Otoño – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XVII] – Tomás Gago Blanco

Otoño – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XVII] – Tomás Gago Blanco

Otoño – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XVIII]

*

*

La luz de la mañana sorprendió al viajero mientras caminaba por la aguda pendiente con la mirada baja para cortar el viento y resguardar la cara. El camino estaba lleno de palabras, eran hojas del otoño que menguaba, como palmas extendidas a la espera de la mano amiga, la caricia ausente, el gesto conciso del saludo.

Había palabras solitarias, muchas, más de las que pudo imaginar, y pensó en la soledad de los que las dijeron. Otras, unidas por un pequeño vínculo que las mantenía con firmeza sobre la tierra, desconocían la ausencia de quienes las habían compartido.

Palabras diminutas de niños asomados a la vida, de viejos rencorosos, de jueces y mendigos. El camino se cubría del color del oro viejo con las hojas posadas por la lluvia. El viajero paró un instante su camino y recordó los libros de su infancia. Añoró las palabras que en la escuela escuchaba a sus amigos, las de los cuentos infantiles y juegos en la plaza.

Quiso volver a leer lo que tantos dejaron abandonado y buscó las más hermosas, eran palabras conocidas, “amistad”, “amor” “compañía”. A su lado vio una hoja diminuta, “sí”, y otra larga, “electroencefalografista”. En un borde del camino, casi oculta estaba “humildad”, y en el centro mismo de la ruta, repetida, “egoísmo”, “egoísmo”…

Después tropezó con “rencor”, con “odio” y con “falsedad”.

Las palabras perdidas que nunca fueron escuchadas tenían un verde oscuro en su centro, como un alma diminuta de promesa. Las que incendiaban los ojos al decirlas se levantaban imperiosas con el viento pausado de la aurora, incapaces de cambiar su conducta.

Buscó algunas que conocía demasiado, no las vio dispersas al azar de la nada, eran, “poder”, riqueza”, “autoridad”, “soberbia”, ninguna estaba. Continuó su camino y las palabras eran infinitas, muchos hombres debieron pronunciarlas. Muchos dejaron ese rastro que el viento y la lluvia convertirían en estiércol, y en simiente de primavera.

Al doblar un recodo descubrió “poder”, más allá “autoridad” y “soberbia”, todas salidas de la misma mano muerta, que las había retenido con fiereza hasta el final de la vida.

Decidió guardar las más hermosas para mostrarlas a los que vería después, y se llenó los bolsillos de palabras, primero las que tenían olor a jara, las rosas blancas y rojas, las que duermen a los niños con la nana, las que tienden la mano a los enfermos, las que sonríen, las que llaman. También guardó algunas que le quitaban el sueño, otras que detestaba. Todas eran iguales pensó por un momento, es quien las pronuncia el que las envilece.

Después de algunos pasos su morral era tan fatigoso que tenía que caminar encorvado, y dejó las más repetidas, “dolor”, “desesperación”, “estupro”, “mañana”. Luego pensó que aquellas no eran sus palabras, que no necesitaba lo ajeno, que todo era superfluo. Y comenzó a desperdigar por los prados las hojas de su pelo. Primero las oscuras, “miedo”, “injusticia”, “rencor”, luego las viejas palabras que pocos recuerdan, “rueca”, “compasión”, “lumbre”. Así fue vaciando su mochila, dejó su paso sembrado de palabras sin sentido, de piedras altas y bajas. Al final guardó una única hoja, una palabra, la que siempre ha llevado en su boca y que nunca dice, la que acompaña su viaje, la que ilumina y entristece su cara. La única que es su compañera, su amiga generosa y limpia, que duerme junto a él cada noche, y le coge la mano cuando descansa después de refrescar su rostro en los manantiales de la vida, bajo la sombra generosa de un árbol o al sol que entibia la mañana: “soledad”.

***

Tomás Gago Blanco

About Author