Pan con chocolate – Rafael Guardiola Iranzo [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Modificada] [Ilustración para El habitante del Otoño]
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Pan con chocolate
¿Cómo te gustaría que te recordaran? –me preguntó por sorpresa aquella niña que llevaba una trenza deshecha. Ahora podría, al menos, imaginármelo, pero en aquel momento me dejó completamente perplejo su curiosidad adulta y voraz. Yo sólo aspiraba a poder compartir los emocionantes juegos de la infancia, vencer mis miedos, de paso, y encaramarme sin rubor al manillar de su bicicleta, reír con cualquier tontería durante horas, hacer experimentos con el colorante, los piñones y el pimentón, sentir la velocidad de la vida rascando mi piel, tragando aire a borbotones y presintiendo la caída. Luna siempre llevaba las rodillas deshechas, como su trenza, como un suave lienzo pintado con la mercromina que bautizaba sus heridas. Y siempre olía a pan con chocolate y fruta fresca. Me enseñó entonces, a modo de los nuevos trabajos de Hércules, a lavar a los perros con champú, a torear cabras con un trapo de cocina y a elaborar los bocadillos más generosos y exquisitos, casi salvajes, que le arrebataban sin permiso sus hermanos, y a soportar el áspero tacto de las hojas de la higuera de su tía Epifania. Con el tiempo supe que este nombre mágico, tan cercano al de la fiesta de la adoración de los Reyes Magos tiene también un significado mágico: la que se manifiesta, que hace aparición. Aprendí a precipitar los nombres en los alambiques del cerebro, a triturar sus letras, una a una, para formar la dulce pasta de mis versos, pero eso es otra historia.
El secreto está en manifestarse, en hacer acto de aparición, en salir a escena. Y hacerlo como un niño, rozando mis rodillas con las de Luna, sintiendo las marcas de la ilusión y una alegría que se desbordaría en cualquier copa fabricada por humanos o soñada por los dioses. Los ojos de Luna siempre brillan y tienen una profundidad abierta, exuberante y enérgica. Abrazan todo lo que se deje abrazar, siempre que no esté triste. Luna abraza los árboles con el vigor con el que abraza a su padre, el cuarto Rey Mago. ¡Ya vienen por las Canteras! –le decía su padre, con el mismo brillo de Luna, pero en unos ojos muy negros. El padre de Luna sabía muy bien lo que valía la sonrisa de un niño, la ilusión desbordada ante los regalos, el calor redondo de la amistad y esas caritas heladas por el frío viento del invierno que respiraban con la boca abierta, echando humo de mentira, y que preguntaban una y otra vez: ¿cuándo vienen los Reyes? Luna siempre los esperaba con la trenza deshecha y los pantalones de uno de sus hermanos, unos pantalones con los que podía subirse a los olivos, a las higueras y los frutales, oteando en ellos los brotes de la vida en los polluelos de los nidos más altos. Y qué bien sabían esa rebanada de pan con tomate, aceite de oliva y sal, o el pisto de la tía Epifania, regados con el agua fresca de la fuente del Jarama.
Yo me preguntaba por qué Luna se llamaba Luna, y no Sol o Mar, y me sentía el más desgraciado de los niños cuando tenía que regresar con mis padres a Madrid, donde la única fruta fresca se vendía en las tiendas, los pollos yacían, descabezados, en las bandejas de los supermercados y los perros no olían a champú y caminaban, tristes, atados a las correas y a la voluntad de sus amos. ¿Dónde podría encontrar nidos en Madrid? ¿Habrá higueras a las que pueda abrazarme y respirar ese aroma a orín de gato? Además, aquí era difícil saber por dónde llegaban los Reyes Magos, porque eran demasiados los personajes que salían a escena. Me refugiaba entonces, compungido, en el espacio cálido y sin sobresaltos de la música, diosa a la que mis padres habían entregado su vida, convirtiendo las sonatas para violín y piano en el mejor de los bocadillos, en el cuadro de mi bicicleta urbana y el camino para llegar, casi sin aliento, a la frondosa vegetación de las letras. Quiero agitar las palabras recortadas de un periódico dentro de una bolsa, como recomendaba Tristan Tzara, y dibujar una sonrisa con ellas. Quiero que las letras me concedan escribir tu nombre con el brillo de todas sus gemas y rubíes en esta noche de ilusión y de espera, que tu cuerpo se escurra entre mis brazos y atraparte por fin, tras una larga carrera, aunque sea presintiendo la caída, para poder darle un mordisco a tu bocadillo de pan con chocolate.
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Rafael Guardiola Iranzo
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Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo [Modificada]
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