El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el «Examen de ingenios para las ciencias» de Juan Huarte de San Juan – [Sobre el origen hispánico de la filosofía moderna] – II – José Biedma López
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El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el Examen de ingenios para las ciencias de Juan Huarte de San Juan – [Sobre el origen hispánico de la filosofía moderna] – II
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3. Imaginación: reminiscencia y sentido común
Salta a la vista en seguida la analogía de este esquema y esta interpretación del conocimiento con las famosas condiciones trascendentales kantianas. Tanto en Huarte como en el alemán el entendimiento y la imaginación son dos potencias arquitectónicas del psiquismo que suponen la forma del sujeto en toda especie de conocimiento, tanto sensible como científico. Así como el entendimiento construye los conceptos o «noticias» inteligibles, dice Huarte, la imaginación construye las figuras sensibles. Esta última muestra así su dimensión «trascendental» como principio ordenador del material sensible recogido en la memoria; del mismo modo que el entendimiento actúa como poder ordenador y productor de conceptos.
«El error de los filósofos naturales -dice Huarte- está en no reconocer que el hombre fue hecho a semejanza de Dios, y que participa de su divina providencia, y que tiene potencias para conocer todas tres diferencias de tiempo: memoria para lo pasado, sentidos para lo presente, imaginación y entendimiento para lo que está por venir» (cap. IV).
La memoria, pues, recoge el tiempo, mientras que la imaginación y el entendimiento lo anticipan: apuntan a su telos. La memoria guarda las imágenes («fantasmas») de las cosas para cuando el entendimiento las quisiere contemplar.
Un aspecto particularmente original del psicologismo de Huarte es la consideración de la reminiscencia (la anamnesis platónica) como función de la facultad imaginativa, y no de la memoria. Huarte se opone también a Aristóteles por vincular éste la reminiscencia al entendimiento. Discute al Estagirita porque, a su juicio, son los ingenios inventivos, esto es, los imaginativos y con reminiscencia, los que pueden escribir libros. Inventivos son los espíritus caprichosos y libres que se remontan fuera de la común opinión, al juzgar y tratar las cosas de diferente manera a como se vienen tratando. La comparación que Huarte utiliza para expresarlo es llana y deliciosa… Así como a una gran manada de ovejas suelen los pastores echar una docena de cabras que las levanten y lleven a gozar de nuevos pastos, conviene en las letras humanas que haya ingenios caprichosos [16] que descubran a los entendimientos ovinos nuevos secretos de la naturaleza y les den contemplaciones nunca oídas en que ejercitarse. «Porque de esta manera van creciendo las artes, y los hombres saben más cada día» (fin del cap. V).
El autor del Examen se sorprende de la diversidad (hasta nueve grados) y variedad de las funciones psíquicas que corresponden a la imaginación, cuya base física asimila a la parte delantera de la cabeza. Entre dichas funciones, y nada desdeñables por cierto, están la reminiscencia, a la que nos acabamos de referir, y el sentido común. Es la imaginación la que compone especies, en presencia o ausencia de los objetos [17]. Es también ella la que impone los nombres: nombrar es «saber imaginar los nombres con la consonancia y buen sonido que piden las cosas nuevamente halladas» (cap. I, 1594). La imaginación escribe en la memoria las figuras de las cosas que quiere que no se olviden, que conocieron los cinco sentidos y el entendimiento, y otras que ella misma fabrica. Y cuando quiere acordarse de ellas las torna a mirar y contemplar.
Que la imaginación es responsable del sentido común significa que no puede haber percepción, ni sentido de la realidad sensible, sin la imaginación. De la imaginación depende el conocimiento de los particulares, el conocimiento de sus diferencias y de sus determinaciones espaciales y temporales, que son físicamente decisivas; mientras que, por su parte, el entendimiento sólo se ocupa de las cosas universalmente, meta-físicamente. En efecto, los sentidos exteriores no pueden obrar bien si no asiste con ellos la buena imaginativa (cap. XII). Huarte distingue entre la sensación como fase física y la imagen como fase psíquica de la percepción. Es la segunda figura, la que se forma dentro, la que viene a alterar significativamente la imaginación. Por eso, ningún conocimiento se hace «si no advierte la imaginativa». De ahí la importancia de la atención, la distracción o concentración, como especies del cuidado que la imaginación pone en las cosas [18].
En una palabra: «es cierto que la imaginativa es la que hace el juicio y conocimiento de las cosas particulares, y no el entendimiento ni los sentidos exteriores» (cap. XII). Cuando Huarte se refiere al modo en que la imaginativa acierta con la verdadera imagen de las cosas, traza simplemente un circunloquio para aludir a lo que modernamente llamamos intuición. Resulta que, para alcanzar el conocimiento de las cosas singulares, tiene la imaginativa ciertas «propiedades inefables con las cuales atina a cosas que ni se pueden decir ni entender, ni hay arte para ellas».
Huarte nos sorprende al descubrir, por un lado, el lazo que ata la imaginación a la voluntad; y por otro lado, nos ofrece de las ideas una clasificación muy parecida a la cartesiana (facticias, ficticias e innatas), sólo que lo innato para el doctor baezano -como para Chomsky – no es la idea misma, sino el poder generativo de la imaginación para producirla.
La vinculación de la imaginación y la voluntad no tiene, en principio, nada de metafísica en Huarte. Una vez puestos en relación los humores somáticos y los afectos, nuestro autor insiste en que el amor y las demás pasiones avivan la imaginación. Y ésta a su vez ejerce un eficaz poder dinamogénico sobre la acción, pues despierta tanto al alma apetitiva, como a la irascible y a la racional [19].
Muy decisivamente, Huarte alcanza a intuir la interrelación entre la razón y la imaginativa. ¿Cómo actúa la imaginación sobre la facultad racional de la mente humana? Nuestro autor responde: mediante la consideración de las cosas divinas. En la edición subpríncipe (1594), Huarte profundiza más que en la príncipe (1575) en torno a la importante contribución de la imaginación a la formación del juicio, de especial relevancia moral y estética tratándose del buen juicio. Para ello nos recuerda que Demócrito perdió al final de su vida la imaginación, por lo cual comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera de término, que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco (cap. II, 1594). Si la consideración de lo posible es cosa de la imaginativa, resulta natural que la insania de la imaginación disuelva el sentido común y nos precipite en la locura.
De las tres facultades que componen el ingenio humano, la imaginativa y en cierto grado el entendimiento, como luego veremos, poseen intimidad con la libertad, contribuyendo así muy decisivamente a la formación del carácter moral. La imaginativa, en efecto, es libre de imaginar lo que quisiere. Kant habla de la «espontaneidad de la imaginación productiva», pero no la separa tan claramente del entendimiento como Huarte, al suponer que es «un efecto del entendimiento sobre la sensibilidad». Por tanto, piensa Huarte, de las acciones de esta potencia, la imaginación, «andan siempre ávidos los espíritus vitales y sangre arterial, y los echa a la parte que quiere, y donde acude este calor natural queda la parte más poderosa para hacer su obra, y las demás con menos fuerza…; y así estando en nuestra elección fortificar (con la imaginativa) la potencia que quisiéremos, con razón somos premiados cuando fortificamos la racional y debilitamos la irascible, y con justa causa somos culpados cuando fortificamos la irascible y debilitamos la racional. De aquí se entiende claramente con cuánta razón encomiendan los filósofos morales la meditación y consideración de las cosas divinas; pues con sola ella adquirimos el temperamento que el alma racional ha menester, y debilitamos la porción inferior» (V, 1594).
¿Hasta qué punto estas palabras de Huarte abren el camino al deísmo ilustrado? Esta cuestión es difícil de responder. Pero que las cosas divinas sean objeto de la imaginación, parece implicar que no puedan serlo de la actividad sensible, que no son hechos del mundo. Sólo el fanático ve a Dios. Si Dios no existe como hecho sensible, hay que pensarlo como objeto imaginario, hay que ingeniarlo, hay que inventarlo como ideal de perfección posible. Esto es lo que podría deducirse del análisis del Examen, con tal de que uno renuncie a ver en la Palabra revelada una noticia sensible. La pertinencia ética de las ideas acerca de lo divino pende ahora de la potencia trascendente de la imaginación, de sus poderes anticipadores, cuyo cuidado es la atención que debe elevar el espíritu hacia las cosas mejores, cosas que son propia o relativamente: invenciones, engendros, especies, ideales suyos.
La reminiscencia es potencia de la imaginación cuando ésta reconstruye las figuras de la memoria que se han perdido o desfigurado, a partir de lo que queda. De este modo, la imaginación puede suplir la falta de memoria, la invención sirve entonces figuras y sentencias de lo no dicho, de lo posible aún no existente. De ahí que «hacer memoria de las cosas y acordarse de ellas después de sabidas, es obra de la imaginativa, como el escribir y tornarlo a leer es obra del escribano y no del papel» (cap. V). Esta función de la imaginación, que obra la reconstrucción inventiva de lo representado, es la que hace del hombre un animal previsor y un «espíritu profético» [20].
4. La prudencia de la carne: la destreza y la gracia
Puesto que pertenece a la imaginación la tarea de componer todo con orden y concierto, de manera que forme bella figura y correspondencia, a estas dos importantísimas funciones de la imaginación, que son el sentido común y la reminiscencia, se añaden otras dos más, igualmente decisivas: primero, la prudencia o destreza de ánimo, con la cual se conoce lo que está por venir; y segundo, la gracia o donaire.
Nos referiremos en primer lugar a la destreza de ánimo («agudeza in agilibus»). Huarte también la llama solercia, astucia: «Atinar presto el medio, es solercia, y pertenece a la imaginativa» (cap. XIII). Y es un género de la prudencia que nace de la cólera; una especie de prudencia de la carne. Citando a Cicerón, determina esta prudencia como el poder de la mente para distinguir entre lo bueno y lo malo (cap. VI). La solercia es la fecundidad o capacidad práctica de la imaginativa (cap. XII). El autor del Ensayo contrapone esta sabiduría práctica y terrena, que implica una cierta dosis de malicia y doblez, con la sabiduría del entendimiento. Sin embargo, en el cap. VIII, insiste en que de la buena imaginación dependen todas las artes y las ciencias que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción: poesía, elocuencia, música, saber predicar, la práctica de la medicina, las matemáticas, astrología (astronomía), gobernar una república, el arte militar (con forzada etimología, Huarte asocia «milicia» y «malicia»); pintar, trazar, escribir, leer, ser un hombre gracioso, apodador, pulido, diestro; y todos los ingenios y maquinaciones que fijan los artífices.
Huarte opina que, en general, a los españoles les falta imaginación. La única mención a Erasmo que hemos encontrado en el Examen de Ingenios le pone como ejemplo de buena imaginativa y memoria [21]. Pues, en efecto, en el pequeño tratado de retórica que Huarte incluye en el capítulo X, se pone de relieve el decisivo papel que toca a la imaginación en esta actividad. El predicar pertenece a la imaginación. «La gracia y donaire que tienen los buenos predicadores, con lo cual atraen a sí al auditorio y lo tienen contento y suspenso, todo es obra de la imaginativa, y parte de ello de la buena memoria». Un perfecto dialéctico o consumado orador tendría que saber todas las ciencias, no obstante esto es imposible por dos razones: la brevedad de la vida y las limitaciones del ingenio humano. Es interesante recordar que estas razones que aduce Huarte son exactamente las mismas que aduce Protágoras en el conocido fragmento de su obra Sobre los dioses, para justificar su agnosticismo.
La fabulación y el saber imaginativo, narrativo, tienen para Huarte una importante función pedagógica: saber apodar y traer buenos ejemplos y comparaciones es imprescindible para cualquier maestro, ya que con los ejemplos y fábulas aprenden los hombres mejor, por ser probación que pertenece al sentido; y no tan bien con los argumentos y razones que piden entendimiento. Por eso Cristo usó de tantas parábolas y comparaciones, cosa que se hace con la imaginación. Además, los imaginativos tienen buena voz porque ambas aptitudes nacen del mismo temperamento caliente. Asimismo, la música (enemiga del demonio) y la representación son también obras de la imaginación. El fin de los músicos y actores no es otro sino dar contento a quienes les oyen; pero el orador trata de adquirir algo para sí y disfraza ante el auditorio su verdadero fin.
Huarte reconoce los riesgos y extremos de la sofística. Distingue la ciencia (o filosofía natural) de la retórica, con la misma precisión que separa la teología escolástica, que defiende por su racionalidad (cap. X), de la predicación («teología positiva»). Ya que el retórico aprende de todo, pero sin entender de raíz la razón y causa de las sentencias «averiguadas». Los oradores no toman de la ciencia más que los efectos, quedándose en la superficie de las cosas. El exceso de retórica unido a la falta de entendimiento produce la «vanilocuencia» y «parlería», que Huarte denuncia en los teólogos protestantes. Esto no es más que un episodio o una de las consecuencias negativas posibles del exceso de imaginación. Si esta potencia no está equilibrada con el sentido de la justicia y la capacidad de juicio (entendimiento), vuelve a los hombres coléricos, astutos, malignos y cavilosos; los cuales están siempre inclinados al mal y sábenlo hacer con mucha maña y prudencia. Los que tienen una imaginación fuerte son de temperamento caliente y de esta calidad nacen tres vicios principales: soberbia, gula y lujuria.
Toda la filosofía natural de Huarte está dominada por el principio de conservación, lo que en los seres vivos se traduce en la universalidad del conatus. Todos los seres apetecen naturalmente su conservación, y procuran durar para siempre jamás (cap. XII). Además, por su propia naturaleza, los hombres apetecen deleites y buscan el placer, y ser a todos aventajados y de mayor felicidad, lo cual forzosamente ofende a los demás, pues estas cosas no se pueden conseguir sin hacer injurias a muchos. Desde luego, Huarte precisa que no es que la imaginación sea mala en sí misma: el buen ingenio y bondad antes inclinan al hombre a la virtud y bondad que a los vicios y pecados, pero es un hecho que, ordinariamente, los malos dan pruebas de gran ingenio, y a más habilidad, mayores bellaquerías. Y es la misma calidad que los hace ingeniosos, la que les convida a ser malos y viciosos. El ingenio que es menester para los embustes y engaños es la versucia: que tienen los que son mañosos, astutos, doblados y cavilosos. Ello parece ser así porque el exceso de la imaginación no haya su oportuno contrapeso en la fuerza del entendimiento. «Cuando predomina el entendimiento, ordinariamente se inclina el hombre a la virtud, porque esta potencia restriba en frialdad y sequedad, de las cuales dos cualidades nacen muchas virtudes, como son continencia, humildad y temperancia; y del calor, las contrarias» (cap. X).
Huarte aprovecha su análisis del talento de los malos para arremeter contra el fatalismo, desmitificando la Fortuna, llamándole «causa fingida y estulta». Atribuye a los estoicos la tesis de que, frente a una primera causa eterna, omnipotente y de infinita sabiduría, conocida por el orden y concierto de sus obras admirables, habría otra imprudente y desatinada, cuyas obras son sin orden ni razón y falta de sabiduría. A la Fortuna la pintan ciega porque con una irracional afición da y quita a los hombres las riquezas, dignidades y honra. Aunque actúe al azar, parece favorecer a los malos y perseguir a los buenos, amar a los necios y aborrecer a los sabios, ensalzar a los viles y rebajar a los nobles, agradarse en lo feo y espantarse de lo hermoso… Sin embargo, Huarte reacciona contra esta concepción pesimista del destino. Hay razones naturales, psicológicas, que justifican el éxito de los malvados sin recurrir a una Causalidad trascendente. Y es que los malos pueden ser muy ingeniosos y tener imaginación para comprar y vender engañando; mientras que los buenos suelen ser pobres de imaginación. Y aún va más lejos al afirmar que «muchos son buenos moralmente porque no tienen habilidad para ser malos» (cap. XIII). Incomprensiblemente, esta afirmación no escandalizó en absoluto al inquisidor, a pesar de sus implicaciones inmoralistas.
No sabemos si Nietzsche leyó a Huarte, sí sabemos que lo había leído el filósofo pesimista que más le influyó: Schopenhauer le cita, aunque no precisamente en uno de los lugares más felices de su obra [22]. No obstante, en esta idea de que la incompetencia y la impotencia explican la bondad de los mediocres reconocemos un clarísimo precedente de las tesis inmoralistas de Nietzsche, explanadas en algunas de sus obras hasta la crueldad y el sarcasmo. Reflexiónese, por ejemplo, sobre el siguiente texto de Huarte:
«Hay muchas virtudes en el hombre que nacen de ser flaca la irascible y concupiscible (como es la castidad en el hombre frío); pero antes es impotencia para obrar que virtud. Por donde, sin que la Iglesia católica nos enseñara que sin auxilio particular de Dios no podemos vencer nuestra naturaleza, nos lo dice la filosofía natural» (cap. XIV).
O sobre este otro:
«La facultad racional es contraria de la irascible y concupiscible, de tal manera que si un hombre es muy sabio, no puede ser animoso, de grandes fuerzas corporales, gran comedor, ni potente para engendrar»;
Porque las disposiciones naturales que exige la filosofía racional para obrar son «totalmente contrarias» de las que pide la irascible y concupiscible (cap. XV).
Réstese de la opinión de Huarte el crédito que atribuye a la doctrina católica de la gracia (v. gr., en el texto del cap. XIV que acabamos de citar), y se verá a qué «genealogía de la moral» conduce este naturalismo que asienta la mayor eficacia vital en las potencias más rastreras del alma humana y determina desde ese instinto, o desde esa voluntad ciega de supervivencia y poderío, la fuerza de toda acción moral.
Afortunadamente en Huarte, su tendencia al reduccionismo naturalista se atempera con sus sinceras creencias cristianas. Quienes se quejan de la Fortuna y la llaman ciega, loca y bruta, deberían mirar si no son ellos los ciegos, que necios, locos y desatinados se tienen por sabios. «Ni conviene dejarlo todo a Dios, ni fiarse el hombre de su ingenio habilidad: mejor es juntarlo todo, porque no hay otra fortuna sino Dios y la buena diligencia del hombre» (cap. XIII).
No existe hombre perfecto y las potencias irascible y concupiscible (apetitos y sentimientos) siempre salen superiores en fuerza a la razón e incitan («irritan») al hombre a pecar… Y así, no conviene dejar a ningún hombre, por templado que sea, que siempre siga su inclinación natural sin irle a la mano y corregirle con la razón (cap. XIV).
El resultado moral no sólo depende del equilibrio entre la imaginación y el entendimiento, así como de la necesaria subordinación de la primera al orden del segundo, sino también de la propia orientación de la imaginación. De sus ilusiones, de sus intereses, de lo que sueñan los hombres. De este modo, el carácter depende tanto de lo que los hombres son como, muy decisivamente, de lo que sueñan e imaginan. Huarte se da cuenta de la importancia del incentivo en la motivación de todos los actos humanos, incluidos los del alma racional: «La razón de esto es muy clara en filosofía natural. Porque ninguna facultad hay, de cuantas gobiernan al hombre, que quiera obrar de buena gana si no hay interés delante que la mueva» (Ibidem).
Existen caracteres especialmente conflictivos, como los de ciertos tipos melancólicos, que viven una perpetua lucha interior, una guerra de contradicciones entre la diversidad de intereses de las distintas potencias del alma y del ingenio: especial dramatismo suele tener la contradicción entre el entendimiento y la imaginación. Huarte pone el ejemplo de Pablo de Tarso, tipo de colérico-adusto o melancólico. En general, este agonismo interior nace de la batalla que hizo el pecado original entre el espíritu y la carne. Pero, no contento con esta explicación mítica o metafísica, Huarte ensaya otra, más mecánica y física: «la desigualdad de la atrabilis en la compostura natural».
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José Biedma López
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Notas
[16] Huarte cree que el adjetivo «caprichoso» viene, a través del toscano, del latín capra, ‘cabra’. Su error no resta un ápice de valor al símil.
[17] El antecedente más claro de este enaltecimiento de la Imaginación, lo hemos espigado en el accitano Abentofail o Ibn Tufayl (el Abubeker de los escolásticos, nacido en Guadix antes de 1110 y muerto en 1185), quien fue criticado por su protegido y discípulo, Averroes, por identificar la imaginación con el entendimiento posible, aduciendo que la imaginación es capaz de percibir los inteligibles sin la ayuda de ninguna otra especie de entendimiento (Averroes. Sobre el alma, V). El realismo neoplatónico de Abentofail es contestado por el nominalismo de Huarte, pues la imaginación no «descubre» sino que «compone» las especies.
[18] Compárese con Kant. Crítica de la razón pura: «Imaginación es la facultad de representar en la intuición un objeto aún sin que esté presente. Mas como toda nuestra intuición es sensible, pertenece la imaginación a la sensibilidad…; pero, sin embargo, en cuanto que su síntesis es un ejercicio de la espontaneidad, la cual es determinada y no, como el sentido, meramente determinable y puede por lo tanto determinar el sentido, según su forma, conforme a la unidad de la apercepción, es la imaginación a este respecto una facultad de determinar a priori la sensibilidad, y su síntesis de las intuiciones, conforme a las categorías, debe ser la síntesis trascendental de la imaginación, la cual es un efecto del entendimiento en la sensibilidad y la primera aplicación del mismo (al mismo tiempo fundamento de todas las demás) a objetos de la intuición posible para nosotros… En cuanto la imaginación empero es espontaneidad, la llamo también a veces imaginación productiva, distinguiéndola así de la reproductiva, cuya síntesis está exclusivamente sometida a leyes empíricas, a saber, las de la asociación y por eso en nada contribuye a la explicación de la posibilidad del conocimiento a priori» («Analítica trascendental», Libro 1º, 2º cap. 2ª secc., epígrafe 24, trad. M. García Morente).
[19] Sebastián Fox Morcillo había insistido en la relación recíproca, entre la imaginación y la pasión, cuando define pasión: ‘impetus animae appetitoriae sentientis ex imaginatione boni aut mali ortus’ (cit. por M. Méndez Bejarano. Filosofía en España, 1927, http://www.filosofia.org/aut/mmb/hfe1411.htm)
[20] Es constante la importancia y valor que la tradición hispana concedió a la imaginación desde los tiempos de Al-andalus. Lo seguirá siendo en la Psicología de la Institución Libre de Enseñanza y en las Lecciones Sumarias de Psicología escritas por su fundador, don Francisco Giner de los Ríos (cfr. José Biedma: “Giner de los Ríos: Espiritualidad armónica” (El Búho I: http://aafi.filosofia.net).
[21] Gabriel A Perouse demostró que Huarte había leído a Erasmo; que tiene una sospechosa preferencia por San Pablo y que sus años en Baeza coincidieron con la expansión del «iluminismo» en su Universidad, protegida entonces por el beato Juan de Avila. Baeza fue un centro de literatura oracional iluminista y erasmista, corrientes confundidas en la represión de fin de siglo (G.A. Perouse. L’Examen des esprits de Docteur Juan Huarte de San Juan. Sa diffusion et son influence aux XVIème. et XVIIème siècles. Paris, 1970), cfr. Abellán, 1986, op. cit., pg. 208.
[22] Parerga y paralipomena, cap. 27.
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