Sinfonía de la despedida – Fuensanta Niñirola [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Modificada] [Ilustración para El habitante del Otoño]
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Sinfonía de la despedida
I. Allegro Assai
La tarde se presentaba algo tormentosa. El viento silbaba por entre las fallebas de las ventanas, y el sonido de las ramas de los árboles, agitadas fuertemente por ráfagas cada vez más fuertes, aumentaba cada vez más. Del cercano lago venía una humedad en forma de niebla baja, pegajosa, que hacía que todos los cantantes se resintieran de la voz y que los instrumentos se desafinaran a cada paso. El otoño de 1772 estaba empezando a dar sus primeras notas, aunque este año estaba entrando algo tarde. En el palacio comenzaba a hacer frío, y en las chimeneas ya ardían pesados troncos desde la mañana a la noche, servidas por un nutrido ajetreo de criados. Franz Joseph Haydn se frotó los dedos, que tenía algo entumecidos, y empezó a revisar las partituras para el concierto de la noche. Pero tenía otro asunto rondándole en la mente. No sabía si daría resultado o no. Quería comentarlo con los músicos, estaban muy malhumorados, se reunían en corrillos y murmuraban, aunque no se atrevían a plantear claramente su situación. Este año el Príncipe había prohibido las visitas a familiares, y los músicos se resentían de una tan larga separación.
Franz Joseph sabía que llevaban demasiado tiempo allí, porque el verano se difuminaba en un otoño apenas frío, y el príncipe alargaba la estancia veraniega en aquel palacio que tanto placer le causaba. Pero todos los músicos deseaban volver con sus familias y la larga espera se les hacía dura. Y ello repercutía en que últimamente había algunas deserciones por enfermedad, los cantantes tenían afonías, y en general, se cometían demasiadas torpezas. Tenían que ensayar el doble de tiempo y aun así, a veces los conciertos no daban el resultado deseado. Pero el Príncipe Nikolaus se sentía a gusto en su palacio, y adoraba la música, le agradaban sus sesiones diarias, las necesitaba. Y todos necesitaban al Príncipe. Pero la prohibición de desplazarse para ver a sus familias empezaba a ser dura de sobrellevar. Tomasini, el primer violín, y Haydn, estaban excluidos de esta orden. Ambos tenían a su familia con ellos. Franz Joseph tenía consigo a Anna, su mujer, aunque precisamente él hubiera deseado lo contrario. Anna Keller era una pesadilla: absolutamente insensible a la música, se dedicaba a actividades variopintas, vulgares. No le gustaba leer, salvo la Biblia, y en contadas ocasiones, pero como más disfrutaba era chismorreando acerca de la vida privada de todo el personal del palacio, para lo cual tenía una habilidad especial, y conseguía enterarse de cosas que nadie más sabía; luego las comentaba a diestro y siniestro con los sirvientes. Franz Joseph sentía repugnancia hacia ella por eso. Trataba de hacerle ver, inútilmente, con una paciencia infinita, que debería cambiar sus hábitos; pero ella era reticente en sus costumbres y le despreciaba: el desprecio del ignorante hacia lo que desconoce. Él soportaba sus gritos e insultos con una sonrisa en los labios, más bien una mueca. Lo que no soportaba era que se enrollara los rizos de la peluca con trozos de sus partituras. Eso le sacaba de quicio. Nunca la quiso, en realidad; pero era su mujer y la trataba cortésmente; estuvo enamorado de su hermana menor, Therese, una dulce y angelical criatura que finalmente decidió elegir el convento y los desposorios divinos. Pero quizás aprovechando un momento de obnubilación o de despecho, el padre, que era su huésped y que le había ayudado en tiempos difíciles, le ofreció la mano de su hermana mayor, Anna, de treinta y un años, que ya se veía solterona, y se decidió al desposorio, lo que, por cierto, le causó el despido de su empleo como maestro de capilla del conde Morzin, que le había puesto la condición de no casarse mientras trabajase para él. Aunque justamente ese despido le llevó a ser llamado por el príncipe Pal Anton Esterhazy, como vice-maestro de capilla, ayudando al titular, Werner, y aquella fue su ocupación durante tantos años, años dedicados a la música, su trabajo y su placer, sobre todo cuando a la muerte de Werner, Haydn ocupó su puesto.
No habían tenido hijos. Si hubo alguna atracción al principio, ya no se acordaba de aquello, habían pasado doce años, que él dedicó enteramente a su música, mientras ella vivió a su sombra, pero en otro mundo, muy distinto del suyo. Lo que más deseaba era que se marchara, que le dejara en paz. Estaba constantemente quejándose de estar allí encerrada, en aquella jaula de cristal que representaba el palacio Esterháza. Y la verdad es que también él estaba un tanto cansado de estar allí; otros años por esas fechas la corte del príncipe ya se había vuelto a Viena, a sus palacios de invierno, y él podía llevar una vida ciudadana, relacionarse con otros músicos, visitar los cafés, etc, ya que sus ocupaciones respecto al príncipe se veían algo más reducidas durante la etapa invernal.
Encendió las velas, apenas si entraba ya luz del día. Volvió a estudiar la partitura. Se trataba del borrador de una sinfonía, pero en este caso Franz Joseph quería darle un matiz especial. Tenía estudiada la armadura en clave de Fa sostenido Mayor, no muy usual, y pensaba saltar del sostenido menor al mayor, pasando por La Mayor, a lo largo de la sinfonía. También había ideado darle cinco movimientos, y no cuatro, que era lo habitual, pero el cuarto se desdoblaría en dos para un efecto especial que tenía en mente. Y además quería que intervinieran las trompas en algún momento. Aspiraba transmitir a su príncipe y señor un ruego, algo que no se atrevía a hacer verbalmente, por un prurito, un cierto temor a ser malinterpretado. El príncipe Nikolaus tenía muy mal carácter, pero se atemperaba con la música, alimento que necesitaba muchas veces al día. Y pensó que quizás por medio de ella… pudiera conseguirlo mejor. Mantenía una muy buena relación con el príncipe Nikolaus, el Magnífico, según le llamaban popularmente, pero llevarle la contraria era poco menos que imposible. Todos los días practicaban el baryton, o viola di bordone, instrumento que al príncipe le encantaba tocar, así como el violín y el cello. Le hacía componerle piezas para baryton constantemente, y luego practicar con él de acompañante. La Princesa María Elisabeth adoraba ver a su marido interpretando música, y muchas veces asistía a sus ensayos.
El príncipe estaba tan feliz en su palacio de Esterháza, que, a pesar de que el verano había acabado ya, no veía el momento de regresar a Viena. Luis de Rohan, embajador francés, había visitado ese verano el palacio, elogiando maravillado los jardines, comparándolos a los de Versalles, con gran placer del Príncipe y la Princesa, que disfrutaba mucho en ellos. Grutas y bosques, ermitas y templos, un pabellón destinado al servicio de café, invernaderos, un coto de caza, todo ello hacía de Esterháza un oasis en un entorno más bien solitario y desolado. Una pequeña Viena. Disfrutaba enormemente el Príncipe con sus óperas, sus conciertos diarios, su teatro de marionetas, bailes y diversiones, y por supuesto, sus sesiones de baryton con Haydn. Adoraba aquellas sesiones privadas, le proporcionaban un placer indescriptible. Y si afuera llovía, hacía viento o nevaba, le era absolutamente indiferente. La Princesa se congratulaba de verlo así y no se atrevía a contrariarle. El palacio estaba lleno de invitados, las sesiones nocturnas eran muy entretenidas, y ella tampoco echaba de menos la reclusión invernal en Viena, donde, debido a las bajas temperaturas, habían de restringir sus diversiones.
Pero los músicos de la orquesta estaban ansiosos por el regreso; hacía meses que no habían podido ver a sus familias, y, aunque el trato en el palacio era bueno, la paga era importante, papá Haydn cuidaba de ellos como si realmente fueran sus hijos, -los hijos que no tenía- aun así, estaban inquietos. Y ciertamente Franz Joseph era el responsable de ellos, no sólo por su escrupuloso contrato, sino porque se habían establecido unas relaciones familiares, domésticas, entre todos, dada la prolongada convivencia. Trataba siempre de que no hubiera conflictos, que todo funcionara adecuadamente, no sólo en la ejecución de su música, sino en las relaciones personales entre sí. Papá Haydn era de carácter afable y de trato agradable y paternal, y los músicos acudían a él para que resolviese sus problemillas, -de ahí su sobrenombre- le usaban como intermediario entre ellos y el Príncipe, que tenía, como ya hemos dicho, un carácter francamente irascible e intratable.
II. Adagio
Anduvo por la sala, arriba y abajo, envuelto en sus pensamientos, pero sin fijarse en ningún punto, tamborileando los dedos, en parte para calentárselos, en parte porque había tomado esa costumbre. Empezó a darle vueltas a la melodía, casi sin darse cuenta; luego la desterraba y volvía al problema que trataba de resolver; la melodía seguía rondándole. ¡Ya está! Introduciré las trompas en estrío del minueto, en Fa sostenido mayor…Pero antes he de componer el adagio; y no lo tengo muy claro aún. He de comentarlo con Tomasini– se dijo a sí mismo –hemos de ver cuál puede ser el mejor método para convencer al Príncipe de que hay que volver. Esto no debe durar mucho más.
Luigi Tomasini, su primer violinista, era un italiano plácido y de buen carácter, que soportaba bastante bien el enclaustramiento, estaba recién casado y su esposa, italiana, vivía con él en Palacio. Se llevaban bien. Haydn, sin embargo, evitaba a su consorte lo más posible y se refugiaba en la amistad y el apoyo de sus músicos, lo que hacía que sobrellevara mejor la situación matrimonial fallida. El hecho de no haber tenido hijos hacía que su mujer estuviera aburrida y se dedicara a importunarle y a molestarle siempre que tenía ocasión. Franz Joseph se concentraba en su música: para él lo era todo. En ese mundo era feliz, vivía para ello, estaba encantado de que el príncipe le hubiera resuelto su vida, manutención y problemas económicos, dándole un hogar y encargos continuos, ya que el trabajo aunque a veces agotador, era lo que más amaba. Desde niño, desde que entró en el coro de San Esteban, en Viena, la música le hacía olvidarse de todos los demás problemas, el hambre, los malos tratos, las incomodidades, la pobreza…entraba en la música y su alma se expandía.
En un momento determinado, la puerta se abrió violentamente y apareció Anna, su esposa, con el gesto torcido.
-¿Se puede saber qué haces aquí? –le espetó- ¡ya es la hora de la cena! ¿Tengo que recordártelo todos los días? ¿Cómo puedes ser tan olvidadizo?
-Oh, ¡vaya! Se me ha pasado la tarde sin darme cuenta…Aún he de acabar con esta partitura, iré en seguida.
-¡Eres insoportable! Mira qué ropas, pero si aún vas en bata: debes ir a cambiarte inmediatamente. Ponte la camisa blanca y el calzón, ¿Y tu peluca? ¿Pero es que tengo que ocuparme de todo? ¡Deja la partitura, miserable! Siempre igual, no piensas en otra cosa, siempre arrastrándote detrás de tu amo…
-No te excites, Anna; iré en cuanto pueda. Al fin y al cabo, cenaremos los dos solos. El concierto no empezará hasta las ocho, hoy el Príncipe estará ocupado con unos nuevos visitantes y no nos necesitará mientras cena.
-Si no vienes inmediatamente, empezaré sin ti. Ya he avisado a los criados para que sirvan las viandas en nuestro saloncito. Tú verás lo que haces. ¡Doce años de casados, y siempre igual!
-¿Por qué has de hacer un drama de todo, mujer? Iré en cuanto pueda. Y si no puedo, ya cenaré más tarde…
Se caló los lentes y volvió a repasar la partitura, acercando las velas. Su mujer salió, dando un portazo. Las velas se apagaron. Franz Joseph se quedó unos instantes pensativo, en la penumbra. Recordó cuando estudiaba con su pariente Frank, en Hainburg, a los siete años, y cómo estudiaban, aprendían a leer y escribir, así como la armonía musical, trabajando por las tardes a la luz de las velas, y como no sobraba el dinero tampoco allí, cuando las velas se estaban agotando, se iban todos a acostar. ¡Sepperl! –le llamaban así, un diminutivo cariñoso– ¡apaga las velas y vamos a dormir!, le decía su pariente; ya madrugarían al día siguiente. Y el pequeño Sepperl subía a su habitación y apagaba su cabo de vela, había que ahorrar.
¿Y si…?- se decía – En fin, me arreglaré para la cena si no quiero que tengamos otro disgusto. ¡Qué cruz, esta mujer mía! ¿Por qué no habré conseguido interesarla al menos un poquito por la música? ¿Cómo pueden ser tan diferentes dos hermanas, Dios mío? Therese, tan dulce, tan agradable, tan musical…y que ahora esté cantando en el coro del convento, mi pobre niña…
Recordó los rasgos de Therese, la hermana menor de Anna, que fue su amor juvenil, los ojos de mirada acuosa, triste, pero atractiva, los rizos sedosos, hábilmente arreglados, su perfume a jabón, sus movimientos, parecidos a una contradanza. Cómo la esperaba por las tardes, a la vuelta de sus clases, atisbando por entre las cortinas para verla llegar…Recordó la fuerte impresión cuando le declaró su amor, el dulce beso que le robó, y cómo ella le hizo retroceder. Ante su insistencia, semanas después, ella acabó por hablarle muy, muy delicadamente, sobre sus proyectos religiosos. Quedó consternado; no podía entenderlo, se creía correspondido.
Mientras se ajustaba la peluca, frente al espejo, se contempló con una cierta atención: frente amplia y despejada, nariz larga y algo bulbosa en su punta, ojos serenos, un poco demasiado juntos, la boca más bien pequeña, con las comisuras hacia arriba, en un permanente gesto de simpatía, las mejillas algo abolsadas, mandíbula poderosa y el mentón algo adelantado. Cualquiera puede ver, por mi solo aspecto, que cuando menos soy una buena persona, pensó. Y efectivamente, la suya era una imagen de amabilidad y paternal serenidad.
Unos gritos procedentes del saloncito le devolvieron a la realidad, y rápidamente fue a su alcoba, donde el criado la tenía preparadas las ropas y le ayudó a cambiárselas y a ajustarse la peluca. La cena transcurrió en silencio, bajo las agresivas miradas de Anne, que odiaba profundamente a su marido, odiaba estar allí enclaustrada, odiaba la música y no soportaba aquella rutina. Franz Joseph, concentrado en su plato, siguió mentalmente con la melodía de antes, y ni se dio cuenta de la presencia de su mujer ni la de los criados que les servían. Recordó momentáneamente sus días en el coro de San Esteban, sus amigos allá, las carreras y juegos que hacían en el patio cuando les dejaban un rato libre… ¡qué años felices! Aunque también recordó el hambre que pasaba, ya que no estaban muy bien alimentados esos días, precisamente, y los golpes que les propinaba el maestro cuando se equivocaban. Pero ¿qué me importaba eso? La música era mi alimento…lo que le llevó al postre, unas deliciosas cerezas. Y el primer bocado le trajo a la memoria las cerezas que le regaló Georg Reuter, después de escucharle cantar, cuando se presentó en la escuela de Frank, buscando nuevos miembros para su coro. Quedó muy complacido de su voz, y habló en seguida con su padre para obtener su permiso. Su padre, un humilde carretero, reparador de ruedas, se lo concedió encantado, ya que además de resolver los problemas de la manutención familiar, era un gran aficionado a la música y tocaba el arpa. Pasaba encantadoras veladas tocando y cantando con su familia. Ay, ¡qué lejanos estaban aquellos días!
La voz chillona de su esposa le sacó de su ensueño:
-¡Pero bueno! ¿Se puede saber en qué estás pensando? Franz Joseph, eres un caso! ¡Termina las cerezas de una vez! Se hace tarde…Si haces esperar al Príncipe, ¡ya sabes la que te espera!
Haydn volvió bruscamente de sus recuerdos a la realidad. Asintió a su mujer, y se dispuso para preparar a sus músicos. Esa noche, como siempre, tocaron para el Príncipe en un salón más pequeño, donde sólo se reunían pocas personas de la corte, cuando no había invitados especiales. La sala, con una enorme estufa de cerámica blanca, ya encendida, porque se notaba un poco de frío en la estancia, estaba decorada con unos enormes cuadros con escenas de caza, unos, y un enorme retrato al óleo de la Emperatriz María Teresa, en toda su magnificencia, colgaba sobre unas paredes acolchadas con preciosos damascos azules y dorados. Las sillas, tapizadas también en ricos damascos, estaban distribuidas alrededor del espacio destinado a la pequeña orquesta, que por esa época, constaba de dieciocho músicos. Mientras éstos se situaban en sus sitios y colocaban las partituras, Franz Joseph dejó vagar su mirada sobre el enorme retrato de la emperatriz, y recordó, cuando tenía diecisiete años, la frase despectiva que lanzó María Teresa ante su solo, que tantas veces había alabado por su bella voz, cuando se hallaban con el coro de Reuter en el palacio de Schönnbrunn. María Teresa dijo en aquel momento que “el chico de los Haydn cacarea como un gallo”, lo que era cierto, ya que estaba cambiándole la voz. Con lo que Reuter se empezó a replantear qué haría con el chico Haydn…si echarlo del coro o castrarlo, que era lo común cuando querían mantener una bella voz en un hombre. Cuando le planteó el tema a su padre, éste, horrorizado, acudió en defensa de la virilidad de su hijo e impidió tal ultraje. Poco después, aprovechando que Sepperl, aún infantil y travieso, había cortado la coleta de un compañero del coro, durante una de las sesiones de ensayo, Reuter le despidió definitivamente. Cuando le vio con la vara en la mano, Sepperl le contestó a Reuter que antes preferiría que lo expulsaran a ser golpeado otra vez. Y Reuter, jocoso, le contestó que efectivamente iba a ser expulsado…después de ser azotado.
Franz Joseph suspiró, recordando el lance. De pronto, se dio cuenta de donde estaba y que los músicos esperaban el movimiento de su mano para empezar la pieza. Y les dio la salida. Pero estuvo abstraído durante la ejecución, hasta el punto que, al acabar, el Príncipe le comentó, con un cierto rictus de inquietud
-¿Dónde estabais, Haydn? Parecíais muy lejos de aquí…
Esa noche, Anna le lanzó un agrio rapapolvo:
-Estuviste despistado y se te han escapado varios fallos, Franz Joseph, y aunque yo no me entero, hay quien sí lo hace, y he escuchado comentarios…Has de estar más al tanto, o tu amo te reprenderá…y luego comentarán por todo el palacio. ¡No soportaré comentarios desagradables!
Pero Franz Joseph, ensimismado, ni le contestó. Entró en su alcoba, sin siquiera dar las buenas noches a su esposa, que con el ceño fruncido cerró de golpe la puerta de su habitación, ya que desde hacía tiempo no compartían dormitorio. No se soportaban, o mejor, su mujer no le soportaba a él, y él se había quitado un peso de encima cuando ella empezó a cerrar la puerta de su cuarto. ¡Aquella mujer! ¡Qué equivocación cometió casándose con ella! Y siguió recordando aquellos días, tristes y oscuros, en los que tuvo que salir adelante, fuera del lugar donde había vivido tantos años, como una segunda casa, y aunque no le habían tratado especialmente bien, había aprendido mucho. Entonces tenía que enfrentarse a la lucha por la supervivencia, haciendo lo único que sabía hacer: música.
Se desvistió, lentamente, y se introdujo en la cama, aunque no tenía sueño. Varias cosas rondaban por su mente. Una, la melodía en la que estuvo trabajando por la tarde; la otra eran los recuerdos de sus años malos.
Le venían a la memoria imágenes de la casa del cantante Johann M. Spangles, en donde fue acogido cuando lo echaron del coro de la Catedral, alrededor del año 50. Spangles estaba casado y tenía un hijito, y aún así le admitieron a él y lo trataron amistosamente. ¡Qué hombre tan agradable, y qué familia tan feliz! Aquella su esposa, tan coloradota,¡siempre oliendo a comida y a jabón! Allí tenía cama y comida, calor de una familia y apoyo moral en su penosa situación. Él colaboraba como podía, dando o participando en serenatas callejeras, tocando el violín en banquetes y celebraciones, para ganarse un dinerillo con el que sobrevivir y no ser demasiada rémora para su amigo. Incluso llegó a componer sus primeras obras, perdidas en sus numerosos traslados. Más adelante, otro amigo, un comerciante en buena posición económica, un tal Buchholz, le concedió un préstamo para que se independizase de la familia Spangles, ya que su idea, a los veintidós años, era vivir solo y tener más tiempo y espacio para componer. Con el préstamo, encontró para alquilar una pequeña buhardilla ¡Ah, aquella vieja y polvorienta buhardilla en la Michaelplatz!, ¡Ah,Viena!. También compró un clavicordio de segunda o tercera mano. Pero clavicordio,¡al fin! Lo que me costó subirlo… Y de ese modo ya podía componer a su gusto, así como dar alguna que otra clase para redondear su presupuesto e ir devolviendo lo que debía. Recordó con placer la felicidad que sintió al entrar en su buhardilla, al tocar su clavicordio, al sentirse dueño y señor de sus actos, finalmente. Y no le importaba comer mal y vestir peor: eso le traía sin cuidado: la música era lo que me interesaba, realmente….y tenía la juventud de mis veintidós años.¡Veintidós años!¡Cómo ha pasado el tiempo!
Lentamente se sumergió en el sueño, deslizándose entre los recuerdos y soñando, esta vez dormido, con aquellos días felices.
III. Minuetto
A la mañana siguiente, despertó con las primeras luces, se levantó pronto y tras un frugal desayuno, buscó a Tomasini, su primer violinista, que también era madrugador, y le propuso tener un rato de charla, en una de las salas destinadas para su uso, para comentarle algunos proyectos.
-¡Buenos días, señor Tomasini!
-¡Buenos días, maestro Haydn! Hoy habéis madrugado un poco más de lo habitual…
-Si, algo inquieto estoy. Hablemos un rato, Tomasini.
Tomasini, que era rechoncho y bajito, bastante moreno de pelo y piel, se acercó un poco, ya que Franz Joseph había bajado inconscientemente la voz y casi no podía oírle. De pronto, cambió el tono y otra idea le pasó por la cabeza.
-Quería preguntaros hace tiempo, señor Haydn ¿Conocisteis al maestro Porpora? ¿Y a Metastasio? Creo que Metastasio escribió algún libreto para Farinelli, ¿me equivoco? Y también creo que estaba en relaciones con la condesa Althann, incluso se dice que se casó con ella en secreto…pero eso es otra historia, supongo.
-Si, Tomasini, escribió para Farinelli. ¡Qué bella voz, la de Farinelli! Lo de la condesa, si me permite, preferiría no comentarlo….El signore Pietro Metastasio fue, para mi gran suerte, vecino mío en Viena, allá por el año 54 o 55, y mediante su amistad conocí al signore Nicola Porpora, que fue maestro de Farinelli, por cierto. Estuve a su servicio, a cambio de recibir unas preciosísimas lecciones de composición. Mi primera sinfonía la compuse por entonces, siguiendo sus recomendaciones. Y varios cuartetos. Pero tenía un genio de mil demonios, el viejo Porpora…y también por entonces conseguí impartir clases de clavicémbalo a una jovencita, Marianne, la hija de Nicolás Martínez, un español, maestro de ceremonias del nuncio apostólico de Viena, que vivía en el mismo edificio. Esa jovencita, aunque poco agraciada, tenía talento, sí, y era muy aplicada. Creo que después ha tenido cierto éxito en sus conciertos.
-Si, yo también he oído hablar de esa jovencita, Martínez, parece que tiene un futuro prometedor…En cuanto al maestro Porpora no le conocí, al menos no personalmente; él es de Nápoles, claro, y yo de Pescara, pero sí que me habían hablado de él, …y de su mal genio, sí.
-En casa de Porpora aprendí mucho, señor Tomasini, a pesar de que me trataban bastante mal, su mujer era muy desagradable y él…bueno, él desgranaba su sabiduría musical sobre mí como el que le tira migajas a un mendigo. En realidad yo estaba en su casa ayudando casi como un lacayo, cuidando de las caballerizas y trabajando como cualquier otro sirviente. Y de vez en cuando, me dejaba escuchar alguna lección sobre música, pero ¡qué lecciones! Yo absorbía aquello como la tierra reseca la lluvia del otoño. Incluso formé un quinteto, en el 53, creo; sí, en el 53, un año antes de que muriese mi madre, que Dios la tenga en la gloria. Mientras aún vivía en casa de Porpora formé un quinteto y tocábamos en la capilla del conde Haugwitz.
-¿Y hasta cuando estuvisteis con Porpora, maestro? Porque tengo entendido que regresó a Nápoles en el 59, cuando yo me vine para Viena,…y murió en el 69, en la más terrible pobreza, según creo. La vida es injusta. Se pasó de moda, dejaron de pagarle la pensión que tenía de Dresde, y para pagarle el funeral se hizo una subscripción pública. Una pena. Y mientras, Farinelli y Caffarelli viven como reyes con su herencia musical ¿no creéis, maestro?
-Cierto, cierto. A pesar de que me las hizo pasar mal, el viejo Porpora no se lo merecía. Pero obligarme a limpiar… ¡y me llegó a llamar patán! En fin, el caso es que aprendí mucho de composición con él, era muy bueno en eso, y la verdad es que en ese sentido, le debo mucho y le puedo perdonar su insolencia.
– A Metastasio tampoco le conocí, pero, en cambio, sí que conozco a ese jovencito, el chico Mozart, lo vi actuar en un concierto cuando tenía siete años, en Schönbrunn, ante Maximiliano III. Creo que fue en el 63, si no me equivoco. La verdad es que era un niño prodigioso; y al parecer ha continuado siéndolo. Quedamos todos francamente impresionados. Su padre, el maestro Leopold Mozart, lo ha paseado por toda Europa.
-Yo también desearía conocerle. Pero claro, aquí estamos algo apartados de la vida vienesa, si él viniera por aquí…Eso nos lleva al tema que quería plantearos: se me ha ocurrido que quizás tenga la manera de solucionar nuestro problema…
-¿Habéis hablado con el príncipe?
-No, desde luego; el Príncipe no aceptaría que le hablase de estos asuntos. Para su señoría, estas preocupaciones no entran dentro de las suyas. Pero pensaba en una vía indirecta, una vía musical, si podemos decirlo así.
-No acabo de comprenderos, explicaos, maestro Haydn.
-Estoy componiendo una sinfonía que quizá le llame un poco la atención a nuestro príncipe. Y había pensado… se me ha ocurrido componer una sinfonía en cinco tiempos…
-¿Cinco? Lo habitual son cuatro, si me permitís.
-Lo sé, lo sé. Dejadme explicaros. Desdoblaría el último tiempo en dos partes, para que sirva mejor a mis propósitos. ¿Os acordáis de aquel día en que se nos apagaron las velas cuando estábamos ensayando, y como ya era muy tarde, decidimos dejarlo?
– …mmm, sí, me acuerdo; pero ¿qué tiene que ver…?
-Calma, Tomasini, ¡si es que no me dejáis hablar! Sois algo impulsivo, no me atosiguéis. Pues como os decía, había pensado que en el último tiempo los instrumentos se podrían ir silenciando, una vez interpretada su parte, y dejándonos solos a vos y a mí.
-¿Cómo? ¿Estáis hablando de una sinfonía o de un cuarteto? ¿Y podríais decirme en qué clave la situaríais?
– Eso lo tengo ya claro: en fa sostenido menor.
-¿Fa sostenido menor?
– Si, y alternar con la correspondiente y con la relativa mayor.
Tomasini se quedó de una pieza. Le parecía demasiado novedoso lo que estaba oyendo.
-¿Cómo, maestro? Esto es absolutamente fuera de lo corriente…
-Ya lo sé, Tomasini, pero lo he probado y suena bien; mirad: comenzaríamos con un allegro assai, luego un largo adagio, le seguiría un minuetto, en Fa sostenido Mayor…¡callad, os lo ruego!, y en él usaría las trompas, sí, las trompas, tened confianza, quedará muy bien; ¿no os fiáis de mi? De todas formas lo probaremos antes, veréis que no queda mal. Acabaríamos con un finale dividido en dos secciones: al inicio con un presto y después transformarlo en adagio e ir acabando como os dije antes. Habría dos temas y tres partes, y finalmente todos al unísono, para pasar al desfile de instrumentos que le he comentado al principio.
-Pero esto parece más bien un asunto demasiado teatral, ¿no creéis?
-De eso se trata, Tomasini; un poco de teatro que quizá haga entender a nuestro señor príncipe lo que deseamos que entienda: que nos queremos ir.
-¿Y de qué modo desarrollará esa salida?
-Pues haríamos desfilar primero a los instrumentos de viento, luego los de cuerda, y finalmente quedaríamos vos y yo, que somos los que menos necesitamos salir de aquí…al fin y al cabo, somos los únicos que tenemos con nosotros a nuestras esposas. Por cierto, Tomasini, he oído que la vuestra está en estado de buena esperanza ¿me equivoco?
– ¿Cómo lo habéis sabido, maestro? No se lo hemos dicho a nadie aún…
-Ya sabéis que mi esposa controla absolutamente todo movimiento y cambio entre nuestro pequeño mundo. Y no me importaría ser su padrino.
-¿De veras, maestro? Me haríais muy feliz, y a mi esposa también. Le llamaríamos Joseph, por supuesto.
Se oyeron unas voces y un cierto movimiento se entrevió por los pasillos.
-Ah, pero, me parece que nos llaman, Tomasini. Se nos ha pasado el tiempo volando, y la verdad es que hace una fresca mañana. Volvamos; seguiremos hablando de esto más tarde.
-Como gustéis, maestro. El cielo quiera que acertéis en vuestra estratagema, porque los músicos están muy nerviosos y alterados.
Volvieron, apresurados, porque cuando el Príncipe llamaba no podían retrasarse. Tomasini fue a sus obligaciones y Haydn acudió a los aposentos del Príncipe. Al parecer estaba deseoso de comenzar su sesión matinal de baryton y empezaba a impacientarse ante la tardanza de su músico favorito.
-Maestro Haydn, ¡vamos, vamos! ¿Dónde os habíais metido? No debéis mantener esas charlas tan largas con los músicos, no hay que crear tanta familiaridad, no es bueno.
-Pero, Señor; Tomasini es mi primer violín…
-Nada, nada; debéis dirigirles, no servirles de paño de lágrimas. Bien, Haydn, hoy el maestro Kraft nos va a acompañar en nuestra práctica, para hacer de segunda viola, y al parecer ha compuesto una pieza nueva.
Anton Kraft esperaba, en un discreto segundo plano, con su instrumento.
-Veamos, veamos…Buenos días, señor Kraft, un poco frescos, ¿no?
-Buenos días, maestro Haydn. Si, ya va refrescando.
-¿Dónde está esa pieza, señor Kraft?- y bajando la voz- A ver…mmm…Se ha concedido un solo, señor Kraft. Veremos si esto le gusta al Príncipe.
-¿Qué decís, maestro?- intervino el Príncipe, molesto- ¿Ahora habláis del tiempo?¿Qué nos importa el tiempo? ¡Hace un tiempo espléndido! Empecemos ya, que hoy vamos muy retrasados. Vuestras conversaciones mañaneras os han retenido mucho. No debéis olvidar vuestras obligaciones. Estáis aquí para servirme, no de vacaciones.
Se situaron en sus puestos, algo enfurruñado el Príncipe; y repartidas las partituras, empezaron a tocar. Anton Kraft había tocado con ellos en ocasiones como segunda viola di bordone. A veces él componía piezas, como Haydn, para la viola o baryton, siempre dando el papel principal a su señor, pero en este caso se había “regalado” con un solo para él. Haydn, conocedor del mal carácter del Príncipe, torció el gesto, aunque no dijo nada más. Kraft era un virtuoso de la viola, y aunque su señor llevaba mucho tiempo practicándolo y no lo hacía mal, le molestaba que le robaran protagonismo. Esa mañana Kraft se esmeró especialmente, y hasta el mismo Príncipe notó que tocaba su parte mucho mejor que él, con lo que aún se puso de peor humor. Llegado un momento, paró el ensayo y se dirigió al sorprendido Kraft, ante la mirada apenada de Haydn, que se lo estaba viendo venir.
-¡Señor Kraft! ¡Esto es inaudito! A partir de ahora, no quiero que haya más solos que los míos en las piezas que toquéis conmigo, ¿habéis oído?¿lo entendéis? ¡Que no se repita más! ¡Les pago para que me acompañen, pero no para que me dejen en ridículo! Por hoy, se acabó el ensayo, no estoy de humor. Mañana, señores, quiero otra pieza y recordad mis instrucciones atentamente o no tocaréis más en mi presencia.
Abochornado y humillado, Kraft hizo una reverencia, recogió su instrumento y salió, seguido por un Haydn entristecido por el mal rato pasado. En un recodo del pasillo, Haydn le reconvino suavemente.
-Maese Kraft, no debisteis hacer eso; ya sabéis que nuestro señor no soporta, cuando él participa, que le quiten su protagonismo: le amarga reconocer que vos interpretáis mejor que él. Y él manda…nosotros somos meros acompañantes y nuestras indicaciones han de ser siempre expuestas como sugerencias, siempre hemos de cederle el paso y seguirle. Nunca adelantarle. Debemos tener siempre presente nuestra posición, no os olvidéis de ello. Su humor le juega malas pasadas y podríais perder el puesto, Dios no lo quiera.
-A veces casi lo desearía, papá Haydn. Estoy tan harto de estar encerrado en esta jaula de oro, que no sé de qué sería capaz. Mi mujer me envía larguísimas y lastimeras misivas, hace tiempo que no veo a mis hijos y casi no me van a conocer. ¿Cuánto tiempo hemos de seguir aquí? ¿Por qué no nos dan permiso para visitar a la familia? Esto pasa de castaño oscuro, no sé si habéis escuchado algunos comentarios, pero en general, hay muy mal ambiente entre la orquesta.
-No habléis así, Anton, que conozco los problemas que os aquejan, y los hago propios; trabajo en una idea que podría solucionarlos y hacer que regresásemos a Viena. Todos los músicos lo agradecerían, lo están necesitando, y ¡por todos los santos! Yo también lo ansío: un poco de cambio no nos vendría mal. Mi mujer podría salir de paseo y dejarme en paz por algún tiempo, no creáis; y a mi me gustaría echar unas parrafadas con otros maestros de la Tonkünstler.
-¿Es cierto, maestro? Oh, si fuera como decís, sería magnífico, no sabéis cómo necesito ver a mi familia, pero no sólo eso, necesito el contacto con otros músicos en Viena, aquí estamos muy aislados…
-Ciertamente, ciertamente. Sois joven y necesitáis movimiento, pero refrenad vuestras ansias, todo llegará. ¿Habéis tenido alguna vez contacto con la Tonkünstler-Sozietat? Allí se celebran reuniones de músicos vieneses, a mi me han propuesto una composición, y estoy trabajando en ella, un oratorio sobre un texto de Gastone Boccherini.
-¿Boccherini? ¿No vive en España?
-No, ése es su hermano Luigi. Gastone ha escrito un texto, Il retorno de Tobía, y ya tengo bastante avanzada la música. Pero no lo comentéis, porque mi contrato me impide componer para otros, y aunque espero cambiarlo pronto, aún no me es posible. Así que lo tendré que guardar para más adelante o hacerlo con mucha discreción.
– Ya, ya. ¿Es cierto eso que cuentan de vos, papá Haydn, que Bernardon, el actor y comediógrafo le contrató después de oír vuestra música por la calle?
Franz Joseph rió de buena gana.
-Si, es cierto, es cierto. Fue muy curioso. No podríais imaginar la escena: Bernardon tumbado por el suelo haciendo como que nadaba por el mar y yo tratando de simular el sonido de las olas al clave. ¡Lo que nos pudimos reír! Y lo gracioso fue que le gustó tanto que me contrató para poner la música a la obra. Se llamaba…El diablo cojuelo, sí. Pero hablemos de otra cosa: estoy trabajando en una sinfonía en cinco movimientos…
-¿Cinco, maestro? ¿Cómo es eso?
– Vaya, no sé por qué os extrañáis tanto; a Tomasini le ha pasado lo mismo cuando se lo he comentado… ¿cuál es el problema? El cuarto movimiento se disocia en dos, uno rápido y otro lento, que lleva a un final donde cada uno va acabando su parte y marchándose. ¿No le parece muy sugerente?
-¡Ya lo creo…! Pardiez, maestro, ¡y tan sugerente! Si el príncipe no lo entiende, es que realmente es torpe, con todos mis respetos. Hoy ha estado algo brusco y desagradable, ¿no creéis? En fin, creo que es una buena idea y quiera el cielo que sirva realmente para algo.
Se separaron, y Haydn volvió a sus aposentos, -no se escuchaba nada que indicase que su esposa estaba por allí, afortunadamente- ya que aún le quedaba tiempo antes del concierto del mediodía, y trató de seguir con su composición. El primer movimiento ya lo tenía bastante avanzado y anotó ideas para el segundo y el tercero. El minuetto casi lo tenía acabado en mente.
Durante el concierto del mediodía, mientras los príncipes y sus invitados almorzaban, procuró estar muy atento y sonriente, y saludar respetuosamente a todos, tratando de evitar que el enfado del príncipe se disipara. El príncipe parecía más atento a su esposa, por el momento. Por la tarde volvió a trabajar en la sinfonía. La melodía final le rondaba pero no acababa de perfilarla. Tuvo que interrumpirse porque le llamaron para atender a uno de los violinistas, que al parecerse encontraba enfermo; le visitó, pero le pareció que su enfermedad era más inquietud que otra cosa, aun así, llamó al médico de palacio que les atendía. Por su contrato, Franz Joseph debía de ocuparse de todo, absolutamente todo lo relacionado con los músicos, la música, escenarios y llevar el control de los gastos y de las ropas…en fin, algo así como una especie de mayordomo musical.
IV. Finale – Presto
Dos semanas más tarde, Haydn había terminado su sinfonía y ensayado con su orquesta. Y llegó el momento de su presentación pública. Soplaba el viento del norte, ya hacía varios días que las temperaturas habían bajado bastante, y realmente aquella era una noche desapacible. Ardían fuegos potentes en las chimeneas y estufas de las habitaciones. Franz Joseph estaba muy inquieto, y Tomasini también. En realidad, todos los músicos estaban inquietos, pero lo que Haydn temía era que algo fallase o sencillamente, que el príncipe tomase a mal la sugerencia o no la llegase a entender. Los príncipes viven en otros mundos. Tras la cena, que apenas pudo engullir, y que despachó en seguida, con gran disgusto de su esposa, que le zahirió constantemente, reprendiéndole por casi todo lo que hacía. Incluso llegó a contestarle algo desagradable, a tal punto le trastornó aquella arpía. Él, que siempre era tan comedido, la mandó al diablo, harto de escuchar sus cantilenas. Ella le fulminó con una mirada asesina pero finalmente calló, algo sorprendida, ya que no estaba habituada a que su esposo le levantase la voz.
El Príncipe Nicolaus, la princesa y sus invitados fueron ocupando su lugar en la sala de conciertos, que se mantuvo en penumbra, salvo la iluminación de la orquesta, por petición especial de Haydn; los músicos se removían, inquietos, en sus asientos. Comprobaban el estado de sus velas, de las partituras, afinaban una y otra vez sus instrumentos. Papá Haydn fue uno por uno, dándoles instrucciones y tratando de transmitirles confianza, una confianza de la que no estaba muy seguro de poseer.
Comenzó la sinfonía. La música fluía vivaz, alegremente, todos parecían compenetrados, y Franz Joseph fue olvidándose paulatinamente de todo y sumergiéndose en la melodía, siguiéndola con su cabeza, su mano y el arco de su concertino, hasta que desapareció su rigidez y se sintió, como siempre, absolutamente pleno de gozo, disfrutando del torrente de notas, de las armonías, de los contrapuntos, el ritmo le hacia volar, respiraba profundamente y viajaba muy lejos, como en un sueño. Olvidó al príncipe, al palacio, a su detestable consorte, olvidó los problemas, el frío,…todo. Simplemente siguió el fluir de la música, su música, que pasaba de su mente a sus manos y su violín, y de él a las manos de su orquesta, que le seguía, también ya ciegamente, formando un todo indivisible, una especie de magma fluctuante, absolutamente espiritual, ajeno a la materia, incluso a los instrumentos, que producían sus vibraciones tan adecuadamente que parecía que siempre hubiese sido así.
El príncipe también estaba embelesado. En el extenso adagio se relajó un poco, cambió de postura, miró a su esposa, que estaba arrebolada y cuyos ojos brillaban, reflejando la luz de las múltiples velas que tenían los músicos, creando un espacio algo irreal, onírico; todos se movieron un poco en sus asientos, se miraban de reojo y alguno dirigió la vista a los invitados y a los príncipes, quedando satisfechos de verles atentos y disfrutando. Llegó el minuetto, y volvieron a animarse las miradas del público; Franz Joseph estaba imparable, sudaba, pero no se daba cuenta, se encontraba muy a gusto, introducir las trompas en este movimiento había sido una buena idea, causó una sorpresa agradable entre los oyentes, casi parecía que fueran todos a ponerse a bailar.
IV. Finale – Adagio
Llegó la parte final, dividida en dos tiempos. Comenzó alegre, repitiendo la frase inicial, hasta que poco a poco, al llegar al segundo tiempo del que apenas hubo separación, se fue tornando triste, decayendo, como las hojas del otoño y el viento que soplaba fuera. Hubo un unísono: y lentamente, cada grupo instrumental, al ir finalizando su frase, apagaba sus velas. Se levantaban, muy discretamente, e iban saliendo de la sala. Papá Haydn los había colocado de tal modo que, por una vez, su posición en la orquesta coincidiera con el orden de salida, como una fila de dominó. El Príncipe se removió, inquieto, en su asiento. Miró a la Princesa. Ambos miraban atentamente a la orquesta. El resto de invitados se miraban entre sí, y no acababan de comprender. Haydn estaba ahora algo más tenso, vigilante, controlando que todo fuera como había programado. Ahora las trompas, después los bajos, luego las violas, los violines…la melodía iba sonando cada vez más solitaria, más pausada, cada vez eran menos instrumentos los que sonaban. Y poco a poco, el escenario iba quedándose vacío y oscuro, hasta que sólo Tomasini con su violín y él mismo con su concertino quedaron en escena. Sólo sus dos velas iluminaban la sala, sumida ahora en una penumbra casi total. Finalmente sonaron las últimas notas y ambas velas fueron apagadas: se produjo un silencio. Durante unos momentos, Haydn notó los latidos de su corazón, muy rápidos, y cerró momentáneamente los ojos. Fue un instante. Los aplausos brotaron inmediatamente, primero de las manos del Príncipe, y después de toda la sala. Entraron lacayos con candelabros y se hizo la luz. El público se levantó tras los anfitriones, y comenzó un rumor que se convirtió en fragor porque todos hablaban a la vez. Circularon las copas de licor y hubo brindis y gran animación. El fuego de las chimeneas chisporroteaba, alimentado frecuentemente por los lacayos.
Tomasini se retiró discretamente, pero Haydn quiso saludar al príncipe y tratar de ver cuál había sido su reacción. Se acercó a él con una expresión amable, aunque algo tensa, y le hizo una reverencia; el Príncipe, sonriente, le rozó levemente el brazo con el que aún sujetaba su violín, diciéndole: Maestro, le felicito por su puesta en escena; y ya que todos se van, habremos de irnos también nosotros ¿no creéis ?Preparadlo todo: mañana volvemos a Viena.
Papá Haydn suspiró. El cielo me ha oído. Adiós, Esterháza, ¡Viena, por fin!
***
Fuensanta Niñirola
______________
Nota
Texto publicado anteriormente en “EL CUENTO DE OTOÑO y otros relatos”, Ediciones Evohé, 2011 [Resultado del III Concurso de Relato Histórico de Hislibris].
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