Moscas – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VII] – Heliodoro Fuente Moral

Moscas – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VII] – Heliodoro Fuente Moral

Moscas – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – VII]

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Cansado, como todos los días a esas horas, se dejó caer sobre el sofá, que acogió su fatiga con un seco rechinar de muelles oprimidos. Estaba molido… No tenía sueño.

En la esquina del pasillo, el reloj marcaba con impasibilidad en su vaivén el latir  uniforme de las horas, los instantes, la vida. El resto era silencio.

Sobre la mesa, aún sucia de migajas y restos de comida, tres moscas dibujaban inextricables senderos con impaciente afán. Ora se detenían en torno a unas gotas de aceite, ora revolaban suspicaces o movían su diminuta trompa, se frotaban sus manos como amasando la felicidad de un minúsculo hallazgo y batían sus alas en ágiles vibraciones como de intenso placer. Entonces se aproximaban otras que provocaban como una salida en estampida, para aterrizar en otro punto y emprender nuevo rastreo impaciente por la mesa, aún sucia de restos y migajas. Era el momento del trasiego en la república de las moscas, seguramente organizado, estructurado y normativizado como todo, en una convivencia en lucha por la subsistencia de tres miserables días.

Estaba cansado. Como todos los días a esas horas. Había tardes en que hasta dormirse un poco le costaba. Tampoco es que la vida que llevaba fuera para tanto. Y, pese a ello, casi todos los días sentía la misma sensación de desaliento, de no poder con su esqueleto, de vacío, en fin.

Aquella mañana había hecho cuatro visitas sin mayores éxitos, como siempre que salía a la calle ya de mala gana y como vomitando hastío. Entrada la tarde, había vuelto a casa con algunas cosillas que a última hora compró en el autoservicio.

      ̶ Esto de las enciclopedias y de los cursos para el Graduado y oposiciones, a mí que no me digan, no tiene futuro, porque no… De ventas puerta a puerta está la gente tan hasta el gorro que ya te puedes enrollar lo que quieras, que al final, cuando les cantas lo de las cuatro mil al mes, se les ponen los ojos enarcados, como amarillos, te clavan una sonrisilla de qué dices, y entonces piensa ya en la puerta, porque estás estorbando o, si no, pierdes el tiempo tontamente. Esto no va, no hay más cuentos…

El reloj del pasillo daba entonces la hora, como con sorna. Sobre la esmaltada esfera, las negras manecillas cortaban como espadas el tiempo y asignaban a los números romanos su participación en el botín con justiciera regularidad indiferente. Al menos allí a todos les tocaba algo, a todos les llegaba su hora y su campana, más pronto o más tarde; y sin hacer nada; y no como a él, que se había pasado la mañana, y cuántas así, pateando la calle, luchando contra todo, contra sí mismo, como todos los días, para nada.

    ̶  Ya le puedes echar labia, cuento y lo que quieras; en cuanto te ven con pinta de o huelen el tono de tu voz y tu intención… No, no queremos nada; ya estuvieron ustedes ayer por aquí. Son un poco pesados. Era como para estar cansado de esa vida. De esa vida, de la vida y de todo.

En la mesa, el trajín de las moscas sembraba de idas y venidas la oscura superficie del tapete. De cuando en cuando, él las observaba distraídamente como entre pensamiento y pensamiento y calada y calada de autodestrucción. Se peleaban. A ratos alguna se alejaba de la mesa para ir a la pila, a posarse sobre alguno de los cacharros sin enjuagar, el vaso o la taza de café. Un instante hubo en que formaron piña sobre unos granos de azúcar como disputándose con gula las leves partículas del dulce.

Así no podía ser…

  ̶  Un día haces dos duros, parece que entras en racha, que las cosas marchan, que ya está, que esto está chupao… A los dos días, ¡yo no sé la gente a qué juega! Y además, sin seguro, por dos perras, cuando las ganas… Y, ¡anda, jódete, to’l día en la calle! Mucho decir el jefe que aquello era fácil, que la suerte ayuda a los valientes, que daba dinero al que supiera buscarse la vida, que… ¡la leche! Que le dijeran a él, que estaba allí tirado como todos los días, en aquel ajado sofá, cansado y sin ganas de nada, derrotado y asqueado de toda aquella porquería de venta de mentiras. Seguro que el sinvergüenza del Risueño, mucho traje y mucha chulería y el pelo acanalado hacia el cogote, no había pisado la calle ni a qué huele. Ya lo decía él, lo habrían colado de gorra, algún enchufe gordo y, hale, tu despachito aquí, tu horario va a ser este, vas a ganar tanto de fijo, tanto de lo que hagan estos tontos por la calle… Y ¡a vivir, parásitos! Si no, no se entendía tanta sonrisita servil y tanto señor Director y tanta porquería. Mientras tanto, él a la calle un día y otro y para nada…

Cómo iba a poder dormirse. Cansado sí que estaba, como todos los días, y sin ganas de nada, ni de dormir la siesta siquiera. Además, con aquel cansino penduleo del reloj no había forma; y aquella tarde parecía que se le escuchara más fuerte, más hiriente, como si la vieja maquinaria sacase renovadas fuerzas para molestar más o para decirle que menos pensar y más hacer, que lo otro era ser vago y ser un mierda en la vida.

A él, aquel ir y venir del péndulo, acompasado, sin sobresaltos, le recordaba su destino, su vida mediocre de pobre que finge públicamente una sonrisa… Y el trae y trae del dinero que el Risueño les sangraba cada día sin moverse de su sillón y su risa en el teléfono, su puñetera sonrisa que era burla, sin un sobresalto por las calles. Y el toma y toma avaro con que les contaba su comisión mientras les felicitaba con aquel hoy estuvo bien, que a él le sabía a cuerno pensando en otros días. Así era, así. Trae trae, ten ten… Y ¡cuántos días nada! Y vuelta a la calle y vete aquí y allá; y llama a este y a aquel, que seguro que… ¡Vaya plan de vida!

Sobre las mesa, las moscas habían probado todo, acercando en leves movimientos su diminuta trompa a las miguillas de pan, a los restos de aceite, al palillo de dientes partido en dos mitades, a un trocín de lechuga… Todo lo habían corrido, una, dos, innumerables veces. Pasaron largo rato rebañando avarientas el azúcar fundido del poso del café, pero al final habían vuelto a la mesa a recorrer senderos andados, entre migajas secas y otros restos ya resecos y rancios. Era la quinta vez que repetían la misma operación, o la vigésima, o la infinita… ¡Buenas eran las moscas!

Él, entretanto, había medio logrado descabezar un sueño, a modo de letargo, breve y no sosegado. Lo despertó el reloj con nueve campanadas. Se lavó la cara por despejarse. Era ya de noche. Leería un rato. Cualquier cosa. Abrió el periódico: ¿Quiere ganar dinero? Empresa multinacional precisa para Madrid y zona Centro, por ampliación de equipo comercial, agentes de ventas. Se requiere… Interesados llamar para concertar entrevista personal al teléfono… Sr. Ladrón de Guevara.

En la esquina del pasillo, el viejo reloj marcaba, impasible en su vaivén, el latir uniforme de las horas, los instantes, la vida. El resto era silencio.

Se había ido la luz… Y sobre la mesa, aún sucia de migajas y restos  de comida, las moscas dibujaban inextricables senderos con impaciente afán. Ora se detenían en torno a unas gotas de aceite, ora revolaban suspicaces o movían sus alas en ágiles vibraciones. Todo lo habían corrido. Era la quinta o la enésima vez que repetían la misma operación. ¡Buenas eran las moscas!

Pero ahora, ya a oscuras, cuatro se posaban en sus labios y su boca entreabierta. Y en su frente. Y en la comisura de su párpados.

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Heliodoro Fuente Moral

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