El premio – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – XV] – David Martínez de Antón

El premio – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – XV] – David Martínez de Antón

El premio – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – XV]

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El premio

Cuando le tocó la lotería, casi no sabía qué hacer. Como tantas veces, había jugado dinero por costumbre, con una vana esperanza de mejorar su vida. Pero no lo pensaba en serio: se trataba, de algún modo, de la especulación en la que podía proyectar todas sus necesidades y satisfacerlas al instante, de manera caprichosa. Claro, que esto no lo verbalizaría hasta mucho más tarde, cuando su segundo terapeuta (visitaba a dos en días alternos, uno, evidentemente, le parecía poco, y además quería una segunda opinión, por esto les contaba exactamente lo mismo a ambos, con las mismas palabras, como un alumno irracionalmente aplicado que comprueba que se sabe la lección). Así, si una semana jugaba la lotería y había tenido lugar una regata, fantaseaba con la idea de comprar un barco y se le iluminaba la cara buscando en internet diferentes modelos, y dudaba entre un barco con motor auxiliar o un auténtico velero. Si, en cambio, había un reportaje sobre los barcos-vivienda de ciudades como Amsterdam, imaginaba su vida en un medio de transporte anclado para siempre e, incluso, valoraba la opción de edificar en hormigón sobre el agua, subiendo y bajando con las mareas.

Pero estos deseos eran válvulas de escape de una vida diaria razonable, burguesa, ordenada. De casa al trabajo de lunes a viernes con pausas para desayunar y comer en el mismo restaurante, en el que Pedro le servía en función de la cara que trajera. Los sábados y los domingos, ocioso, se debatía entre muy diversas opciones y casi le generaba angustia la incertidumbre de qué hacer con tanto tiempo libre.

El premio, de hecho, le convirtió en un jubilado en potencia a sus cuarenta y cinco años. El abismo se abrió bajo sus pies cuando, más silencioso y taciturno que de costumbre durante días, estuvo valorando si merecía la pena continuar trabajando por un sueldo más que suficiente para sus necesidades, pero una miseria en comparación con los dígitos de su cuenta bancaria. El vértigo duró semanas, pues se sentía incapacitado para tener tanto tiempo libre, sin estructurar, plagado de sorpresas y con todas las decisiones por tomar. ¿Cómo elegir, cuando tenemos la llave que abre todas las puertas? De golpe, se sintió trasladado a su adolescencia, cuando compañeros, amigos, familia le intentaban empujar en una dirección u otra. Y así eran sus deseos, ligeros e insidiosos. En poco tiempo, llenó su piso de cuarenta metros cuadrados de todos los gadgets imaginables, cachivaches cuya función, en ocasiones, desconocía, pero que le habían asaltado en las tiendas con sus formas relucientes y los maravillosos acabados en aluminio y las infinitas opciones de conectividad que ofrecían (todo con wifi y bluetooth, por supuesto, hasta el lavavajillas). Pagó todas las suscripciones a todas las plataformas que ofrecían cualquier tipo de contenido audiovisual, y, sin embargo, rara vez terminaba una película o una serie.

Optó, pues, por pedir una excedencia y planear viajes y la compra de una vivienda iridiscente, con jardín, piscina y absolutamente domotizada. La casa la pagó al contado, y aún adquirió varias más en ciudades de la costa, la montaña e incluso se hizo con una pequeña aldea gallega, con el objeto de reparar una iglesia medieval y rehabilitarla de algún modo. Pero salir de casa, empujarse en una dirección u otra, coger un vuelo, el coche o un tren, se le hacía cada vez más difícil. Tenía todo el tiempo del mundo pero sabía perfectamente que todo su tiempo también se agotaba, inexorablemente. A la pregunta del primer terapeuta, ante esta confesión que le daba escalofríos por la noche, sobre qué era el tiempo, respondió, parafraseando involuntariamente a San Agustín de Hipona: “Si me lo preguntas, no tengo ni idea. Pero si no, lo tengo claro”. Creyó, pues, que todo se arreglaría, siguiendo el consejo de su segundo terapeuta, si hacía una planificación semanal y mensual de sus viajes y anhelos. Compró, para ello, material de oficina como para sostener un ministerio una década y durante semanas rellenó post-it y agendas en diversos colores, colocando las ideas de muy diversos modos. Se realizó presentaciones a sí mismo y las terminaba con un deje de satisfacción, pidiendo preguntas frente al espejo. Durante seis meses siguió un ritmo endiablado y visitó un centenar de países y hoteles, sus posesiones, seguido de una desazón inalcanzable puesto que la lista era interminable y se había impuesto una disciplina feroz y a pesar de los deseos de permanecer en algún sitio y prolongar el conocimiento de una ciudad, un idioma o un idilio, no podía dejar de moverse. Agotado tras estos seis meses, volvió al punto de partida, admitiendo que la lista era inabordable y agotadora. El primer terapeuta le preguntó la razón de esto y no supo qué responderle. Acertó a determinar que no podía estar en todas partes todo el tiempo. “Lo que no puede ser” dijo, “no puede ser, y además es imposible”. Cuando el terapeuta le indicó que eso mismo decía un tal Rafaelillo el Gallo, no supo qué contestar, pues no sabía quién era. Y de golpe le empezaron a pasar factura todas las cosas que desconocía y que el dinero, claramente, no podía pagar. Regresó entonces a su hogar repleto de cachivaches durante un tiempo indeterminado, que fue como una tregua de la tormenta que se avecinaba: el ansia de poseer libros y un conocimiento enciclopédico que le drenaron las ganas de aprender. Así, se decía, pudiendo tenerlo todo, se hubiera conformado con no tener nada en absoluto, y alguna que otra ilusión con la que matar el tedio de vivir de semana en semana.

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David Martínez de Antón

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