Tallos verdes – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – VI] – Carmen Roiz
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Tallos verdes – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – VI]
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Tallos verdes
A Samuel le toca blanquear hoy los jardines del Parque Albor; le llevará todo el día, pero es su obligación; lo más valorado por la Orden de la Níveo es la responsabilidad. La blancura de cada rama de los frondosos setos del Parque tiene que quedar perfecta. Bien sabe que los soldados de uniforme plateado, vigilan los movimientos de cada ciudadano, tanto de día como de noche.
Hace frío, todavía no ha salido el sol cuando inicia su tarea. Samuel se cubre con una túnica descolorida de lana gruesa y agarra el balde lleno de pintura blanca, también las diferentes brochas; debe elegir la del grosor que corresponda a cada rama. Respira tranquilidad por los senderos, al Parque Albor solamente podrá llegar la gente cuando el blancor lo cubra. Pero, algo ve en uno de los bancos de la tercera vereda. ¡Un hombre sentado a esas horas!
Arrastrando el balde, se va acercando. Cree reconocerlo.
–¿Tú no eres Mateo? –pregunta Samuel.
–Sí, –responde el hombre subiéndose la cremallera de la cazadora.
–Soy Samuel, ¿no te acuerdas de mí?
Mateo levanta la cabeza, lo mira. Una luz tibia ilumina los charcos que todavía no se han secado. Le cuesta aceptar que aquel hombre de ojos pálidos, pelo canoso y voz aflautada, sea Samuel. Pero dice:
–Claro, Samuel. Es que acabo de regresar a Lucila y estoy desconcertado. ¿Qué está pasando?
–¿Has visto cómo reluce la ciudad?, ahora todo es puro. La Orden de lo Níveo gobierna la comarca.
Mateo no puede contestar. No reconoce las calles y plazas de su infancia, donde los puestos de frutas y flores llenaban de color los días. Tampoco las casas de tejados rojos, ni los rincones del parque con sus árboles altos, detrás de los cuales jugaba al escondite con sus compañeros de colegio. Ahora, todo es blanco y refulge en la insoportable luz del día. Cierra y abre los ojos varias veces, la ciudad blanca sigue allí y, en cada esquina, un soldado con uniforme plateado observa con sus ojos desecados.
Levantándose del banco, Mateo trata de abrazar a Samuel. Éste se retira horrorizado: ¿Pero que haces? Abrazarse en público es una falta de decoro. Entonces, Samuel toma una de las brochas y, ante el asombro de Mateo, pinta de blanco sus ropas. Mejor así, los soldados de uniforme plateado no pueden verte con ropa de color. La Orden se inclina hacia lo perfecto, hacia lo pulcro. De este modo, prohíben vestir atuendos oscuros, para no manchar las aceras con sus sombras. Tampoco se pueden escuchar o interpretar melodías graves y, por ello, han desterrado a los contrabajos, las trompas y los fagot.
Mateo, mudo, se vuelve despacio; busca los tilos de copas redondas, él creció con ellos y con el aroma dulzón que desprenden en primavera. Pero el aire no trae perfumes ni hojas que descansan en el suelo. Todo está calmo, desierto, solo interrumpido por las sigilosas pisadas de las figuras blancas que se cruzan.
–Los que obedecemos las normas de la Cofradía vivimos tranquilos, no nos falta el trabajo, somos encaladores, –continúa Samuel, sin alterarse.
–Pero…¿Esto va a seguir igual?, –el tono de Mateo es violento.
–Así es. Hay que preservar la pureza de las calles y de los edificios, por ello se blanquean las paredes, los muros, el adoquinado, incluso los setos de los jardines.
Hace frío. Mateo se frota las manos, susurra: Algo va a ocurrir, esto no es posible. Ya no escucha a Samuel que continúa explicándole:
–El fervor hacia lo inmaculado es tan intenso que decidieron prohibir caminar por determinadas calles principales, los soldados de uniforme plateado las protegen. Solo se accede a ellas para volver a blanquear las zonas a las que el tiempo y la intemperie marchitan su albura. Pero hemos construido nuevas viviendas alrededor de la ciudad, son de cristal, así podemos admirar su belleza.
En la imposibilidad de responder, Mateo levanta la mano y señala el espacio.
–¿Y mi casa?
–Ya no existe, deberás ocupar la que te han asignado. Cada una tiene el número de la persona que corresponde, la organización es impecable. Solamente tienes que identificarte en el Registro de lo Diáfano.
Mateo escapa, corre enloquecido por las calles de Lucila, hasta que llega al jardín de sus juegos infantiles. En uno de los ángulos y, escondidos, crecen dos tallos verdes. Se echa a reír, sus carcajadas son tan sonoras que las figuras blancas se detienen:
–¡Lucila está viva, no ha sucumbido a tanta pureza! Mirad los hermosos tallos verdes que crecen en este jardín, –la luz cambia de intensidad.
Todos se van acercando con caras de asombro, los más pequeños quieren tocarlos. Mateo sigue hablando, cada vez más alto:
–Vamos a cuidarlos, los cultivaremos. Pronto se harán grandes, fuertes, alcanzarán los campos y formarán bosques. Nacerán frutos para alimentarnos y podremos descansar a la sombre de encinas y olmos.
–¡Lucila está viva!, –grita la multitud blanca.
La luz crece, ilumina.
Tanto es el entusiasmo, que no reparan en los soldados de uniforme plateado que los están rodeando. Es entonces, cuando la luz iluminante se detiene.
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Carmen Roiz
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