L`ongle – Íñigo Palencia [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»
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Andrea d’Agnolo di Francesco di Luca di Paolo del Migliore Vannucchi, detto Andrea del Sarto – Il Cenacolo [1511 – 1527] [detalle – Museo del Cenacolo di Andrea del Sarto, vicino alla chiesa di San Salvi, a Firenze]
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L`ongle
Tengo la uña hecha una mierda. En realidad debería decir las uñas, porque ya son varias. La primera, porque todo tiene un principio y por algo hay que empezar, fue la del dedo índice de la mano derecha y luego ha ido extendiéndose por el resto. Pero ésa, la primera, está hecha una mierda. Y todo por culpa de una maldición.
Porque a lo mejor debería empezar con un regalo, o con una fiesta o, incluso, con una nevera, pero prefiero hacerlo por mi uña, que es lo que me preocupa más.
Mi uña empezó agrietándose sin previo aviso. Me di cuenta una mañana, después de lavarme los dientes. La queratina de la capa exterior decidió desintegrarse poco a poco. En pocos días, la superficie dejó de ser lisa y aparecieron rugosidades que empezaron a mancharse de un gris verdoso, semejante al tejido putrefacto. Intentar limpiarla no servía de nada. La fricción del lavado aceleraba la pérdida de queratina y el gris en descomposición seguí ahí, así que me tuve que resignar a tener una uña manchada. Después perdió la media luna de color claro de su nacimiento. Éste creo que fue el momento de su muerte. Pasó a ser tejido muerto y dejó de crecer. Por último, empezó a perder su curvatura y a separase de mi piel. Se levantó de los extremos y dejó al descubierto la carne que debería cubrir. Ahora está casi negra y a punto de caerse. No duele, pero es asqueroso.
Este mismo proceso se desarrolla también en las uñas del dedo corazón, pulgar y anular, por este orden. Y esta mañana me he dado cuenta de que acaba de empezar en la del meñique.
Siempre se aprende algo. Y la lección de todo esto ha sido que nunca más volveré a regalar un juego de letras imantadas. Inocente de mí, me pareció un buen regalo para la inauguración de la casa de Fernando.
Mi amigo Fernando se compró una casa de las de toda la vida hace unos meses. Poco sé de la casa. Él dice que es del siglo XIX o, por lo menos, eso le dijeron al comprarla, pero parecen demasiados años. La ha reformado por completo y ha trabajado como un esclavo para hacerla habitable. Un buen día decidió hacer una fiesta de inauguración y allí me presenté yo, con una botella de whisky de malta y con un juego de letras imantadas, de esos que se pegan al frigorífico y sirven para dejar mensajes, tipo: “no queda leche” o “comprar puerros para las lentejas”.
Siempre quise tener un juego de ésos, por hacer la coña, porque tampoco le veía la utilidad por ningún lado. Por eso se lo regalé a Fernando, porque era algo estúpido que a mí me hubiera encantado tener.
La fiesta fue bien. Comimos poco y bebimos mucho. Y cuando todo el mundo iba ya lo suficientemente colocado, me fui hacia el frigorífico y abrí el regalo. En principio me sorprendió la cantidad de palabras y letras sueltas que había dentro de la caja. Las combinaciones deberían ser casi infinitas, y las frases podían ser muy largas, así que me puse manos a la obra. Me sentía un Baudelaire cualquiera practicando la escritura automática:
“El perro se enfría pero la ley de la calle permanece indolente”
“Esperad el fin, mientras las alubias crezcan cerca del coche”
“Las aguas desaparecieron por el humilladero”
“El bien no estorba porque las bicicletas se han quedado sin resuello”
Llegó un momento en el que se me agotó el whisky pero no la inspiración. Fui a servirme otro, y cuando volví al frigorífico todas las letras estaban desordenadas. Mis frases habían desaparecido en el abismo de lo incompresible. Sólo había formada una palabra: “NO”, y yo no la había compuesto. Me pareció raro, pero también iba muy borracho, así que no le di la mayor importancia, y continué:
“Agria la leche el fuego encendido en la ventana”
“Las nubes soplan olores de rancio sentido”
“Cortaron las alas al fregadero. Pobre intestino grueso, solo y vacío”
Y de repente, delante de mí, otro “NO”. Me quedé pensando si yo era el autor de tan escueto mensaje cuando, ante mis ojos, todo empezó a desordenarse. Las letras y la palabras dejaron libre el centro de la puerta del frigorífico y el “NO” bajó hasta ocupar este espacio ahora vacío. Mis intentos por parar esta hecatombe fueron vanos. Por más que intenté sujetar las letras, éstas se me escurrieron entre los dedos con una fuerza inusual, y por más que intenté volver a traerlas al centro, una fuerza invisible las mantenía alejadas de todo sentido. Con la mano derecha golpeé la puerta del frigorífico varias veces. Entonces sentí como si otra mano helada agarrara mi puño y lo inmovilizara. Después de eso se fue la luz. Y por mucho que Fernando trasteó entre fusibles y diferenciales, por lo que aquella noche respectaba, no habría más corriente.
Nadie había visto mi enfrentamiento con la nevera, así que no dije nada. Pero sabía que aquel corte de luz no era más que otra estratagema para que no pudiera seguir construyendo palabras.
Salimos a la calle y continuamos la fiesta en un bar.
Al día siguiente fue cuando me di cuenta de que la uña de mi dedo índice empezaba a irse a tomar por culo.
A los pocos días tomé café con Fernando y me dijo que creía que en su casa había fantasmas. Que los mensajes que se dejaba a sí mismo en el frigorífico desaparecían. No quise asustarlo, pero le dije que mejor olvidara las letras.
Ahora que tengo las uñas perdidas, sólo espero no perder la mano entera, porque debajo de mi uña suelta del dedo índice empiezo a ver la piel con manchas grisáceas y empiezo a notar un olor extraño.
Putas letritas.
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Íñigo Palencia
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