Reliquias – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – IV] – Tomás Gago Blanco
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Reliquias – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – IV]
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El motor del todoterreno, con su áspero y entrecortado ruido, parecía que iba a detenerse desde hacía varios kilómetros. Laura y Saturio, empujaban mentalmente el viejo automóvil para evitar quedarse tirados bajo la llovizna y el viento en aquella carretera sinuosa, mientras, guardaban un respetuoso silencio, como si los ruidos de la noche próxima pudieran eludir lo que parecía inevitable. Al fin, el motor imprimió al vehículo violentos vaivenes y se paró de golpe. Ellos, por un instante, parecieron maniquíes de un test de impacto en el laboratorio. Luego, el coche se deslizó con suavidad y quedó inmóvil junto a una marquesina oxidada de algún decrépito transporte público.
El sol se había ocultado hacía rato tras los picos nevados de los Cárpatos y comenzaba a oscurecer. Saturio, sacó el mapa e intentó situar el lugar exacto donde estaban. Se había hecho un pequeño corte en un dedo y unas gotas de sangre quedaron oscuras sobre la herida, Laura le cogió la mano y chupó el dedo con delicadeza. Lo dejó en su boca un instante mientras percibía el tibio y pausado goteo sobre su lengua.
Saturio retiró la mano y giró una y otra vez la llave de contacto. Su movimiento solo produjo un leve gemido que se fue apagando con lentitud.
Sin cobertura en los móviles, tenían dos opciones, esperar toda la noche dentro del coche a que llegase la mañana, o caminar por el desfiladero bajo una oscuridad compacta y girones de niebla hasta un hostal vetusto a más de cinco kilómetros de distancia.
Laura había programado aquellas vacaciones de las que Saturio desconfiaba. No entendía su predilección por los Cárpatos y Rumanía, pero había decidido respetar su elección. Eso, y su cariñosa persuasión lo habían empujado con suavidad e insistencia hasta parecer que él mismo deseaba hacer aquel viaje.
Desde cuándo, pensaba ahora que la lluvia amenazaba con arrastrarlos, unas montañas con leyendas de príncipes empaladores y vampiros podían comparase a unas birras en el chiringuito de la playa. Se sintió estúpido por haber cedido tan fácilmente a su capricho.
Con las mochilas al hombro y los chubasqueros cubriéndolos de la cabeza a los pies comenzaron la marcha. A cincuenta metros, el todoterreno ya se confundía con las sombras de los arbustos que crecían a ambos lados de la carretera.
–Seguro que ese hostal de mierda está cerrado –gruñó Saturio mientras golpeaba la linterna que parpadeaba por la humedad.
–No seas agorero –dijo Laura–, si el mapa dice que hay un hostal, hay un hostal.
–También decía que había un castillo en ruinas y no hay castillo, ni ruinas, solo niebla, agua y frío.
Laura se agarró de su brazo y sintió a través del plástico fluir el calor tibio de Saturio que se desvanecía poco a poco.
Cuando la linterna dejó de funcionar continuaron avanzando durante un tiempo que pensaron interminable. El viento racheado parecía empujarlos al precipicio si abandonaban el centro de la estrecha carretera.
Cambió la lluvia a ventisca obligándolos a caminar encorvados. Los chubasqueros estaban rotos por las plantas espinosas de los bordes de la carretera que el viento arrojaba sobre ellos como manos de fantasmas.
Tras una curva, en la que a punto estuvieron de caer al abismo donde se oía el rugido intimidatorio de un río de sombras, Laura creyó ver una luz parpadeante.
–Allí, allí, –gritó en medio de la tormenta señalando la oscuridad.
Saturio pensó darle una bofetada para sacarla de su histeria, pero una ráfaga de viento dejó ver entre los árboles la mortecina luz a un lado de la carretera.
Animados por el descubrimiento se acercaron con cautela. Llegaron a unas verjas herrumbrosas que daban paso a un terreno donde, varias tumbas que parecían arrojadas sin orden aparente, se hundían y levantaban en la tierra creando sombras grotescas.
–Vámonos de aquí, –dijo Saturio tirando de Laura hacia la cancela oxidada que en ese momento se cerró con estrépito.
–No vamos a ningún sitio, –dijo Laura–, ¿no querías un castillo? ¡Aquí tienes un castillo! Estoy harta de caminar, me muero de frío y el hostal vete a saber dónde está.
Decidida, atravesó aquel paraje llegando a un edificio imponente con gárgolas desmesuradas que asomaban como lanzas y los miraban vomitando agua desde el cielo. Una puerta ojival ocupaba gran parte de la fachada, sobre ella, un farol se bamboleaba con el viento, y a su lado, una cadena oxidada de la que tiró con fuerza.
Muy lejos, en el interior, se oyó una campana.
Pasados unos instantes sin obtener respuesta, Saturio comenzó a tirar con furia de la cadena y a dar patadas a la puerta. Por fin, se oyeron unos pasos arrastrándose por el interior.
–Ya va, ya va. –decía alguien con voz apagada.
Se oyó girar con dificultad la llave en la cerradura, luego, los goznes chirriaron mientras la puerta dejaba una rendija por la que asomó el rostro de un anciano demacrado.
–Adelante –dijo mientras se retiraba con dificultad.
Laura y Saturio lo siguieron por salones oscuros llenos de tapices desgastados y armaduras que reflejaban los relámpagos de la tempestad.
Por fin, llegaron a una sala donde el anciano los invitó a descansar. En el hogar, ardían dos pequeños troncos con llamas mortecinas.
El anciano llevaba un batín raido de seda natural y unas zapatillas de felpa.
–Siento no poder ofreceros mejor acomodo –dijo con un hilo de voz–. Pero, disculpad mi torpeza, seguro que estáis hambrientos, –su voz tembló ligeramente–, en el frigorífico está todo lo que tengo.
Y señaló el fondo de la sala. Al girar la cabeza un colmillo afilado asomó por el lado izquierdo de su boca.
–Vámonos ahora mismo de aquí, –murmuró Saturio al oído de Laura mientras se dirigían al frigorífico que desentonaba con su blancura en aquel ambiente decadente.
–¿No ves que hemos entrado en el castillo de Drácula?
–No seas agorero, Drácula ni existe ni ha existido.
Cuando abrieron la nevera se quedaron paralizados, los estantes estaban llenos de frascos con líquidos rojos, recipientes de hemoderivados, y plasma sanguíneo. En el congelador había almacenadas dos bolsas de sangre parduzca con la fecha de utilización caducada.
En Laura pudo más su profesión enfermera que el miedo a aquel anciano.
Se sentó junto a él y, tomando entre las suyas la mano sarmentosa y llena de manchas del anciano, se interesó por su salud.
Él, les contó que era el último Conde de su familia. Había vivido cientos de años alimentándose de la sangre de los viajeros que, como ellos, llegaban perdidos a su castillo, pero todo cambió cuando Rumanía entró en la Unión Europea.
Se le consideró un ejemplar único e irremplazable. Para protegerlo, en aplicación de la normativa comunitaria, le exigieron que analizase antes de chuparla toda la sangre de sus víctimas. No le quedó más remedio que enviar la sangre al hospital más próximo o montar su propio laboratorio.
Para mantener el castillo solicitó subvenciones del Ministerio de Turismo Rumano, cuya contrapartida fue que, los turistas, solo podían perder un 5% de su sangre durante las pernoctaciones en el mismo.
–Ya me diréis –sollozó– que hacía yo con apenas doscientos cincuenta centímetros cúbicos de sangre por visitante. ¿Es que no se daban cuenta que necesitaba al menos un retén diario de cuatro o cinco jóvenes como tú, –y acarició con dulzura el cabello de Laura– para pasar el invierno? –Luego, colocó su mano con suavidad en la yugular palpitante de la joven sentada junto a él, al sentir el cálido flujo bajo sus dedos entornó los ojos y suspiró.
–Ahora, aunque quisiera, –continuó– ya no podría ni besar este cuello tan hermoso que late junto a mí.
Tal vez una transfusión le vendría bien, –dijo Laura mientras Saturio la miraba horrorizado.
–Un poquito, claro, claro, para pasar la noche, –dijo el anciano con los ojos ansiosos de los adictos– pero, por favor, no lo comentéis, porque este proceso está gravado con el IVA y me he dado de baja en la actividad.
Laura lo preparó todo, ante la falta del equipo necesario convino con el anciano en sacarse con una jeringuilla estéril de las que estaban en el botiquín, un vasito de sangre que el anciano saboreó con delectación.
Un ligero rubor cubrió sus mejillas y decidió que era hora de irse a dormir.
Al despedirse les indicó las habitaciones donde podían encontrar ataúdes en buen estado, acolchados y con una buena tapa para evitar el frío de la noche.
–Al fondo, –y señaló con mano temblorosa una puerta entreabierta– si lo deseáis, hay un ataúd de dos plazas, para enamorados…
Laura sonrió al anciano y lo siguió con la mirada.
–Estás loca, –dijo Saturio cuando el anciano hubo salido, –no pienso pasar la noche en el castillo de Drácula. O te vienes ahora mismo conmigo o te quedas con el Conde, tú decides.
–No te enfades–, dijo Laura–, será una aventura inolvidable, seguro que mañana lo verás todo de manera diferente, y se acurrucó junto a él mientras chupaba golosa las gotas de sangre que resbalaban del dedo de Saturio, justo, donde se había herido al estropearse el coche aquella noche.
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Tomás Gago Blanco
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