Diarios – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XIV] – Íñigo Palencia
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Diarios – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XIV]
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Nunca pude imaginar, cuando conocí a Eloísa que todo fuera a terminar como ha terminado. Todos conocemos el procedimiento. Al principio la emoción del momento. Esas declaraciones de amor desesperadas y nada sensatas. Volver a sentirte como un adolescente, aunque tu barriga cervecera y tu historial de fracasos no sean tan juveniles. Sin darme cuenta en menos de un mes ya me había mudado a su casa y estábamos viviendo juntos. Todo fue muy rápido. Después, claro, llega la rutina, el aburrimiento. Normal en toda relación de pareja. Y también en este caso fue muy rápido. Empecé a sentir la asfixia y claustrofobia que producen los lugares cerrados. No veía oportunidad para desaparecer. Es tan difícil decir ciertas cosas. Pero también esta sensación desapareció. El día en el que empecé con mi pequeña afición, toda esta necesidad de evadirme de aquella casa se disipó. Fue el día que encontré su diario. No voy a argumentar en mi defensa que en principio intentara por todos los medios no leerlo, que intenté doblegar mi voluntad para no ser desleal con la persona con la que estaba durmiendo. No, eso sería demasiado mezquino. Tan sólo estaba buscando un par de calcetines que ella necesitaba y lo encontré oculto bajo su ropa interior. Nada más ver aquella tapa roja, limpia, sin ningún tipo de señal o título, supe que se trataba de un diario, y lo abrí, mientras podía oír su voz preguntándome si los encontraba.
Es imposible describir con palabras la sensación que sentí aquella primera vez. Podría compararse tal vez con el primer orgasmo o con esa sensación infantil que produce el descubrimiento de un nuevo juego. Sin embargo, a pesar de recordar con todo detalle aquella sensación, soy incapaz de traer a mi memoria lo primero que leí.
Me dije que necesitaba leerlo con más calma. Lo guardé donde lo había encontrado y actué como si no se me hubiera revelado uno de los mayores secretos de ella.
Nunca sentí ningún tipo de remordimiento por leerlo. Ella me había ocultado su escritura, yo le ocultaba su lectura. Era así de simple. En mi vida había conocido a nadie como conocí a Eloísa. Aquellos escritos suyos me desvelaban cada recodo en su cabeza, cada manera de actuar, de sentir, de pensar. Y sin embargo, continuaba sorprendiéndome. Pronto abandoné aquella estúpida intención de abandonarla. Es más, me mortificaba la idea de la distancia. Ahora me había convertido en el mejor de los amantes. Odiaba separarme de ella, aunque fuera por viajes de trabajo. En realidad odiaba separarme de sus diarios, o que fuera ella la que se alejaba de ellos. Durante esos días no tenía aquella dosis de lectura que mi cuerpo necesitaba e, incluso, notaba cómo mi carácter cambiaba y se volvía más agrio. El día que conoció a Guillermo fue un día especial para ambos. Para ella por enamorarse al instante, como confesaba. Para mí por darme cuenta de que no me importaba lo más mínimo que se hubiera enamorado de otra persona. Aquellos días fueron los mejores de todo el tiempo que he vivido con ella. Me encantaba repasar las confidencias que se hacían a escondidas, lo que le contaba de mí, la manera en que se citaban a escondidas. El día que hicieron el amor por primera vez quise hacérselo yo también, con la única finalidad de leer al día siguiente si se lo había dicho a él o no. Pero la angustia volvió pronto. Sus reflexiones pronto abandonaron a Guillermo y se centraban en cómo iba a decirme que quería dejarme, que quería irse a vivir con su nuevo amante, que quería que abandonara su vida. Hasta hoy.
Cuando he vuelto de trabajar, como todos los días he buscado en su cajón, y como todos los días ahí estaba lo que había escrito en mi ausencia. Hoy era más escueto que otras veces, tan sólo decía: «Adiós, nunca volveré. Puedes quedarte mi diario porque, en realidad, es lo único que quieres de mi». Todavía la estoy esperando aquí sentado. No creo que sea capaz de irse sin su libreta de tapas rojas.
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Íñigo Palencia
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