Hoces del Duratón – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VI] – Heliodoro Fuente Moral
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Hoces del Duratón – [El habitante del Otoño – II – VI]
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El eco sosegado de los maitines se expandía como aroma de incienso por los recodos del profundo paisaje. De las ocultas cavidades parecía desprenderse un oscuro silencio que lo impregnaba todo y envolvía las Hoces en solemne misterio, bordoneado abajo por el fluir profundo del río Duratón. No sabría decirse si era aquel monasterio o era el propio paisaje el que daba al lugar un aire de pausado sosiego, de antigüedad lejana, de indolora soledad, de serena quietud. Amanecía.
Un sembrador salió a sembrar su simiente; y al sembrar, parte de la semilla cayó a lo largo del camino; fue pisada y vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en un pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó enseguida, porque la semilla no tenía profundidad en la tierra, pero en cuanto salió el sol, la abrasó y se secó por no tener raíz. Otra cayó entre espinos, y, al crecer los espinos, la sofocaron y no dio fruto. Otra parte, en fin, cayó en tierra buena y dio fruto lozano y crecido, produciendo unos granos, treinta; otros, sesenta; y otros, ciento…
La voz del lector matizaba con unción las palabras de aquella lectura del pasaje evangélico, que, en espiritual siembra, era acogida por los monjes en la buena tierra de su espíritu, mientras, silenciosos, iban apurando con recogimiento la penitencial frugalidad de su desayuno.
Fuera, los primeros rayos del sol desparramaban su luz sobre los surcos, en cuyos lomos la enterrada semilla aguardaba en calma la misteriosa orden que nos convierte el invierno en primavera, el hielo, en espléndido revivir. Día tras día, entre labrados linios, la mano consagrada de los monjes ponía en cada golpe de azadón sudor hecho plegaria, meditación y esfuerzo casados en la fértil perfección del ora et labora.
… Le preguntaban sus discípulos qué significaba la parábola, y él contestó: ‘A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás solo en parábola, de manera que viendo, no vean y oyendo, no entiendan. He aquí la parábola: la semilla es la palabra de Dios (…) Lo que cae estre espinos son aquellos que, oyéndola, van y se ahogan en las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida y no llegan a madurez. Lo caído en tierra buena son aquellos que, oyendo con corazón bueno y generoso, reciben la palabra y dan fruto por la perseverancia’.
Hundidas en la indolente y árida llanura castellana, las Hoces del Duratón se cierran sobre un paraje de angostura, accesible apenas por el río, que durante siglos ha excavado su lecho y afilado en cortantes quebradas sus riberas, quizá para guardar en secreto su presencia, su intenso paraíso de quietud.
Cuentan que una mañana dos jóvenes se deslizaban en una embarcación impulsada por el plácido dejarse ir de la corriente. Carlos y Juan contemplan con fruición la majestuosidad de aquel paraje exuberante. Árboles que estiran el brazo de sus ramas casi de ribera a ribera, entrelazando en vegetal saludo una sombría cubierta sobre el cauce. En las remansadas orillas, plantas acuáticas asoman su aguada cabellera sobre la superficie del caudal. Como en vaporoso cendal, una maraña de zarzas y arbustos protege de miradas impuras las paredes rocosas del cañón, abrigo de múltiples animalejos y de buitres, alimoches y chovas, rupícolas pobladores del paraje.
Carlos, desde la popa, aspira como ebrio de placidez aquel aire de ensueño.
̶ ¡Qué maravilla, tío…! ¿No te parece esto algo como de mentira, como de película trucada? Esto es un paraíso inesperado, una maravilla de tranquilidad, de soledad sonora…
̶ Joé, chaval, qué romántico te has vuelto… Es muy bonito, sí, sin más.
̶ Dicen que el monasterio anda por aquí, en un recodo de estos. Bueno, hablan de dos monasterios. ¡Qué paz la de aquellos monjes…!
̶ O ¡qué aburrimiento! ¿Te imaginas? Hablaban antiguamente del Desierto del Duratón. Anda, que aquí toda la vida, también tiene tela… Aquello era cosa de otros tiempos; más pobres, más tristes, con otra visión de la vida.
̶ Pues sí; pero yo muchas veces pienso que algo de esto cada vez está haciéndonos más falta en nuestra forma de vivir, que nos estamos volviendo locos, que nos matamos por cosas que a la larga no sirven de nada. ¡Esta paz…! Esta paz es ya hoy inalcanzable, casi imposible, un sueño imposible.
̶ Jo, ya empiezas con lo tuyo, viejo revolucionario de los años sesenta. Esa inquietud tuya resulta algo deprimente; hay que vivir al día, nuestro mundo y nuestro tiempo, no seas peliculero. Tampoco vas a estar soñando con la Edad Media, época muy poco feliz, déjate de historias. Yo, desde luego, no echo de menos tiempos pasados: cualquier tiempo pasado fue peor, pero sin duda.
El bote se desliza río abajo, mientras la abundante vegetación va perdiéndose atrás, dando paso a un agreste paisaje, escarpado y terroso. Sobre fondo de arena, el agua parece volverse más tersa, más límpida, más pura. En las orillas, las avenidas de invierno han acumulado palos, hierbajos y ramaje que conservan reseca la baba blanquecina de la crecida. La corriente impulsa en ocasiones la barca contra una de las márgenes, produciendo en sus ocupantes un apuro de zozobra.
Carlos y Juan avistan al fin las ruinas del monasterio benedictino, confundido al fondo con el ocre de las paredes de la quebrada.
̶ ¡Míralo dónde está! Hay que subir a explorarlo.
̶ Lo que es yo, no tengo mayor interés por ver viejos paredones arruinados y montones de piedras por el suelo. Si te apetece, vete tú. Yo de lo que tengo ganas es de tumbarme allí, cerca del agua, en esa hierba. Si ves algo que interese, me llamas.
̶ Pues yo sí que subo…
Siguiendo las huellas de un viejo sendero cubierto a tramos por zarzas y hierbajos, Carlos inició su ascensión. Pendiente arriba, piensa de nuevo en el extraño sosiego dulce del lugar. Piensa en su vida, en su familia, estudios, diversiones… Aquellos hombres se olvidaban de todo, lo abandonaban todo; todo por una idea: ‘Ven y sígueme…’
Llegado arriba, Carlos siente el cansancio morderle los talones. Lo abandonaban todo; todo por una idea. Entra en el zaguán del viejo monasterio, priorato de San Frutos. Pasada ya esta puerta, el mundo había acabado para ellos. ‘Ora et labora’. Todos eran hermanos. Lo abandonaban todo; todo,…por esta paz.
Recorriendo las diversas estancias, Carlos siente alejarse sus dudas, su inquietud, sus temores. Hay algo que lo arrastra como fuerza irreprimibble. Escucha el matizado eco del canto gregoriano que a las Horas invadía de sensación las Hoces. Lo abandonaban todo, lo abandonaban todo…
Junto al cauce del río, Juan escucha tumbado una agradable melodía en su móvil. De pronto, ¿qué ha sido eso?, algo extraño lo sobresalta de su sopor. Se ha oído como un golpe… ¡Carloooss…!
El caudal arrastra un objeto río abajo. Juan se acerca al bote. Sí, es la mochila de Carlos, ¡este tío…! Y en ella encuentra sus pequeños y valiosos objetos personales: el móvil, reloj, cadena, sortijas…
Por la áspera pendiente Juan acelera el paso, con el corazón latiéndole con un apuro que lo ahoga. ¡Este tío está loco, joé! Cuando llega arriba, invade presuroso las ruinas con agobiada respiración. ¡Carlos! Sin reparar en la primitiva distribución de las estancias, penetra y corretea sin sentido por el huerto abandonado. Es todo una pura ruina. Carlos, ¿dónde estás?
Junto a lo que fue monástico portón, descubre con estupor la ropa de Carlos, su cazadora, sus vaqueros, las botas. ¡Dios mío, Carloooss…!
Lejos, el viento arranca a la llanura el polvo de las huellas antiguas para sus remolinos, mientras los tiernos tallos del cereal nacido acunan el grito con seseante ruego. ¡Carloooss…!
El eco sosegado de las vísperas se expandía como aroma de incienso por los recodos del profundo paisaje. De las ocultas cavidades parecía desprenderse un oscuro silencio que lo impregnaba todo y envolvía las Hoces en solemne misterio, bordoneado abajo por el fluir profundo del río Duratón. No sabría decirse si era aquel monasterio o era el propio paisaje el que daba al lugar un aire de pausado sosiego, de antigüedad lejana, de indolora soledad, de serena quietud. Se hacía de noche.
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Heliodoro Fuente Moral
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