que combinar viviendas y centros comerciales para que los habitantes tuvieran todas sus necesidades cubiertas. El éxito de la venta dependía de que, ya desde el principio, todos los que se fueran a vivir allí encontraran que habían hecho una buena inversión. Era importante contar con que muchos de los futuros vecinos fueran personas de edad avanzada y que debían tener a mano todo aquello que necesitaran. Por eso pensaron había que conseguir que estuvieran cubiertos importantes servicios como, por ejemplo, los sanitarios. En efecto, hubo que construir y dotar un centro de salud para cada fase, e incluso el compromiso de crear un hospital público para cuando el número de habitantes pasara de los quince mil. Había dinero para todos y los organismos oficiales se comprometían fácilmente. Pero no era suficiente y se dieron cuenta de que había que contactar con los colegios profesionales para que se instalaran también clínicas y profesionales privados. Podólogos, dentistas, fisioterapeutas, enfermeros… de todo hacía falta. Como nada de eso se podía improvisar, crearon una empresa que se dedicara a la promoción de negocios y servicios en la Nación. Gimnasios, cafeterías, restaurantes, tiendas, sucursales bancarias, agencias de viajes, peluquerías… “no podíamos esperar a que el olorcillo del negocio fuera atrayendo gente deseosa de ganar dinero”. Incluso los campos de golf y los parques acuáticos, en los que no habían pensado en un principio, entraron en la planificación. Para muchos posibles clientes la existencia de un campo de golf cercano era decisiva a la hora de decidir la compra de una vivienda en España. Como Susana sabía mucho de urbanismo, planificaba las posibles ubicaciones de los negocios y zonas de recreo, y Cristóbal asumió su promoción. Él era el más sociable y el que tenía más don de gentes. Reunió un equipo de especialistas y buenos comerciales y se pusieron manos a la obra para que Nación Peris no creciera de manera que resultara inhóspita. Así fue como crearon la división de alquileres. Había negocios que estaban dispuestos a instalarse, pero no a comprar y, aunque se construía pensando siempre en la venta, no les quedó más remedio que empezar a alquilar. Los bancos, por ejemplo, hacía años que tenían la política de no inmovilizar dinero en inmuebles, ese no es su negocio, y si los Peris querían tener sucursales bancarias en su ciudad, no tenían más remedio que alquilarles locales. Cuando a ellos les interesaba mucho un negocio, tenían que ofrecer condiciones ventajosas. A pesar de que empezaron a alquilar a regañadientes, la división de alquiler les dio bastante juego cuando las ventas se frenaron y tenían que sacar dinero de donde fuera. Pero eso sucedió más tarde, bastante más tarde.

La puesta en marcha del gigante fue una tarea complicada. Aunque había dinero para contratar a buenos profesionales, había que estar encima de ellos. Por muchos métodos informáticos que se utilizaran, al final, los fontaneros, los carpinteros, los encofradores, los escayolistas, los electricistas y demás profesionales tenían que estar en el sitio señalado el día señalado y debían cumplir con los plazos. Y también había que vigilar para evitar las trapacerías. Hubo algún listo que creyó que, como las obras eran inmensas, no podían controlar todo, y les colocaban material distinto del contratado. Ellos revisaban todo constantemente, y en cuanto descubrían una tarima de menor grosor o calidad, o unos azulejos distintos de los que figuraban en contrato, los obligaban a levantar todo ese material y a poner el que estaba estipulado. Quien trataba de engañarlos no volvía a trabajar para ellos.

En cuanto a las ventas, iban a rachas. Había temporadas que les sacaban las viviendas de las manos y otras en las que la cosa iba más lenta. Las causas de esos acelerones y paradas repentinas les eran desconocidas. No dependían de que el trabajo se hiciera bien, o al menos eso pensaba el viejo Peris. “Teníamos ya una red de agencias inmobiliarias trabajando por todos los países europeos más ricos, después del Reino Unido, vinieron Alemania, Holanda, Noruega, Suecia… Muchas veces eran las agencias las que nos buscaban”, contaba Ricardo. “El mercado ruso, por ejemplo, empezó a funcionar de esa manera. Los rusos eran unos compradores muy peculiares. Bueno, algunos ingleses también. Utilizaban apoderados para firmar los contratos, y yo creo que a menudo los compradores eran hombres de paja que, después de firmado el contrato y pagada la vivienda, muchas veces en efectivo, nunca más volvíamos a verlos y en la casa vivían otras personas”, explicaba.

Había una amplia gama de compradores con dinero de dudosa procedencia y tuvieron que buscar asesores legales para hacer frente a las extrañas condiciones de compra que imponían. Eran los asesores los que trataban con esos compradores que no hacían las cosas de manera transparente. “Teníamos que tener cuidado para que no nos endosaran una cantidad del dinero negro que pretendían blanquear. Eso nos obligó a usar sociedades pantalla y si hemos ido a paraísos fiscales no fue tanto por pagar menos impuestos, que también, sino que la mayor parte de las veces no quedaba otra porque nuestros clientes nos obligaban a eso. El mundo es curioso. Muchos alemanes y daneses se preocupaban por que todo fuera legal. Estaban prevenidos, porque en algún sitio les habían contado que los españoles hacían sus operaciones ocultándolas a Hacienda y ellos no querían de ningún modo verse metidos en algo ilegal o en cualquier tipo de fraude fiscal. Unos clientes eran legalistas a tope, y otros turbios como el chocolate”, aseguraba divertido Ricardo.

La división que llevaba Cristóbal, la de captación de empresas y profesionales, también tenía altibajos. La dirigía él personalmente y controlaba todas las operaciones. Pasaba mucho tiempo fuera de la oficina y a veces tenía también que viajar. Su padre se quejaba de que decía que tenía muchas reuniones y cargaba a la tarjeta de la empresa cuentas, generalmente abultadas, de restaurantes y locales de ocio, algunos de dudosa reputación. El viejo Peris consideraba superfluo gran parte de aquel ajetreo. Él había tratado con muchos políticos y responsables de Cajas de Ahorro y no había necesitado de tantas mariscadas y güisquis, y mucho menos de locales de alterne. Cuando había que dar una comisión o hacer un regalo, se hacía y a otra cosa. Cristóbal sostenía que lo suyo era diferente, que, efectivamente, había empresas y profesionales serios a los que, tras el primer contacto informal, bastaba con mandarles una oferta por escrito y contestaban, por el mismo medio, con su contraoferta. Con esos era fácil llegar a un acuerdo, pero eran minoría. En la mayor parte de los casos, el éxito de la gestión dependía de mantener un contacto personal con los directivos a los que había que agasajar para que las cosas llegaran a buen término. Ese era el estilo que se estaba imponiendo en España en los últimos tiempos, todo el mundo funciona así, justificaba. En apoyo de su planteamiento argumentaba que habían proliferado los restaurantes de lujo por las ciudades importantes de todo el país y que si eso pasaba era porque había demanda. Esa demanda no era otra que los hombres de negocios manteniendo tratos mientras se daban homenajes a base de buenas comidas regadas con los mejores vinos. A Ricardo ese estilo ostentoso de nuevos ricos no le gustaba un pelo y así se lo decía a su hijo, pero él respondía que no era cuestión de gustos, que ese era la manera de hacer negocios de los tiempos que corrían. A pesar de que los resultados a veces parecían darle la razón al hijo, ese estilo seguía sin convencerlo, especialmente porque el mismo Cristóbal parecía moverse como pez en el agua haciendo su trabajo de esa manera. Además, estaba siempre en un estado de desasosiego que se trasladaba a su forma de trabajar. En una ocasión me contó que lo vio echar una bronca tremenda a un empleado porque se había confundido y los papeles que le había llevado a su despacho no eran los que le había pedido. Las voces se oyeron en toda la oficina. “Cerré la puerta de su despacho y le dije que me parecía excesivo el puro que le había metido por una simple equivocación. Me respondió que el empleado no era la primera vez que hacía mal un encargo”, relataba Ricardo. “Me puse serio y le hice una advertencia con voz muy calmada pero muy firme. ‘Si hay que echar a alguien se le echa sin contemplaciones. Pero no se dan voces por nada del mundo. Ese no es el estilo de un jefe que quiere ser respetado. Y el respeto —le dije— lo es todo para el que manda. No lo olvides’. Todavía me replicó diciendo que era peor poner a alguien en la calle que darle un berrido. ‘Un grito, nunca. Hay que ver las cosas desde el punto de vista del empresario, no del trabajador’, le tuve que explicar. ‘A la gente se le llama la atención llamándola al despacho y haciéndole una advertencia seria, sin levantar la voz. Y si no se enmienda, se la echa. Construcciones Peris no es una organización de caridad. Aquí se le paga el mejor sueldo que se puede al que se lo gana.” A raíz de aquella bronca de su padre, al parecer, Cristóbal pareció arrepentido y delante de él no volvió a tener una actuación semejante, incluso hubo algunas temporadas que parecía menos ofuscado, pero esa forma de trabajar atropellada no se la quitó jamás. “Mal sabía yo por aquel entonces”, sostenía Ricardo cabizbajo, “cuál era la causa de que estuviera tan descentrado. Yo creo que el chaval no supo manejar ni la euforia ni la presión.”

La primera cura de desintoxicación de Cristóbal coincidió con el primer parón mantenido de las ventas, que duró varios meses y que fue el aviso de que el mercado se estaba saturando. Al principio sus hermanos trataron de ocultar al viejo patrón lo que le estaba pasando. Según les mostraba él su escepticismo, le iban cambiando la versión: que si estaba agotado, que no podía dormir y le habían recomendado unas vacaciones como hacía tiempo que no se tomaba, que si estaba haciendo una cura de sueño en una clínica, que si se había ido al extranjero. Pero no colaba. Él nunca se hubiera ido sin despedirse. Ni de viaje, ni a una clínica para hacerse una cura de sueño. Los apretó un poco y Susana por fin le dijo la verdad. El estrés en el trabajo lo había llevado a hacerse cocainómano. Pero no había por qué preocuparse, él mismo se había dado cuenta de que tenía un problema, se lo había confiado a Marisa, su mujer, y antes de que fuera a mayores, habían decidido los dos de común acuerdo que debía someterse a una cura de desintoxicación. Se había puesto en manos de un conocido psiquiatra que tenía una magnífica clínica en la zona norte de Madrid, con habitaciones exteriores alegres y muy luminosas, y un jardín precioso perfectamente resguardado de los ojos de los curiosos y allí le habían dicho que, en un caso como el suyo en el que él mismo se había dado cuenta pronto de su problema y había dado un paso tan importante para superarlo, el pronóstico era muy bueno.

En un mes estuvo de vuelta, sin las ojeras y la palidez que lucía en los últimos tiempos. Dijo que se iba a tomar las cosas de otra manera y fue cuando decidió comprarse un barco para salir a navegar de vez en cuando y desconectar del estrés del trabajo. Además, la red básica de negocios y profesionales instalados en Nación Peris estaba ya razonablemente avanzada. Urgía más vender viviendas que instalar servicios. Eso le iba a dejar más tiempo libre y así podía tomarse la vida con más tranquilidad.

Había problemas en Nación Peris, como en todas las promociones del Mediterráneo, de Roses a Tarifa. Pero padre y hermanos trataron de mantener a Cristóbal al margen del estresante día a día. Le pidieron que se centrara en el área de servicios, que en ese momento era la que menos zozobras generaba. En vano. Había nubarrones y el sol se ocultaba para todos. Ya he contado que pasaba largas temporadas sin subir a bordo del Barracuda y me vi obligado a cambiar mi cometido de navegante por el de monitor deportivo del patriarca casi retirado. Sus confidencias no eran totalmente gratuitas, él trataba de sonsacarme todo lo que podía de Cristóbal y de sus andanzas y estados de ánimo.

No pasó mucho tiempo sin que, como buen termómetro de la situación de Nación Peris, Cristóbal entrara de nuevo en crisis e iniciara una segunda cura de desintoxicación, esta vez en un centro especializado en Italia. También esta vez volvió aparentemente renovado y recargado de energía. Salimos de pesca en el Barracuda el primer fin de semana después de su vuelta. Trajo a su padre a bordo y le decía que tenía nuevas ideas para impulsar Nación Peris. Sostenía que, aunque la crisis era mundial, los ricos de verdad no iban a dejar de ser ricos y que lo único que hacía falta era buscarlos allá donde se encontraran y convencerlos de que Nación Peris era un paraíso en el que valía la pena invertir. Ya no recuerdo muy bien si fue en esa salida o en la siguiente cuando me dijo que quería comprar un barco más grande. Me preguntó si podía hacerme cargo de la gestión de encontrar uno que fuera adecuado para él y que le diera un presupuesto. Le dije que sí, aunque realmente yo no sabía muy bien qué tipo de barco podía ser el adecuado para Cristóbal. No habíamos tenido ninguna continuidad en las salidas y realmente no tenía un perfil de navegante o, al menos yo no había llegado a vérselo. Me fui sin mucha convicción a unos astilleros en Moaña. En caso de llevar a buen término un encargo en firme yo podía sacar una comisión jugosa, aparte de que me hacía ilusión asistir a la construcción de un buen barco de recreo moderno. Ideas para ello no me faltaban y, desde luego, a lo que no iba a faltarle ningún detalle sería al barco que saliera de mi magín. A lo largo de las estancias en puerto había tenido la oportunidad de subirme a muchos yates. Siempre me ha gustado chafardear y como en cualquier mundillo siempre hay un conocido común que hace de puente entre ti y el que está al mando de cualquier yate. Así, he podido fisgar hasta en los mega yates de los jeques del golfo Pérsico y estoy al tanto de las últimas tecnologías incorporadas a las embarcaciones de recreo. Cuando tenía unos planos a mano alzada del barco y un presupuesto aproximado acudí a reunirme con Cristóbal en su despacho para comentar con él los pormenores del proyecto. Me pareció normal que nos interrumpieran constantemente. A fin de cuentas, estábamos en su lugar de trabajo. Pero es que cada vez que reanudábamos la conversación, prácticamente tenía que volver a empezar porque no se había quedado con nada de lo que le había contado. Volví otra vez a Moaña, pero esta sin esperanza alguna.

Por enésima vez me llegó un correo electrónico de uno de los hijos de Sayer, el dueño del Pale Shadow. Que su padre me necesitaba a bordo, que había contratado a tres patrones distintos en mi ausencia y que no le encajaba ninguno, que no volvería discutirme ninguna de las decisiones relacionadas con la navegación que yo tomara en el futuro. A esas alturas decidí reanudar el matrimonio de conveniencia que había interrumpido con el galés. Ya sabía yo de antemano que todas esas promesas, como todas las que se hacen en los viejos matrimonios, iban a ser incumplidas y que de nuevo tendría que poner en juego toda mi astucia para cuando me propusiera una singladura que a mí me pareciera inadecuada. Porque ya sabía de antemano que, si se la desaconsejaba, por ejemplo, porque sería previsible que el estado de la mar nos jugara una mala pasada, él iba a pensar que yo no tenía ganas de navegar y rezongaría. Y si me callaba y luego tocaba baile a bordo, me iba a recriminar que no le hubiera advertido del mal estado de la mar. Así que vi que tendría que resignarme al tira y afloja que hacía largos años que manteníamos, incluyendo todos sus regateos a las reparaciones, imprescindibles para mí y que a él siempre le parecían superfluas, hasta que una avería lo convencía de lo contrario. Al menos sabía lo que daba de sí el galés, mientras que ignoraba en qué acabarían Cristóbal y Nación Peris.

No les sentó muy bien a los Peris que dejara el trabajo con ellos. Y digo con ellos, porque pasé muchas más horas pedaleando y charlando con el viejo que a bordo del barco con Cristóbal. El patriarca creo que sintió mi marcha porque aliviaba su soledad los ratos que pasábamos juntos y creo que llegó a pensar que podía ser una buena influencia para su hijo Cristóbal. También creo que estaba equivocado. Cristóbal tenía su propia dinámica y me parece que nunca estuvo realmente interesado en navegar. No sé si habrá seguido adelante con su proyecto de nuevo barco, aunque me da que no. Precisamente porque nunca tuve claro que seguiría ejerciendo mi profesión de marino a su lado fue por lo que acepté volver a mi trabajo con Sayer. Nos pasa a todos los que nos ganamos la vida en la mar que, cuando llevamos mucho tiempo embarcados, enfermamos de mamparitis y estamos deseando llegar a tierra. Pero cuando pasamos demasiado tiempo en tierra nos sentimos un poco perdidos. Y perdido era como me estaba sintiendo en Nación Peris. Además, yo no quería que mi día a día estuviera condicionado por el tobogán mental y emocional de alguien aficionado a la cocaína y que mostraba claros síntomas de que la droga le estaba ya carcomiendo el cerebro. Por otra parte, estaba convencido de que las dificultades de los Peris con su macro urbanización iban a ir en aumento, hasta el punto de que podía ver mi paga en riesgo. Y no estaba yo para sobresaltos ni incertidumbres.

Cristóbal, fiel a su carácter, estuvo frío, desabrido y se ofendió cuando dije que dejaba el empleo porque quería volver a navegar. Me contestó sin mucha convicción que eso era lo que él tenía planeado hacer una vez que estuviera construido el nuevo barco, pero no hizo ningún esfuerzo por retenerme, ni me preguntó sobre el estado de las gestiones con el astillero de Moaña que supuestamente le iba a construir el Barracuda II. Le di la tarjeta del ingeniero naval con el que había tratado para el proyecto; la cogió y se la guardó en un bolsillo sin mirarla siquiera. Ricardo sí se mostró hasta cariñoso cuando nos despedimos. El viejo llegó a caerme bien y creo que yo a él también.

De nuevo a bordo del Pale Shadow, reanudé las añoradas singladuras por el Mediterráneo y mis charlas con Sayer. Con él, lo mismo que con Ricardo, también mantenía largas conversaciones, dificultadas por el mal inglés que había aprendido con mi tripulación nigeriana a lo largo de varias campañas de pesca en el Golfo de Guinea y pulido solo a medias tras años a bordo del barco del galés. Aunque mi ciclo con los Peris había acabado y me apresuré a pasar página de la temporada en la que más tiempo pasé en tierra desde que soy un profesional de la mar, me interesaba la visión de Sayer de la aventura equinoccial y surrealista de Nación Peris. A fin de cuentas, el galés también es un promotor inmobiliario. En realidad, él es lo que en España se llamaría ingeniero industrial que empezó en el mundo de los negocios construyendo máquinas tragaperras diseñadas por él mismo que alcanzaron un gran éxito en los locales de juego de todo el Reino Unido. Obtuvo con su venta grandes beneficios, pero un exceso de liquidez, porque ese negocio era limitado y no permitía reinvertir tantas ganancias como producía. Por eso se pasó a la promoción de edificios. En esa actividad sí podía recapitalizarse porque el sector admite inversiones muy grandes. Sayer no es constructor, subcontrata la construcción propiamente dicha con empresas que se dedican a ello. Él compra viejos inmuebles para remozarlos o adquiere suelo para construir grandes edificios, generalmente dedicados a oficinas, aunque también a hoteles o a sedes de negocios. Una vez construidos, los pone en alquiler y se encarga del mantenimiento. Reinvierte gran parte de los beneficios de los alquileres en nuevas construcciones y con el resto vive muy bien. El Pale Shadow, con sus treinta y cinco metros de eslora y equipado a todo lujo, es una muestra de lo bien que vive. En cuanto empezó a tener achaques fue dejando el día a día de su empresa a cargo de sus hijos, lo mismo que Ricardo Peris, y pasaba todos los años de tres a cinco meses a bordo entre marzo y septiembre.

Le conté lo que sabía de la trayectoria de Construcciones Peris y, sobre todo de la erección, para mí un tanto delirante, de Nación Peris. Sayer escuchó con atención y sin hacer un solo comentario. Todo lo que conseguí arrancarle en un primer momento fue un escueto: “En España hacen las cosas de un modo muy diferente a como lo hacemos nosotros.”

Dejé pasar varios días y volví a la carga porque sabía que lo habría analizado todo y a mí me interesaba conocer su punto de vista. Tuve que apretarlo un poco porque era reacio a compartir sus impresiones bastante negativas acerca del modo de trabajar de sus colegas españoles. En primer lugar, no los consideraba empresarios modernos. Me dio a entender que, en lo esencial, no se diferenciaban de los nobles y señoritos españoles terratenientes de toda la vida. Que codiciaban lo mismo que ellos, ser dueños de bienes raíces. Eso, en la visión de Sayer, es un modo preindustrial de hacer negocios. Además, tener una propiedad o varias y venderlas cuando conviene no requiere más que de buena vista y capacidad para el regateo, tanto en la compra como en la venta; es algo que cualquiera puede hacer, o al menos que cualquiera piensa que sabría hacer. Por eso, la burbuja inmobiliaria, según él, contó en España con el viento a favor de la tradición, los hábitos y anhelos de prosperidad que lanzaron a todo el que tenía cuatro perras a querer comprar casas. A eso vino a añadirse la demanda de extranjeros que querían tener un hogar allá donde siempre luce el sol. Así se disparó la construcción de viviendas a un ritmo insensato que rebasaba toda posibilidad de utilización real por la simple limitación demográfica de las sociedades española y europea. “Esa Nación Peris de la que me ha hablado”, me dijo, “es la máxima expresión de un sueño poco sensato que nada tiene que ver con un análisis racional del mercado. Los promotores españoles, convencidos de que los extranjeros se han dado cuenta de lo bien que se vive en España junto al Mediterráneo, creen que habrá que construir tanto como se pueda porque al final se va a vender todo. Puro delirio. En mi empresa, cada inversión ha sido estudiada teniendo en cuenta sobre todo la posible demanda de lo que se va a construir. Podemos cometer errores pero, en general, apostamos siempre sobre seguro. Lo promoción es una actividad industrial en la que la planificación técnica es muy importante. Hay que saber qué necesidades pueden tener los potenciales clientes y construir a la medida de esas necesidades. Hoy, una oficina de una compañía de seguros, pongamos por caso, no se parece en nada al local que cumplía esa función hace veinte años. Por eso, hay que innovar, reparar, remozar, de modo que un edificio cumpla su función y no se quede viejo. Pero lo más importante es saber de antemano quién va a necesitar el edificio que vas a construir y para qué.”

Creo que Sayer no era del todo justo con los Peris. Ricardo pudo haber sido, a su manera, un visionario que supo anticipar que se iba a producir una fuerte demanda de segundas —y primeras— viviendas de jubilados y no jubilados extranjeros a orillas del Mediterráneo. Vio el nicho y la manera de explotarlo. Lo de las avionetas fue una genialidad, lo de buscar negocio con los vendedores de propiedades, primero británicos y después europeos en general, también lo hizo un adelantado de su época. Sin embargo, la idea de construir Nación Peris he de reconocer que a mí también me parece una muestra de la megalomanía que caracterizó a las empresas del boom inmobiliario español. Tengo que estar de acuerdo con Sayer en que responder a la demanda creciente de los extranjeros con una macro urbanización de treinta mil viviendas es un comportamiento que confunde los deseos con la realidad. Discutí con Sayer porque, como le dije, si los españoles llevamos lo de ser terratenientes en los genes, los británicos llevan el imperio en su ADN. Y porque creo de verdad que los españoles somos agudos, audaces, intuitivos y perspicaces. Por ejemplo, los hijos de Ricardo Peris son muy buenos planificando las tareas y calibrando muy bien los tiempos de ejecución de una obra de esas características. Fueron capaces de dar el cambio del modo tradicional de construcción a uno moderno. También supieron ver que para que su Nación Peris fuera atractiva debía tener todo tipo de instalaciones. Identificaron cuáles eran esas instalaciones y las promovieron con bastante eficacia, hasta donde yo sé. He de reconocer, aunque nunca lo admita delante del galés, que efectivamente hace falta tener una visión distorsionada de la realidad para acometer la insensatez de construir treinta mil viviendas en unos montes, pensando que la demanda va a ser capaz de absorberlas, pero sin basarse en nada más sólido que la convicción y el deseo de que se vendan todas.

Ya han pasado unos cuantos años y aunque alguna vez he tenido la tentación de acercarme por Nación Peris para ver cómo siguen la familia y sus negocios, nunca he llegado a hacerlo. He buscado en Internet y figura que ahora están censadas unas doce mil personas, lo que para treinta mil viviendas da una ocupación realmente baja. Quizá precisamente por eso nunca he llegado a pasarme por allí. El tiempo que estuve en ese peculiar paraje solo puede calificarse de extraño. Venía de la horrible experiencia con los canadienses y en ese sentido me supuso un alivio. Pero si con los esos me di un paseo por el lado oscuro, la encalmada que viví en Nación Peris fue mi línea de sombra. Ciertamente no les deseo ningún mal a los Peris, y me entristecería saber que perdieron su norte y su patrimonio en el laberinto de la ciudad a la que quisieron dar su apellido. En todo caso, no van a poder culpar a nadie si eso ya ha ocurrido o llega a ocurrir.

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Bernar Freiría

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