El héroe – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XI] – Sebastián Gámez Millán
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El héroe – [El habitante del Otoño – Segunda antología de cuentos y relatos breves – XI]
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“Decir que el tiempo todo lo cura vale tanto como decir que todo lo traiciona. ¿Sabré sobrevivir sin traicionar? (
Rafael Sánchez Ferlosio
A Víctor Torres
No me interesa primordialmente la fidelidad a los hechos; todos sabemos que existe una brecha intransitable entre lo que acontece y el relato con el que lo narramos. Es más, el mismo acontecimiento diferirá según las formas en que sea contado. Aquello sucedió, me consta que dicen que sucedió, y ahora procuraré recrearlo con palabras, atendiendo no tanto a los detalles, de los que, salvo algún testimonio, se han borrado para siempre, como al ejemplo de aquel hombre, que es lo que quisiera que perdurase en la memoria de algunas personas.
Durante una madrugada del 6 de agosto de 1945 un hombre llamado Claude Eatherly pilotaba bajo órdenes un B29 sobre el cielo de Japón. Tras la misión fue recibido, junto a sus compañeros, como un héroe en su país. Pero él se mostró contrariado, acosado por los tormentos de su conciencia, desequilibrado. A pesar de haber ejecutado con éxito esa misión, se sentía profundamente solo entre sus compañeros, reconocidos y aplaudidos como héroes nacionales.
Es curioso cómo los que a sabiendas cometen acciones que perjudican a los demás, por no denominarlos de manera simplificadora “culpables”, término con demasiadas resonancias judeo-cristianas, acostumbran, sólo Dios sabe por qué vericuetos, a burlar el tribunal de la conciencia. Es curiosa que Claude Eatherly, disponiendo de poderosas razones para eludir ese tribunal, se sintiera, sin embargo, profundamente solo. En primer lugar, él, como todos sus compañeros, seguía órdenes de altos mandos, y como analizara Elías Canetti en Masa y poder, “los hombres que han actuado bajo una orden se consideran perfectamente inocentes”. Los juicios de Núremberg nos ofrecen abundantes ejemplos de ello.
En segundo lugar, él desconocía los efectos devastadores de la bomba arrojada sobre Hiroshima; en su situación, cualquiera se diría ante el tribunal de la conciencia: “Yo no sabía, yo no sabía qué consecuencias podría desatar”. Y saldría absuelto, tranquilo y justificado ante sí mismo. En cierta medida, en efecto, es el conocimiento de nuestras circunstancias lo que nos convierte en responsables de éstas: ni a un niño ni a un perro solemos pedirle cuentas de lo que hizo y lo que no hizo o cómo lo hizo, y si lo castigamos, en la mayoría de las ocasiones es para, sirviéndonos de tal excusa, saciar nuestros resentidos instintos.
Lo cierto es que, según cuentan, Eatherly estuvo durante bastantes años arrastrando la pesada sombra de la culpa, una conciencia de culpa que le llevó a un par de intentos de suicidio y a cometer pequeños delitos con el desesperado propósito, apuntan, de ver por fin reconocida su culpabilidad. La condena, pensaría, le redimiría si no de los efectos de la bomba, al menos del incesante sentimiento de culpa. Pero no pudo ser.
No obstante, el Estado, nombre bajo el cual se eluden y escurren las responsabilidades de cada individuo, hizo que Eatherly recorriese un fatigado peregrinaje por diversas instituciones psiquiátricas, lo que si por una parte lo ocultaba de la mirada pública, por otra parte, como ha sugerido Günther Anders, al serle atribuida una enfermedad mental, evitaban procuraban evitar al mismo tiempo tanto la condena de Eatherly como del sistema estatal.
No te extrañe, lector, su destino. En cierto modo no es completamente ajeno al nuestro. En cierto modo todos somos ese piloto –que él se llamase Claude Eatherly y nosotros de otra manera no es más que otro accidente de ese poderoso creador, el azar–; sí, de forma simbólica cuando menos, todos somos ese piloto que bajo ciertas consignas y casi un pleno desconocimiento conduce un avión: qué poco sabemos de la puerta que se abre y de la que se cierra.
Todos tenemos motivos para sentirnos culpables como para sentirnos inocentes; todos somos de forma paradójica “inocentemente culpables”. Inocentes en tanto que nadie eligió vivir, en tanto que somos arrojados a la vida sin nuestra petición. Mientras por otro lado, según Freud y algunos biólogos y neurólogos actuales, nadie es dueño de sí mismo ni de su vida, solo que al aparato estatal y a las instituciones, comenzando por la jurídica, no les interesa esta concepción del ser humano como animal “irresponsable”: se desmoronarían los artificios.
Somos culpables en tanto que todos podríamos pensar más detenida y efectivamente las consecuencias que acarrea cada uno de nuestros actos, en tanto que podríamos ser más responsables; solo que si lo pensáramos exhaustivamente no viviríamos, no actuaríamos: nos paralizaría el simple hecho de imaginar la serie infinita de consecuencias que se desprenden de cada uno de nuestros actos. En el libro tercero, Ensayo XIII, de su memorable obra, Montaigne recuerda: “La vida de César no nos ofrece más ejemplos que la nuestra propia, porque tanto la de un emperador como la de un hombre vulgar vidas humanas son y sometidas a todos los accidentes humanos”.
Una vez más me agrada estar de acuerdo con Montaigne, exceptuando quizá que no existen hombres vulgares, sino más bien vulgares interpretaciones de hombres establecidas convencionalmente como vulgares. Conociendo la obra de Montaigne, sospecho que con esa palabra se refería al hombre perteneciente al “vulgo”, pues el autor de los Essais gozaba de una concepción honda y amplia de los seres humanos. Pero las connotaciones de los términos, con el tiempo, inexorablemente se transmutan, induciendo en ocasiones a equívocos.
A mi entender, Claude Eatherly fue un héroe, no por el éxito rotundo de su misión, como sus compañeros, sino por haber sostenido la duda, por haber resistido en el vértigo de la duda, por no haberse desprendido de ella a pesar de lo angustioso que puede ser vivir continuamente con la duda. La duda de ser o no ser culpable de algo que se hizo o se dejó de hacer. Claude Eatherly fue un héroe desgraciadamente célebre y un héroe desgraciadamente anónimo. Sin duda me quedo con el más desconocido, el último.
El no desprenderse de la duda es la humildad de la solitaria conciencia de aquel que piensa y no sabe, o sabe que no sabe y por ello no está seguro. Y precisamente porque no sabe y no está definitivamente seguro, se pregunta y piensa e indaga. Quién sabe si en esa duda no reposa un principio insobornable de moralidad, esa semilla de moralidad que reside en preguntarse sin tregua por qué y quién, ese grano que es ya, no ser, sino querer ser justo consigo mismo y, por consiguiente, con los otros. Aunque sea, al cabo, una ilusión.
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Sebastián Gámez Millán
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