Amador – Heliodoro Fuente Moral [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

Amador – Heliodoro Fuente Moral [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

El habitante del Otoño – Número especial

Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»

 

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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Ilustración para El habitante del Otoño]

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Amador

Como guiado por la fuerza de la costumbre, había recorrido dos vagones buscando una plaza libre. Cuando por fin pude encontrarla, deposité mi equipaje en el portamaletas, me despojé del abrigo, me acomodé en el asiento y di las buenas tardes a los allí presentes. A mi lado tenía a un matrimonio ya mayor; enfrente a dos soldados y un hombre de mediana edad cuyas facciones, vestimenta y modales lo delataban sacerdote u hombre de religión.

Al poco tiempo, un estridente pitido allá en la cabecera del tren cortó de un tajo, por fin, las despedidas, y los andenes y cobertizos comenzaron a deslizarse en ese amago de huir de cada tren que sale.

-Mamá, yo guía del tren.

-Sí, hijo, sí, pero cuando seas muy grande.

Y así una y otra vez cuando cada miércoles acudíamos al mercado del núcleo comarcal más importante. Las dos horas de viaje en el torturante carro las disculpaba en mi interior la esperanza de, al acercarnos a la vía, encontrar el paso cerrado y poder contemplar así la llegada gigantesca del tren, que yo veía como un monstruo de insaciable estómago. Algo de temor se mezclaba, sin duda, con aquella estupefacción mía, que llenaba el instante más llamativo de la semana. Había oído relatos de historias terribles de hombres que se arrojaban arrebatados al tren, como queriendo huir con él de su quebranto interior; hombres atropellados en insólitas circunstancias, siempre allá lejos, donde sólo la estupefacción de un niño podía llegar.

Todo aquello despertaba en mí una extraña fascinación por ese ser de inmenso estómago articulado, donde se debatían con la muerte, sin darse cuenta, aquellos hombres de abrigados cuellos, somnolientos y prematuramente envejecidos por la tristeza de las despedidas, que me miraban desde las ventanillas como pidiéndome auxilio.

-No, no puedo hacer nada por vosotros, ya llegaréis a donde vayáis. Además, la barrera está echada.

De pronto, en la cabeza de aquel larguísimo reptil explotaba un horrísono rugido humeante, que era como un cruel latigazo de esclavitud, destino fatal de aquellos seres atrapados por la cadena del viaje. No, yo no era uno de aquellos héroes libertadores de los cuentos. Y aquella tristísima reata de galeotes pasaba bajo el gálibo y proseguía su ruta hacia el norte, mientras toda la vega quedaba profundamente herida del agudo ruido, y el torpe traqueteo sobre las vías era para mí la más sorda condena que reserva la vida a los mayores.

-Mamá, yo guía del tren.

Así podría mandar bajarse a tierra sin impedimento alguno a todos aquellos tristísimos rostros engullidos. Así bajaría yo mismo y le diría a aquel que, extendidos los brazos, entrega su desesperación y su vida al impacto brutal con la máquina: vete, que te esperan en casa con la comida puesta.

Y subiría leña, trenes cargados de tierra y de carbón y sacos de trigo para hacer pan allá donde llueve todo el día y no se logra el campo.

Luego, aquel tren que escapaba atormentado tierras arriba se metía por mis ojos y recorría torturante las circunvoluciones de mi cerebro, hería con su humeante rugido mi memoria, y se ocultaba en los oscuros túneles del enfado, de donde lo sentía en ocasiones

venas abajo cargado con la sangre de sus tristísimos viajeros, que me habían mirado suplicantes tras los gruesos vidrios de sus cárceles. Nunca más su suerte volvería a mis manos, esclavos como estaban ya de lo desconocido, allá, tierras arriba, al norte, donde la lluvia vuelve verdes los huesos, los ojos y el color de las manos.

Y al otro día, a la puerta de la escuela: Ayer volví a verlo; y expectantes, ¿y qué?; nada, no pude hacer nada, qué iba a hacer, si estaban echadas las barreras y apenas se detuvo… Y luego aquellas ganas de tirarme del pelo por cobarde, de darme de cachetes todo el día, de esperar la llegada de otro miércoles para ver si por fin iba a atreverme a demostrar el arrojo que en la escuela decían es propio de los héroes.

El cura se había quedado dormido, mientras los dos soldados hablaban y hablaban de gélidas guardias, de sargentos crueles, de penosas comidas y carreras sempiternas. Era, tal vez, el monótono traqueteo el que nos había sumido a todos en un denso sopor, en el que hasta las palabras bisbiseantes resultaban molestas. O quizá fuera la extraña sensación de ver huir los pueblos, los sembrados, los árboles, gentes que a lo lejos miraban sorprendidas la agitación del tren y levantaban las manos en señal de saludo, o quizá de pesar.

Apenas nos habíamos cruzado dos palabras en aquel departamento, pero por esa simpatía innata de viajeros, se diría que cada quien tenía analizado a cada uno de sus compañeros y formado de él una impresión. Así que el espacio había ido cargándose de impresiones, prejuicios, recuerdos similares, suposiciones de vida, tristeza de tiempos perdidos, pérdida de oportunidades,…, hasta concretarse todo en actitudes precautorias y silencios que volvieron poco a poco irrespirable el aire.

Siempre me han disgustado estos encuentros a la fuerza, esa diplomática del monosílabo y la sonrisa que demanda la ocasión; así que decidí sacudirme aquel sopor y salí a la ventanilla del pasillo. La entreabrí y una bocanada de aire fresco invadió con violencia la estancia, destruyendo con denuedo la envolvente acrimonia de los cigarrillos.

Iba haciéndose de noche. Fue una tarde así cuando mi primer viaje en tren. Tenía ya la edad de pensar algo con respecto a mi futuro, me decían en casa. Siempre que se hablaba del futuro pensaba yo en aquellos trenes, en aquel tren que de pequeño había imaginado puntiaguda tijera que, como los comerciantes de telas, rasgaba el cendal que vela lo que hay más allá de nuestro entorno.

Algo sentí que definitivamente se acababa para mí con aquel viaje. Era quizá la oscura sensación de rendirme yo mismo a la mudanza del tiempo.

Cuando el tren se detuvo en la estación sucia de aquel extraño lugar adonde yo iba de interno, supe qué era estar solo y que ser niño era también doloroso. Olía a carbón y al ácido fluir de un río enorme y turbio. Hasta el calor del sol me pareció distinto, más picante y como húmedo y verde. Sentí que estaba lejos, muy lejos de casa. Que no volvería a la hora de cenar, como volvía a diario de correr por la calle con los demás y jugar a los nidos, al marro o a carlistas y republicanos gritando como contraseña de ubicación engañosa aquello de tres navíos hay en un mar; y otros tres los buscarán, que respondía la otra cuadrilla perseguidora. Y entendí que mi abuela reiterara tanto que la vida era dura, y suspirase un ¡ay! cuando creía que nadie estaba oyéndola.

Fuimos andando de la estación al colegio arrastrando a duras penas aquellas maletas nuevas de tela y cartón. La gente contemplaba muda, y quizá sorprendida, aquella nueva procesión de niños que llegaban de los pueblos, tímidos, hechos unos hombres, como les habían enseñado y exigido en casa, y llorando por dentro. Era el futuro lo que estaba empezando en aquella pequeña caminata de esperanza que era huida del pueblo; era quedarse con los nombres, ya sin las caras, de los amigos a los que había dejado boquiabiertos con espanto y agitando sus manos al verme huir como arrebatado o rendido en aquel tren. Me iba. Los dejaba. Me llevaban. Seguramente ellos habrían vuelto cabizbajos a sus casas y esa tarde no habrían tenido ganas de nidos, ni de carreras ni del campo quemado y puede que ni de cenar.

Algo se acabó, efectivamente, para mí con aquel viaje. Y todo fue ya un ir y venir para volver a marchar. ¿Qué pensarían de mí aquellos niños que en adelante miraran mi tristísima cara tras los cristales, al detenerse el tren en perdidas estaciones?

Desde aquella marcha, todo se me volvió tren hacia lo desconocido; todo fue ese hilván de la vida que coordinaba idas, venidas, estudios e ideas, ilusiones, fracasos, tiempos de espera, sueños que al posar en tierra se disolvían en vaho… Y supe de la vida y de aquel norte donde siempre llueve y donde la lluvia envuelve en sensaciones verdes el transcurrir del tiempo.

Y era ese hilván el que me retenía ahora en la ventanilla, tratando de respirar el fresco de la noche, mientras el tren rasgaba los oscuros velos del destino y miles de chiquillos contemplaban con estupefacción desde las sombras el agitado huir de aquel extraño ser.

* * *

 

Lo recuerdo como si fuera hoy. Don Amador, –Amador a secas, nos había dicho él- nos leía esta historia con una gran emoción. La voz se le quebraba algunos instantes, pese a su notable esfuerzo por contenerse en alguna pausa. Siempre sospechamos que debía de ser más que un mero relato de ficción que había escrito hacía el año ochenta y poco para aquel concurso sobre el tren en Madrid. No lo premiaron. La literatura actual, nos dijo, va más por las aventurillas de mucha acción y poco peso que por las reflexiones históricas, más propias como del siglo diecinueve. Cada uno como es. Nos lo leyó en clase. Cuando más tarde, un día de esos tontos en que sobraba tiempo y no teníamos ganas de que empezara tema nuevo, le pedimos que volviera a leernos su relato, se excusó con lo apremiado que iba con el temario y prometió una fotocopia a los interesados.

Nunca nos lo dijo, pero todo apuntaba a que aquel chico era él mismo, que había mucho de autobiográfico en aquello. Se le notaba la misma emoción y la misma unción que cuando nos leía aquel viejo cuento de Clarín ¡Adiós, “Cordera”!, la historia de dos niños huérfanos de madre –Rosa y Pinín- en una aldea de Asturias que tienen una vaca, a la que consideran casi como un referente afectivo de su madre, y a la que verán pasar en el tren camino del matadero cuando su padre la vende para poder sacar adelante a la familia. Con posterioridad, Rosa verá también irse en aquel tren a su hermano Pinín camino de la guerra.

Al releerlo hoy, recuperado de la vieja carpeta de inclasificable miscelánea del bachillerato, quien casi no podía contenerse era yo. A la luz del desenlace, los hechos, las historias, se ven con otra perspectiva, con otro color. Era lo que él llamaba relectura post eventu. Pobre hombre, envuelto en aquel sorprendente final.

Terminamos el C.O.U. al año siguiente y nos fuimos del instituto. En el fondo, junto a la alegría de haber completado los estudios allí, sentimos mucho dejar el centro. Y a él. Era como abandonarlo. Quizá hasta olvidarlo. Fue profesor nuestro en B.U.P, en 2º y 3º. Él no nos dio clase ese año de C.O.U. Lo sentimos mucho, lo echamos de menos como a ningún otro. Cosas del departamento, nos decía. Somos muchos y todos buenos. Siempre nos sonreía cuando lo encontrábamos por los pasillos. ¿Qué tal, cómo va eso…? ¡Que no me entere yo de… Y nos daba como un amago de golpe, suave y afectuoso, en la bola del brazo o como que jugaba con nuestros reflejos y nuestras cosquillas imitando un hígado-bazo de boxeador. ¡Cabroncetes…!, -remataba-, venga a clase…

Nunca adivinamos en él el menor atisbo de la supuesta depresión que, según dicen, le arruinó la vida años más tarde. No recuerdo cómo nos enteramos o quién lo supo el primero. Amador se había ido del instituto. No supimos adónde. Hacía mucho que nadie de nosotros había vuelto por allí. Ya se sabe, una vez que te vas, o no encuentras el momento, o notas que ya no eres de allí, que solo los conserjes parecen acordarse de ti, o ya solo quedan unos pocos de tus antiguos profesores. El caso es que la noticia nos dejó como planchados anímicamente. Es cierto que ya no era como cuando estábamos en el instituto, pero algunos solíamos encontrarnos de vez en cuando en la plaza, tomar unas cañas y tal. Y su recuerdo y su imagen habían ido intensificándose con el paso de los años, como siempre ocurre con las cosas positivas que vas dejando atrás. Con frecuencia estaba presente en nuestras conversaciones.

Lo de la depresión era impensable en él, que siempre había mantenido un tono de hasta cierto entusiasmo por tu trabajo. Se le veía que disfrutaba con aquello de la literatura. Bueno, todos tenemos ratos, pero a él nunca se le vio ni cabizbajo ni con signos externos de preocupación ni melancolía. Era como si llegar al instituto lo transformara… Lo recuerdo con mucha viveza sobre todo recitando Mujer con alcuza, o aquello de Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres…, de Dámaso Alonso, creo recordar; o La tierra de Alvargonzález o el Retrato de Machado; las Nanas de la cebolla o la Elegía, El niño yuntero o Vientos del pueblo me llevan, aquel Umbrío por la pena, casi bruno…, y tantos otros de Miguel Hernández, que siempre parecieron hacerle levantar la voz como reivindicando no sé qué poso de denuncia por este autor; a Blas de Otero, Hierro, León Felipe, Miguel Labordeta (aquel Retrospectivo existente, que guardaba algún parecido con su historia del tren y que recitaba con un tono pensativo e intimista y mirando al fondo de la clase); tantas veces a Lorca…O leer los pasajes más duros del Pascual Duarte de Cela; o a Miguel Delibes, en el fondo su verdadera debilidad, según confesaba con reiteración. Se emocionaba; sentíamos algo como en el estómago al oírlo…

¿Depresión? ¿Por qué, de qué…? Amador traslucía un deje de luchador, quizá de aquellos años del último franquismo en que parecía haberse perdido el miedo y se barruntaba ya como imparable el camino a la democracia en España, como con una cierta oscura rabia interior y una urgencia por el tiempo perdido. Más de una vez se le escapó en clase lo que entendimos como una cierta exaltación de los maestros de los pueblos en la época de la república y la injusticia de su depuración posterior y en muchos casos venganzas personales que llevaron a muchos a un verdadero linchamiento junto a las tapias de los cementerios. Después pedía perdón por haberse divertido del tema, como decía Santa Teresa, añadía a continuación… ¿Depresión?

* * *

Ahora que lo pienso bien, fue Luigi, Luis Romera, quien dio en el Facebook (eh, tíos, que creo que se ha muerto Amador) la primera noticia. Era comercial de no sé qué casa de aparatos para hospitales. Viajaba mucho: hoy a Sevilla, mañana a Galicia o a Zaragoza… Si podía, cogía el Talgo o el AVE, porque menudas palizas de coche se chupaba si no. El caso es que un día tuvo que ir al hospital de Valdecilla, allá en Santander. Y estando en el hotel, lo vio. En la página de sucesos de El Diario Montañés. Ya se sabe que los periódicos de provincias son mucho más minuciosos y a la gente le gusta saber qué ha pasado en este pueblo o en el otro: que si una seta de tres kilos, que si un jabalí, que si el lobo atacó a un rebaño, que si un coche se salió de la carretera en tal sitio, o el presidente de la Diputación o el obispo han estado no sé dónde, o que las fiestas de mi pueblo sí que molan…

Era él. Era él, sin duda, había dicho Luigi. Al parecer había sido un suceso impactante. El tren. Había también una esquela con su foto entre las muchas del periódico. ¿Qué demonios pintaba allí Amador?

* * *

El Cañón de la Horadada ha sido excavado por el río Pisuerga al abrirse camino entre los páramos calizos que lo rodean, dando lugar a altas paredes rocosas donde es frecuente la práctica de la escalada. (…) Todo un fenómeno cárstico que la naturaleza ha modelado, configurando caprichosas formas. Un paisaje fantasmagórico donde el agua ha esculpido con su erosión impresionantes puentes, callejones y formas singulares. Si se parte desde Mave, el cañón de La Horadada asombrará. El río Pisuerga discurre lento y majestuoso encajonado entre cantiles calizos horadados en la dura roca. Toda una sensación de siluetas, gigantescas unas, admirables otras. Pero la visita a ambos parajes es una buena excusa para “rastrear” esta pequeña maravilla del norte palentino

La ruta propuesta arranca de Mave por un camino paralelo al del cementerio y que sale de la carretera que viene de Olleros de Pisuerga, frente a las últimas casa del pueblo. Sigue luego por una apacible senda flanqueada de chopos hasta llegar a la fábrica de La Horadada, una antigua harinera que aprovechaba la energía del salto de agua del río Pisuerga. (…) La antigua central hidroeléctrica de La Horadada hoy recoge un centro de estudios del románico, estilo arquitectónico muy abundante en Palencia.

A partir de este punto, el cañón de La Horadada queda reservado al Pisuerga y a la vía del tren, de manera que solo cabe ceñirse al farallón rocoso por un camino que sube a las muchas cuevas que salpican el desfiladero y en cuyo interior se han encontrado abundantes restos arqueológicos, sobre todo de la Edad del Bronce. De hecho, la única forma de salir del cañón es a través de un arco de piedra transitable. Una vez fuera de La Horadada, el camino se adentra en una zona de cultivos dominada por la meseta de Las Tuerces. La vía férrea y el Pisuerga no vuelven a unirse a la ruta hasta las inmediaciones de Villaescusa de las Torres, desde donde se accede por un buen camino a Las Tuerces.

Nos lo dijo Luigi: creo que ha sido en un sitio del norte de Palencia, ya cerca de la provincia de Cantabria; como en un desfiladero por donde pasa el tren sobre el río Pisuerga, que forma como un cañón. Podéis mirarlo en internet, que veo que hay mucha información sobre rutas de senderismo por allí. La verdad es que el sitio parece interesante, pero, ¿sabíais alguno qué hacía allí Amador? De esto nunca recuerdo haberle oído decir nada…

Lo supimos tiempo más tarde. Nos lo comentaron cuando volvimos por el instituto. Se había sedimentado como una conmoción general que se palpaba en todos, apenas hablabas con ellos, aunque habían pasado varios años de su marcha; pero sabido es que hay personas, y profesores, que siempre dejan huella. La mujer de Amador era de uno de aquellos pueblos pequeños de la zona del alto Pisuerga palentino. Pasaban temporadas por allí. Amador había dejado la enseñanza afectado por lo que no se supo bien si era un cuadro depresivo o los primeros síntomas del mal de Alzheimer. El caso es que pronto pareció presentar una evolución galopante. Le concedieron la incapacidad permanente.

En el pueblo le gustaba dar paseos por el campo por las tardes. Nos lo decía Concha, su mujer, tiempo más tarde, un día en que nos decidimos y cogimos el coche y nos plantamos allá un fin de semana. No la conocíamos, pero él sí le había hablado con frecuencia de nosotros. Se emocionó al conocernos… Decía que nos recordaba con mucho afecto. Claro, hasta que se le fue yendo la pinza y pareció olvidarse de todos, del mundo. Le agradaba particularmente sentarse a la orilla del río Pisuerga, que por allí baja lento y como amontonándose en pelea en sus pequeñas ondulaciones que saltan unas sobre otras como si fueran truchas o esas carpas del estanque de El Retiro cuando les echan pan. Sube el tren por esa vega y se interna y pierde de vista apenas accede a la quebrada del cañón. Un puente sobre el río traza como una equis en la disposición de la vía sobre la hoz del Pisuerga. Cuando baja el tren de Santander, surge de pronto como por sorpresa y un profundo estruendo quiebra el silencio del paraje y un sobrecogimiento como espeluznado y tremente lo invade todo. Pudimos comprobarlo. Aquello está peligroso. Sobre todo si llega el tren cuando cruzas por el largo puente de la vía para ir hacia la caseta de la central, pues no hay más que una barandilla de hierro sin más espacio. Allí ocurrió. ¡El tren…! ¡Amador…!

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Amador, ¿nos lees otra vez tu relato, aquel tan bonito del tren? Venga, porfa…

-Venga, chicos, que andamos muy mal de tiempo; que hay que meterse con la novela de posguerra, que se nos echa el examen encima…

Algo de temor se mezclaba, sin duda, con aquella estupefacción mía, que llenaba el instante más llamativo de la semana. Había oído relatos de historias terribles de hombres que se arrojaban arrebatados al tren, como queriendo huir con él de su quebranto interior; hombres atropellados en insólitas circunstancias, siempre allá lejos, donde sólo la estupefacción de un niño podía llegar.

Todo aquello despertaba en mí una extraña fascinación por ese ser de inmenso estómago articulado, donde se debatían con la muerte, sin darse cuenta, aquellos hombres de abrigados cuellos, somnolientos y prematuramente envejecidos por la tristeza de las despedidas, que me miraban desde las ventanillas como pidiéndome auxilio.

De pronto, en la cabeza de aquel larguísimo reptil explotaba un horrísono rugido humeante, que era como un cruel latigazo de esclavitud, destino fatal de aquellos seres atrapados por la cadena del viaje. No, yo no era uno de aquellos héroes libertadores de los cuentos. Y aquella tristísima reata de galeotes pasaba bajo el gálibo y proseguía su ruta hacia el norte, mientras toda la vega quedaba profundamente herida del agudo ruido, y el torpe traqueteo sobre las vías era para mí la más sorda condena que reserva la vida a los mayores.

-Mamá, yo guía del tren.

Luego, aquel tren que escapaba atormentado tierras arriba se metía por mis ojos y recorría torturante las circunvoluciones de mi cerebro, hería con su humeante rugido mi memoria, y se ocultaba en los oscuros túneles del enfado, de donde lo sentía en ocasiones venas abajo cargado con la sangre de sus tristísimos viajeros, que me habían mirado suplicantes tras los gruesos vidrios de sus cárceles. Nunca más su suerte volvería a mis manos, esclavos como estaban ya de lo desconocido, allá, tierras arriba, al norte, donde la lluvia vuelve verdes los huesos, los ojos y el color de las manos.

Algo sentí que definitivamente se acababa para mí con aquel viaje. Era quizá la oscura sensación de rendirme yo mismo a la mudanza del tiempo.

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Heliodoro Fuente Moral

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Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo