La peregrinación del Príncipe Ahmed – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XV] – Estrella del Mar Carrillo Blanco
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La peregrinación del Príncipe Ahmed – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XV]
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LA PEREGRINACIÓN DEL PRÍNCIPE AHMED
El príncipe Ahmed se había levantado temprano y había emprendido su peregrinación a La Meca. Decidió ir solo, sin mucho equipaje, únicamente con aquello que pudiese transportar Jalhed, su alazán favorito.
Por grande que fuera su devoción, no dejaba de detenerse en todos aquellos lugares o con grupos de gente que encontraba a su paso.
Así, en una pequeña aldea se topó con unos cuantos hombres que disputaban por unas tierras. Ahmed pensó que si él las compraba y después las arrendaba a partes iguales el conflicto quedaría zanjado. Así lo hizo. Cuando de nuevo emprendió el camino, musitó: «¡Alá es grande!».
Al llegar a la Ciudad Dorada, famosa por su fastuosidad y el buen vivir del que gozaban sus ciudadanos, observó a los jueces de la misma deliberar sobre qué leyes serían las más convenientes para preservar la prosperidad. Puesto que no se ponían de acuerdo, Ahmed decidió dejarles las leyes de su reino. Cuando se marchó, Ahmed pensó: «¡Alá es grande!».
Un tanto agotado del viaje, paró a descansar en un frondoso oasis que encontró a su paso. Había allí un santón que se lamentaba porque sus profecías sólo causaban la irrisión de la gente. Ahmed le dijo que si cambiaba la forma de narrarlas seguramente sería escuchado y las mofas cesarían. Una vez que Jalhed hubo calmado su sed y Ahmed hubo descansado, ambos reemprendieron el peregrinar. Ahmed pensó, ya de camino:»¡Alá es grande!».
Aproximándose a la Ciudad Santa, unas mujeres gritaban e insultaban a otra acusándola de prostituta y de haber seducido a sus maridos. Como no se terminaban de poner de acuerdo sobre su lapidación, Ahmed cogió una gran piedra, la mayor que encontró, y la arrojó sobre la supuesta ramera. Tras él, el resto de mujeres acabó con la vida de la pobre infeliz. Ahmed pensó ya cerca de la plaza donde se encontraba la Ka´aba: «¡Alá es grande!».
Una vez allí, una muchedumbre se apiñaba llorando y gritando desconsoladamente. Entre todos aquellos desgraciados, Ahmed distinguió a los hombres a los que había arrendado las tierras de la pequeña aldea. Sufrían por no poder pagar el arriendo, ya que la cosecha no daba el fruto deseado. Más allá, los jueces de la Ciudad Dorada pedían clemencia por el desastre y la pobreza a la que habían conducido las últimas leyes impuestas. Atrapado por el gentío, Ahmed fue arrastrado hasta un grupo de hombres que ajusticiaba al santón del oasis por considerar heréticas todas sus profecías.
Ahmed, sumido en la aflicción, se acercó a la Ka´aba. Junto a la Piedra Negra, unas mujeres se arrancaban entre ellas los vestidos y se acusaban mutuamente de haber dado muerte a una inocente.
No pudiendo soportar semejante dolor, Ahmed se arrodilló extendiendo sus brazos en el suelo y con los ojos bañados en lágrimas. Pensó en Alá y, como si una brisa del desierto le acariciase el rostro, oyó una voz que le susurraba:
-«¡Ahmed!, ni siquiera Alá puede dirigir el destino y la libertad de los hombres. Aunque sea por la grandeza de Alá».
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Estrella del Mar Carrillo Blanco
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