El niño que quería ver el mar – Pedro García Cueto [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»]

El niño que quería ver el mar – Pedro García Cueto [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»]

El habitante del Otoño – Número especial

Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»

 

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El niño que quería ver el mar

 

La primera vez que lo vi, no me fijé en él. Era el primer día de clase, a finales de Septiembre y no era todavía consciente de los rostros de mis alumnos y sólo era capaz de mirar a mi alrededor como si se tratase de un público, con sus esperanzas y sus futuras decepciones.

Llegué a clase con el ímpetu acostumbrado, contando mi experiencia docente a niños que me miraban asombrados y temerosos al mismo tiempo, midiendo mi presencia en el ambiente.

El instituto tenía el aspecto de un hospital, nada en él te hacía imaginar un lugar de estudio, sino de espera, de incertidumbre ante la llegada del médico que te explica la mejora o el empeoramiento del paciente. Tenía grandes ventanas que ofrecían un aspecto exterior poco bello, el de un edificio en construcción, tras la enorme reja de la entrada. Para salir de allí, era necesario empujarse con brío, ya que una pendiente y el enorme viento que nos depararía el largo invierno de la Sierra madrileña nos impedía la escapada.

El edificio tenía paredes grises y verdes, de un verde pálido que no  merecía la atención. Era fácil perderse en los tres pisos en que estaba dividido el centro, en el piso bajo, las clases de los más pequeños, en el segundo la secretaría, la jefatura y las aulas de tercero y cuarto,   arriba   los bachilleratos. El pasillo de los tres pisos parecía un enorme túnel, donde el tiempo parecía extenderse, interminable, entre clase y clase.

La clase tenía tres filas, donde 22 niños me miraban con inquietud. El ritual de conocer los nombres a través de los ojos de los niños me pareció siempre cansino y absurdo. Pocos días después tuve fotografías y pude detenerme en los rostros, sonrientes, de los niños, sin percibir todavía la singularidad de Hugo. ¿Quién era Hugo? Pretendo contaros cómo su presencia empezó a calar en mí, dejando una huella inolvidable. En la fotografía percibía un rostro anodino, como otros muchos, pero en persona, el mundo dejaba un espacio sin resolver, tal era el misterio que aportaba.

El curso empezó con el entusiasmo habitual: nuevos profesores, nuevos saludos y presentaciones que hacían más fácil la experiencia de lo nuevo. Algunos profesores tenían su sala especial para fumar, como un recinto que al entrar te envolvía en una cortina de humo, donde se oía esa ya escuchada queja hacia los alumnos y sus problemas de conducta.

Hugo se sentaba en la tercera fila, era moreno y llevaba gafas, hasta algún tiempo después no me fijé en sus labios, agrietados siempre por el frío y en sus dientes, donde se reflejaba el descuido de la falta de atención de sus padres. Los niños de la clase, en su incipiente crueldad, sentían ya deseos de ver sus dientes, como motivo de burla y diversión.

Cuando empecé a conocerle, supe que sus silencios eran largos porque vivía en otro espacio, en un mundo habitado por sus propias fantasías.

Era fácil darse cuenta de la falta de reacción ante cualquier mandato o petición que le hicieses, cualquier otro niño hubiese reaccionado con mayor celeridad de la que Hugo tenía. Habitaba en un laberinto donde las voces de los otros necesitaban ser codificadas para llegar de nuevo, como respuestas breves, a sus labios infantiles.

El primer suceso ocurrió en la clase, era un día como tantos, donde la rutina nos envolvía a todos, yo trataba de avivar el interés de los niños sobre la importancia de conocer el sentido de un poema de Antonio Machado, que reflejaba la misma monotonía que una clase y un día gris de invierno. Juan, uno de los alumnos ejemplares, miraba a Hugo con especial atención, aquello me pareció singular y le pregunté qué hacía. Juan dijo que Hugo le tiraba besos, la clase empezó a reírse y yo, aligerando una respuesta dije lo siguiente:

Vamos a ver, Hugo no te tira besos, estará moviendo los labios. ¡Venga, seguir con el libro!.

Aquello no pareció convencerles, porque era evidente que Hugo tiraba besos. Juan le dio un empujón a Hugo y éste le insultó con su voz fina, de timbre curioso, como si se tratase de una voz de niña, frágil, como si fuese a romperse, haciéndose añicos en el rostro del pedante niño.

Todos  hicieron  un  frente  contra  Hugo  y  supe  ya, sin que nadie me lo dijese que se trataba de un niño considerado “especial”.

La clase entró en franca batalla con Hugo y era habitual ver los insultos por el pasillo o los empujones que los “educados” niños daban a Hugo. Era curioso verle caminar por los pasillos, lo hacía con cierta cadencia, se inclinaba al andar e iba más despacio que sus compañeros. Yo era enormemente paciente cuando los demás niños salían del aula y yo, obligado a cerrarla con llave, esperaba que Hugo colocase sus libros, siendo costumbre que perdiese algo o lo dejase olvidado en el aula.

Lo importante era verle correr, movía los brazos como si fuese a volar, yo pensaba que el niño era un pájaro enjaulado en ese recinto lleno de pasillos monótonos, de barrotes que franqueaban el exterior y  hacían aquel lugar  una especie de reformatorio para menores. Hugo parecía filtrase en el aire cuando corría por el patio, solo, envuelto en alguna fantástica aventura. Le oía parlotear consigo mismo, en palabras ininteligibles, por la finura de su voz, cuando hacía guardia en el patio.

En la primera reunión que tuve con los orientadores del centro, supe que Hugo tenía el síndrome de Asperger, un problema de conducta poco estudiado todavía, que representaba un 40% de minusvalía. Saber aquello me hizo mirar al niño de otra manera, destinado a protegerle ante tanta adversidad. Este problema derivaba en una inclinación del niño a los insultos a sus compañeros o en  mostrar  su  presencia  tocando a las chicas, como si fuese un juego más.

Todos los sucesos me llegaban a mí con rapidez, ya que era tutor del grupo. En las sesiones de tutoría hablaba con ellos del respeto a los demás, pero ellos alegaban que él insultaba primero. Les decía, cuando el niño no estaba en clase que su universo era distinto o que, al menos, tenía otra forma de responder al mundo exterior. Los niños se quejaban y no entendían todo aquello.

Hubo entonces una solución provisional a los problemas en la clase, se trataba de buscar algo que Hugo quisiese hacer y que fuese admirado por los compañeros. Descubrí que, a través de las redacciones, Hugo se sentía ocupado y centraba su atención, pareció un buen medio para que los demás alumnos le aceptasen. Antes de acabar la clase, leía Hugo sus redacciones y nos deslumbraba con un mundo de magos, elfos, duendes, donde todos los compañeros eran protagonistas. Le enseñé a no criticarlos en las historias, sino a describirlos en sus aspectos más positivos. Todo ello motivó que otros compañeros quisiesen leer las redacciones del niño.

Hugo era muy hábil en escribir poesía, creando su propia estética del poema, creaba, con las iniciales de cada verso el nombre de uno de los profesores que tenía y les regalaba los poemas.

Todo parecía entonces solucionado, pero Hugo no había dejado de perseguir a alguna compañera o  insultar a  alguno de ellos. Comprendí que Hugo entendía aquello como algo divertido y no rechazable.

La crueldad humana afloraba ya en los niños, pues Hugo no era el único caso de agresiones, Carlos, un chico de cuarto de la E.S.O., gordito y tímido que aguantaba los insultos de algunos grandullones que campaban por sus anchas, impunes y holgazanes, en el centro.

Hugo se quejaba de esa crueldad y no podía evitar sentir pena ante la fragilidad de aquellos niños. Sorprendí alguna vez a los compañeros apretando los frágiles brazos del niño, o quitándole las gafas para que no pudiese ver. Yo les reprendía e informaba al jefe de estudios, pero nunca se tomaron verdaderas medidas contra esos problemas.

A veces, hablaba con Hugo en el departamento, cuando había tenido problemas con sus compañeros. Me sentaba frente a él y le miraba, Hugo era consciente de que insultaba a los otros, propiciando la cruel respuesta de ellos, pero, al regañarle, bajaba el rostro y los cristales de sus gafas parecían difuminarse. No contestaba, estaba, sin duda, frente a mí, pero yo no estaba en su universo.

Era una mañana muy fría, gélida incluso, en pleno invierno, cuando vi a Hugo sentado en las escaleras, más pronto de lo habitual, con su mochila semivacía, porque alegaba que le robaban libros. Al verle, le miré como siempre, buscando las razones de su pesadumbre, inquieto ante su desazón y su  soledad. El niño, ataviado  con  un  jersey  viejo  y  una cazadora fina, impropia para aquel día, me dijo lo siguiente:

– Profe, quiero irme de aquí.

Yo le pregunté si se encontraba bien y él me respondió, con su voz de niña y su mirada perdida.

No lo sé.

La forma de hablar, casi gimiendo, me llegó al alma. El niño estaba allí, desvalido, en una soledad inmensa, ante un día gris que sería tan difícil y cruel como los anteriores. Quise acercarme y coger sus manos finas y pequeñas para darle el calor que necesitaba. Pero, es extraño, no lo hice, me alejé sumido en mi penumbra y mi miseria, diciéndole tan sólo:

No te preocupes, todo se arreglará.

Siempre me he preguntado por qué no le di la ternura que necesitaba y la respuesta es siempre la misma, un miedo a ir más allá y comprender su mundo interior.

Fue ya en Febrero cuando supimos que Hugo iba a irse pronto de allí, tuvimos una reunión con sus padres y éstos dijeron que se marchaban a vivir al mar. Hugo nunca había visto el mar y su madre me contó, emocionada, que el niño había estado con ellos, viendo la nueva casa y había corrido punta a punta de la playa, como si fuese un ángel, envuelto en la brisa que un mes invernal dejaba en sus mejillas y en sus finos labios agrietados.

Supieron entonces que el niño era feliz  lejos del  mundo donde estaba, en un lugar donde el niño podía ensanchar sus pulmones y sus brazos para elevarse como si tocasen el cielo y el mar a un tiempo.

Fue entonces cuando Hugo parecía más tranquilo, sin decir nada a sus compañeros, parecía envuelto en un mar de agua salada, cuyas olas ya le recogían con la suavidad del día de la primavera venidera.

A veces, me detenía a mirar las montañas en los recreos, mientras Hugo, ya menos solo, hablaba y jugaba con algunos chicos de cursos superiores. Supe entonces que también existía la bondad entre aquellos jóvenes alumnos. Me sentía más realizado, como si ya no necesitase tanta protección de los adultos y pudiese, por fin, bajar la guardia.

El día en que Hugo se fue está muy presente en mi memoria. Fue a principios de Abril, Hugo hizo la última redacción en clase, hablaba del respeto entre compañeros y me pareció muy adecuada para un momento tan especial. Le pedí a Hugo que la leyera, con su voz suave, fue increíble ver acariciar las palabras del niño sobre las líneas del papel, como si fuesen terciopelo.

Todos los alumnos prestaron atención y un gran silencio, inusual en la clase, demostró el afecto hacia el niño que los alumnos, sin querer reconocerlo de otro modo, habían sentido hacia el niño diferente.

Cuando Hugo empezó a leer, pude contemplar en  las ventanas el paisaje de la incipiente primavera que se filtraba hacia los niños, con un sol cuya fuerza se impregnaba en los rostros limpios de los adolescentes.

Todos aquellos niños normales, muchos de ellos consentidos por sus padres, eran, por primera vez, sensibles a la voz frágil de Hugo, a su mundo de fantasías que, como un milagro, se hacía extensible a todos, al paisaje que nos rodeaba y a nuestros corazones, henchidos de emoción.

Fue el último día y Hugo se fue con sus padres, caminando con su tierno balanceo, me miró al irse y diciendo un “Adiós, profe” supe que yo era parte de su ser y me sentí mejor persona.

Cuando volví a clase, los niños me miraban y no pude evitar que una lágrima resbalase en mi mejilla. Quise volver al libro, pero se empapó la página, porque era una lágrima profunda como el mar de Hugo.

Nunca me sentí mejor profesor que aquel día cuando los niños habían comprendido que no todos somos iguales y eso no era motivo para la crueldad. Recibí una postal poco después, donde un poema con mis iniciales en el comienzo de cada verso, me traía recuerdos de un tiempo compartido. El mar me sonreía y detrás, pensé que un niño con alas hablaba con las olas y se sentía mejor, estando más cerca del universo que tanto había amado.

Fue un año inolvidable, Hugo estaría siempre en nuestro corazón.

 

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Pedro García Cueto