Un regalo en el olvido – Teresa García Ruiz [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]
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El habitante del Otoño – Número especial
Primera Antología breve de cuentos y relatos breves – «Jinetes en la tormenta»
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Un regalo en el olvido
En el jardín de mi vecina hay muchas flores muy bellas, sus favoritas son las que atraen a las abejas. A mi me gusta eso, porque justo en el techo de mi casa tengo una colmena. No… No le he dicho a nadie que la tengo. Vendrían los soldados a incinerarla. Sólo ustedes lo saben, y para contarles esta historia, les he traído un litro de miel; panecillos y nata, también.
Esperen un poco y extendemos el mantel. He traído servilletas de algodón, están húmedas, las tengo en esta nevera de unicel; son para limpiarnos las manos, porque la miel escurre y se pega. Bueno, eso ya lo saben.
Como para todo lo mejor en la vida, hay que esperar. Esperar es un regalo, ¿sabían? A veces esperar es un regalo más grande, que cualquier cosa que podamos dar. Cuando viví en el campo me di cuenta de lo que vale. Y aquí en donde vivo ahora, descubrí que también es bello esperar sin esperar, como si se te hubiera olvidado eso que quieres, hasta que se te olvide de verdad. Ya verán.
¿Saben lo que significa esperar tres días a que brote una semilla, oculta dos veces su tamaño, debajo de la tierra, y luego esperar a que crezcan los cotiledones, salgan más hojitas y esperar varias semanas o meses, para comenzar a consumir albahaca, manzanilla o espinaca? Y mientras eso sucede, ¿qué he comido? No se preocupen. Cuando vivía en la ciudad, antes de ir al campo y volver, tampoco pensaba en eso. Ahora pienso en tantas cosas… que ya no sé qué pensar sobre eso de pensar. ¿Les ha pasado?… No importa.
Espero que me digan algo después de probar esta miel. Aquí está. Esto que ven envuelto en papel estraza es un tarro. Es de vidrio y le cabe un litro. Antes llevaba duraznos en almíbar. Eso comí durante las últimas semanas y lo he lavado muy bien.
Disfruté mucho los años que viví en el campo, pero ya ven que estoy de vuelta en la ciudad y lo único que me queda de ese tiempo es la colmena. Desde el primer día y durante dos semanas, a partir del momento, en el que la puse en el techo, poco a poco, la comunidad de abejas se mudó -sabrá Dios a qué lugar. Era obvio, pero como yo siempre hablaba con ellas, creía que eran amigas, y no lo pude imaginar. Tan tranquilas que se veían en el tren… Pero, claro, por aquí no había campo ni flores.
Llegué muy pobre y no tenía ni siquiera para comprar una maceta y semillas. Vivo en un piso frío, en el más alto, antes del techo, de este edificio a mis espaldas, apunto de caer. Debajo de mi, no vive nadie. Tardo una hora en subir los 253 escalones.
Pude elegir otro apartamento, pero quise el de hasta arriba, para sentir el sol durante el día, y ver las estrellas por la noche. Ilusa de mi. Con tanta luz de esta ciudad, pocas veces se ven las estrellas. De todos modos, cada noche, antes de dormir, espero con la mirada al cielo, ver alguna fugaz. A veces lo logro y a veces no. Lo mismo me pasa con los sueños. Aprieto los ojos para encontrar una lucecita al centro de mis párpados oscuros; a veces lo logro y a veces no. Si localizo ese brillito, me distraigo tanto, en el afán de no perderlo, al ver como se expande y se enjuta, que me duermo muy tarde, y así ya no puedo soñar. A la mañana siguiente, no quiero despertar, entonces me pierdo el amanecer, y eso es muy peligroso para quien ya tiene muy poco quehacer. Hay que ser mesurado con todo lo que a uno le gusta. ¿Lo ven? Por tener más de una cosa, puedes perder otra y así se nos va la vida.
Esperar me gusta. Nunca sé exactamente si lo he hecho de modo excesivo, escaso o suficiente. Pero me animo a practicar. Es mucho lo que pienso mientras veo la oscuridad. Es como si acompañara a la noche a que todos apaguen sus luces para que pueda lucirse y abrigar. A nadie le gusta vivir sin oficio ni beneficio. La noche es igual; ella quiere cobijar sueños y calmar angustias.
Se preguntarán cómo es que volví a tener abejas. Pues resulta que una noche de esas, mientras contaba el número de luces que se apagan, en las casas y edificios; hasta la última de mi barrio, donde alcanzo a mirar; vi que mi vecina tenía la luz de su jardín encendida. Me pareció extraño y la escuché llorar. Regaba el césped con chorros de agua a los que se sumaban sus lágrimas, y de pronto, la oí gritar: “¿Qué nunca va a nacer siquiera una flor silvestre en este jardín?”. Era verdad. En todo su espacio verde no había una sola flor. Para entonces, yo seguía con mi colmena abandonada. Sentí una compasión enorme, y al día siguiente salí a la calle dispuesta a encontrar ramos de flores secas, en los tambos de basura de todo lugar. Encontré cientos de ellas de todos colores; la mayoría llena de humedad. Estaban recién sacadas de los floreros, así que otra vez, tendría que esperar; ponerlas al sol en el techo de mi casa, y esperar… Esa fue la primera vez que me di cuenta de que la sequía tenía un regalo escondido. El sol ardiente las podría secar.
Cuando al fin pude extraer las semillas de las flores, las envolví en papel periódico, por especie, y se las regalé a la vecina. Jamás supo quién se las regaló. El sobre en su buzón solo decía: “Semillas de flores para su jardín” -lo escribí así con un trozo de carbón.
La vi regar durante semanas, hasta que volvieron las lluvias. Poco a poco aparecieron flores de todas formas y colores. Hacía tiempo que yo sabía que eso faltaba para que volvieran mis abejas; faltaban flores, muchas flores. Pero cansada de tanto esperar, para cuando vi a la vecina llorar, lo había olvidado. Estaba tan concentrada en curar su lamento y ver sus flores crecer que ya ni me acordaba de mi caja vacía. Y ya ven, entre las cosas que pienso, anoche pensé: también es bueno esperar sin esperar.
Sucedió por sorpresa: al subir para barrer el techo otoñal del edificio donde vivo, me encontré la colmena escurriendo miel. Aquí está. Por primera vez en tres años tengo algo que dar. Aquí está.
Así terminó su discurso. Sólo estábamos mis muñecas y yo sentadas a alrededor de la anciana, junto a la pequeña nevera de paños húmedos y la canasta de pan y miel. La escuché mientras esperaba a mis padres volver. Destacaba entre sus manos el tarro envuelto en papel. Las palomas de la plaza volaban a nuestro alrededor. Cuando se dispuso a untar miel en un pan para ofrecerme, me levanté hacía mis padres, los llamé a gritos. Ellos estaban a unos metros en el intento de comprar nieve. Abandonaron la larga fila donde esperaban, y desde entonces, la anciana es nuestra amiga. Cada mañana se levanta antes que todos los del barrio, para ver el amanecer y luego barrer la acera de su edificio; después va a los tambos de basura por flores que pone a secar; les saca las semillas y las vende, o las regala si no le pueden pagar, y a cambio tiene mucha miel.
Desde ese día, espero seis meses, dos veces al año, para hacer unos ricos postres de miel. Han pasado muchos años de eso. Entonces, yo soñaba con crecer y tener un esposo. Un día olvidé ese deseo y para sorpresa mía, ¿quién quien que llegó ayer?. Pues él, un hombre muy lindo a quien le encantan los postres de miel.
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Teresa García Ruiz
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Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo
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