Los ojos cerrados – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – II] – José Luis Martín

Los ojos cerrados – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – II] – José Luis Martín

Los ojos cerrados – [El habitante del Otoño – Cuarta antología de cuentos y relatos breves – II]

***

***

Los ojos cerrados

Mis párpados se separaron ligeramente dejando una pequeña rendija, no más ancha que un hilo de lana. Por ella entró la luz hasta mi cerebro y la imagen de mis muslos turgentes, bellamente bronceados, ligeramente tapados en su parte superior por el libro que estaba leyendo, titulado Historias de mitos griegos, colocado sobre mi falda plisada de cuadros escoceses. Al lado de mis muslos, unas manos de mujer madura, de otra mujer, sujetaban un bol lleno de frescas fresas en sazón. Pero yo no las podía oler. El virus que se había extendido por mi cuerpo tres semanas antes no solo me había obligado a guardar reposo en la cama durante los tres días y las tres noches de esforzada lucha contra la fiebre persistente. También me había privado del olfato.

El tren avanzaba en línea recta, de modo que los rayos de sol, un espléndido sol vespertino, atravesaban las ventanas del vagón incidiendo en las caras agradecidas de los pasajeros que miraban al poniente. Mi cabeza se había inclinado con el ángulo preciso para que mi cara recogiera la perpendicular caricia de Febo. Era una perfecta placa solar de carne y hueso que transformaba la energía heliotérmica en fuente de placer.

Mis párpados se volvieron a juntar. Las imágenes que aparecieron a continuación en mi cerebro no procedían ya del exterior. Eran solo fruto de mi pensamiento. Se gestaban exclusivamente en el interior de mi cabeza. Todo mi ser disfrutaba del calorcito primaveral y empecé a fantasear con un apasionado y celestial encuentro sexual con el dios Apolo en una verde pradera situada en las faldas del monte Olimpo. Y sonreía. Sonreía y la punta de mi lengua recorrió la superficie de mis labios de una a otra comisura.

De ese erótico nirvana me distrajo el sonido de la frenada, del movimiento de los pasajeros que iban a salir y de las puertas que se abrían justo después de que una bien timbrada voz enlatada comunicara que llegábamos a la estación de Cantoblanco. Las puertas se cerraron. Sentí la inercia del arranque, y volví, con los ojos cerrados, a volar sobre los raíles y con mi imaginación. Intenté, por pura voluntad de mi cerebro, recuperar la compañía de Apolo, que se había desvanecido. Pero el dios se resistía a recorrer de nuevo con su carro el arco de mi pensamiento. Y entonces ocurrió el prodigio. Apolo se encarnó y yo sentí un beso en mis labios. Un beso húmedo, sensual y dulcísimo. Y, sobre todo, un beso real, físico. Otros labios de carne tocaban mis labios. Y esto no era una construcción de mi mente, sino el verdadero contacto de mis células con otras células, de mis tejidos con otros tejidos, de la finísima piel de mi boca con la piel de otra boca fina y firme. Durante el tiempo que duró el prodigio, mis ojos permanecieron cerrados.

El sonido volvió a convertirse en el protagonista de mi percepción, desplazando al tacto labial. Oí que el tren tomaba una curva a excesiva velocidad, chirriando sin compasión. Pero me resistía a que el ruido me hiciera perder la sensación del beso que me había sido regalado. Me tapé los oídos y seguí disfrutando del recuerdo del dulce ósculo.

Extasiada, con sonrisa de placer, estuve diez segundos, veinte, un minuto, dos. Y con los ojos cerrados. Cuando mis párpados volvieron a separarse, estábamos llegando a la siguiente estación. En el vagón solo había dos pasajeros, que se disponían a salir. Uno era un mendigo que tenía junto a sí un andrajoso carrito de compra. El otro, un atractivo ejecutivo rubio, trajeado, de cuya mano derecha colgaba un maletín.

El mendigo recogió varios objetos que tenía desparramados en el asiento de al lado. Los metió en el carrito y se levantó. Era alto, fibroso y un poquito jorobado. Su pelo brillaba gracias a la grasa que se había ido acumulando durante quién sabe cuántos días sin ser acariciado por el champú. Sus uñas eran largas y mugrientas. Su ropa estaba sucia. También tenía manchas grasientas y amplias zonas ensombrecidas por una suciedad acumulada durante semanas.

Vi que el ejecutivo tenía los ojos azules cuando los levantó para mirar a través de la ventana. Seguramente quería ver el nombre de la estación, pues esta vez la voz enlatada no lo había anunciado. Tenía los ojos azules y una mirada soñadora. Su boca era fina y bien perfilada. La boca del mendigo también era fina. Y sus ojos también era azules. A mí las bocas de los dos me resultaban parecidas. Los ojos, no. Solo se parecían en el color.

El ejecutivo también se levantó. Los dos pasajeros se acercaron a la misma puerta. Supe, por el gesto que hizo, que al ejecutivo le molestaba el olor del mendigo. Por el gesto y porque se fue a otra puerta de salida, sin duda para alejarse de su compañero de vagón.

Antes de salir del vagón, el ejecutivo volvió la cabeza hacia atrás y sus ojos azules me miraron directamente a la cara. Me pareció que sonreía, pero no estoy segura de que fuera así. Quizás lo imaginé.

Desde el andén, caminando en paralelo al tren, que ya avanzaba lentamente, el mendigo también me miró directamente a los ojos. Y mientras me miraba, sonrío. Seguro que me sonrió.

***

José Luis Martín

About Author