Elogio de la duda razonable: Montaigne y Descartes, la modernidad en juego – Sebastián Gámez Millán

Elogio de la duda razonable: Montaigne y Descartes, la modernidad en juego.
Es arduo si no imposible definir la filosofía de una vez por todas, esa indefinida serie de ejercicios teóricos y prácticos sobre uno mismo y sobre el cuerpo social en busca de la verdad y la mejora, que como cualquier disciplina con una larga historia cambia en el curso del tiempo. Pero tengo para mí que sin el ejercicio de la duda, la pregunta y la crítica perdería algunas de las principales señas de identidad que distinguen y constituyen esta vieja, venerable y desprestigiada disciplina.
La duda, al igual que la pregunta y la crítica, nos permite examinar y revisar lo que creíamos que sabíamos con certeza; reconocer que no sabemos o que no sabemos lo suficiente; contemplar otras alternativas o perspectivas; empezar de nuevo o desde otro lugar más firme y fértil; romper con las convenciones establecidas. Al igual que sus compañeras inseparables, la pregunta y la crítica, la duda es la chispa que incesantemente enciende la antorcha del saber.
Pues bien, a pesar de que se atribuye a Descartes (1596-1650) el procedimiento de la duda metódica, que consiste en someter todo a duda hasta encontrar alguna certeza evidente, con la posible excepción de Nietzsche (1844-1900), nadie ha encarnado el ejercicio de la duda de forma tan filosófica, valiosa y ejemplar como Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592).
Mientras que Descartes se sirve de la duda como camino, y nos cautiva cómo la emplea y duda de la existencia de la mano que tiene delante suya y en general de los datos que nos proporcionan los sentidos, sentimos que abandona la duda y, por consiguiente, el ejercicio de la filosofía cuando da por hecho que ha encontrado un fundamento último, primero en el “cogito, ergo sum” (“pienso, luego existo”), es decir, puedo dudar de todo pero no de que mientras pienso soy consciente de mi existencia.
Posteriormente encontrará ese fundamento último del conocimiento en Dios, o sea, Dios como asidero de que el mundo exterior es real y nosotros, concebidos por él, podemos conocerlo. “Lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”1, escribió Rafael Sánchez Ferlosio (1927), incitándonos a dudar o, lo que es lo mismo, a filosofar.
En cambio, Montaigne duda mientras camina, pero sin fin. No pretende llegar a ninguna conclusión definitiva ni a ningún punto de partida indiscutible. Se diría que goza poniendo en tela de juicio cuestiones que se dan por sabidas, mas no simplemente por el gusto de llevar la contraria, sino más bien por conocer cuanto le rodea y conocerse dentro de ello, procurando adoptar el estilo de vida más adecuado, ya que
“la grande y gloriosa obra maestra del hombre es vivir como debe. Todo lo demás, cual reinar, atesorar y construir, no son en su mayoría más que apéndices y adminículos (…) No existe nada tan lícito y hermoso como cumplir bien y debidamente la misión del hombre, ni ciencia tan ardua como saber vivir bien y naturalmente esta existencia”2.
Curiosamente tanto Montaigne como Descartes siguen la senda abierta por Sócrates de acuerdo con la cual no hay conocimiento de uno mismo ni vida humana que merezca vivirse sin el examen de sí. Aunque se acostumbra a leer el Discurso del método y Meditaciones metafísicas como obras con las que se inaugura la filosofía y las ciencias modernas, son antes que otra cosa un inmenso ejercicio de reflexión, introspección y examen de uno mismo, al igual que los Ensayos.
Pero también en ello Montaigne permanece más fiel que Descartes al gesto imperecedero de Sócrates. Ese “solo sé que no sé nada” no es la ignorancia, sino el reconocimiento de la ignorancia, gracias a la cual podemos emprender una y otra vez, sin cesar, la búsqueda del saber. El filósofo es el que sabe que no sabe, y precisamente por ello desea y busca saber. En ese sentido el ejercicio filosófico se sitúa en las antípodas del dogmatismo, aquel que cree que sabe y por ello no busca el saber. “Por experiencia afirmo la humana ignorancia, certeza que es de las más seguras del mundo”3, sostiene en el último de los ensayos, “De la experiencia”, que sigue siendo a mi juicio el más memorable.
Como es natural, a lo largo de los Ensayos Montaigne va transformándose (¿de qué si no sirve el ejercicio de escribir?), sin embargo Sócrates perdura como modelo de comportamiento: “Nunca debemos cansarnos de presentar la imagen de ese personaje como modelo y forma de toda perfección”4, escribe en el último ensayo, después de haberlo mencionado en unas ciento cincuenta ocasiones. Antes lo llama “maestro de maestros”. Es su guía y su referencia intelectual y vital.
Acostumbra a clasificarse a Montaigne dentro del escepticismo, pero su escepticismo no es radical, aquel que mantiene de modo tan contradictorio como absurdo que “no se puede conocer nada”, sino un escepticismo moderado, a la manera de David Hume (1711-1776). Como señalara Merleau-Ponty (1908-1961), su escepticismo es “un movimiento hacia la verdad”, “y ese movimiento, ha añadido Comte-Sponville (1952), es el que anima su escritura, su pensamiento, su vida. ¿Por qué hablar entonces de escepticismo? Porque es un movimiento infinito, sin descanso, sin una finalidad que se pueda alcanzar, sin otra garantía, finalmente, más que su propia búsqueda, que solo es una. Montaigne no renuncia a buscar la verdad; renuncia a la certidumbre de conocerla”5. Como todo buen amante de la verdad.
Paradójicamente, quien ama la verdad tiene que renunciar a poseerla. Quien posee la verdad la mata. Mejor dicho, quien se cree en posesión de la verdad, ya que no deja de ser una creencia, por muy arraigada que sea, la mata. Esta es otra de las lecciones de este humanista del Renacimiento que no deberíamos dejar caer en el olvido, y que Nuccio Ordine (1958) ha rescatado a propósito de La utilidad de lo inútil, las ciencias sociales y la dignitas hominis:
“Sólo cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que el único modo de mantenerla siempre viva es ponerla continuamente en duda. Y sin la negación de la verdad absoluta no puede haber espacio para la tolerancia.
Sólo la conciencia de estar destinados a vivir en la incertidumbre, sólo la humildad de considerarse seres falibles, sólo la conciencia de estar expuestos al riesgo del error pueden permitirnos concebir un auténtico encuentro con los otros, con quienes piensan de manera distinta que nosotros”6.
Si bien Descartes, el filósofo del Discurso del método, el matemático y precursor de la física de Newton (1642-1727)7, es una figura decisiva para el despliegue de la modernidad, la filosofía moderna, en contra de lo que se ha sostenido tradicionalmente y podemos leer en numerosos manuales y libros, no arranca con Descartes8, sino como ha sostenido Stephen Toulmin (1922-2009), con Montaigne:
“El gambito de salida de la filosofía moderna no coincide, así, con el racionalismo descontextualizado del Discurso y las Meditaciones de Descartes, sino con la reformulación que hace Montaigne del escepticismo clásico en su Apología, en la que tantas anticipaciones de Wittgenstein encontramos. Es Montaigne, y no Descartes, quien juega, y sale, con blancas. (…) Tanto Descartes como Pascal se sintieron fascinados por Montaigne. En su juventud, Descartes estudió los Ensayos en el colegio de la Flèche. La biblioteca poseía un hermoso ejemplar, en el que encontramos algunas acotaciones que, según algunos estudiosos, son las primeras reacciones del autor del Discurso del método. Descartes, que jugaba con negras, contestó al gambito de Montaigne proponiéndose como tarea descubrir lo ‘único’ para lo que se necesita certeza”9.
Se considera a Nietzsche precursor de la Postmodernidad porque lleva a cabo una crítica radical tanto a la tradición socrático-platónica y judío-cristiana como a la Modernidad, ya sea la supuestamente inaugurada por Descartes y la revolución científica, ya sea la desplegada por la Ilustración. Como es sabido, Nietzsche, recuperando a Heráclito (535-484 a. C.), mantuvo que no hay ser, que todo se encuentra en continuo devenir. Antes Baudelaire (1821-1867) declaró que “la Modernidad es tránsito, fuga, contingencia”. Pues bien, en cierto modo Montaigne anticipa a ambos: “El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso (…) No pudo fijar mi objeto (…) No pinto el ser; pinto el tránsito (…) Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, me mantendría firme; está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba”10.
Por ello Montaigne alumbró un nuevo género, el ensayo, o para ser más exacto, acuñó un nuevo término, “essais”, con el que iluminó un género literario-filosófico que al igual que la novela moderna de Rabelais (1494-1553) y Cervantes (1547-1616), es abierto y proteico, de manera que en él cabe todo: descripciones, anécdotas, historia, poesía, citas, reflexiones…Pero, a diferencia de la novela, en el ensayo predomina más la reflexión, el juicio y la sabiduría a fin de guiar el siempre complicado arte de vivir que la narración, la descripción o el diálogo, el aprendizaje explícito antes que el relato, donde la sabiduría suele quedar implícita.
La forma abierta, proteica e indeterminada del ensayo es acorde con la curiosidad intelectual y con el escepticismo de fondo, ya que el escepticismo de Montaigne, al igual que el de Hume, no niega que no se pueda conocer la verdad (de lo contrario, ¿en qué malgastarían el tiempo con sus escritos?), sino que más bien afirma no se puede tener certeza de una verdad definitiva. Basta con disponer de una perspectiva histórica de cualquier disciplina científica para comprobar que nada o casi nada permanece inalterable.
“El más escéptico de todos / es el Tiempo, / que con los Nos hace Síes”, escribió el pensador, poeta y matemático Paul Valéry (1871-1945), cuyos inagotables Cuadernos son quizá el proyecto filosófico más ambicioso del pensamiento francés del siglo XX, y hasta cierto punto equiparables a los Ensayos de Montaigne por su carácter fragmentario y su tentativa de conocerse y construirse a sí mismo: Recuérdese el comienzo de los Ensayos dirigido “Al lector”: “Porque me pinto a mí mismo”11. Indeterminado es el saber y la forma del ensayo porque de antemano reconoce que, del mismo modo que la vida, la obra nos abandona en algún lugar de lo inacabado.
Que la filosofía y las ciencias sociales o humanas carecen de método de verificación, por emplear el criterio de demarcación que propusieron los miembros del Círculo de Viena para distinguir entre ciencias y pseudociencias, es falso. La filosofía y, en particular, el ensayo se comprueba a medida que se lee: se reconoce o no la experiencia descrita y reflexionada. Mas, téngase en cuenta que si no acertamos a verificarlo, no es necesariamente porque sea falsa, tal vez sea porque no contamos con vivencias suficientes para comprenderlo adecuadamente o bien porque no lo hemos aplicado desde la perspectiva apropiada, pues como añadiría Montaigne, “media palabra es de quien habla y media de quien escucha”. ¿No reside quizá en el papel de la recepción, con sus inevitables márgenes de historicidad, subjetividad y libertad, una de las diferencias esenciales entre las ciencias naturales y las humanas?
Sebastián Gámez Millán
Notas
1 Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 2001, p. 9.
2 Tengo a mano en la biblioteca de casa la edición de Acantilado con una traducción más exacta de Jordi Bayod, pero prefiero ser fiel a la versión que leí y releí por primera vez, M. Montaigne, “De la experiencia”, Ensayos III, trad. Juan G. de Luaces, Barcelona, Orbis, 2000, p. 269.
3 M. Montaigne, 2000, op. cit., p. 241.
4 M. Montaigne, 2000, op. cit., p. 271.
5 A. Comte-Sponville, en “Montaigne”, recogido en El placer de vivir, trad. Marta Bertran Alcázar y Rosa Bertran Alcázar, Barcelona, Paidós, 2011, p. 46.
6 Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto, trad. J. Bayod, Barcelona, Acantilado, 2014, p. 131.
7 “Descartes, al aceptar la ley de la inercia y, más aún, al integrarla en el centro mismo de lo que consideraba un sistema riguroso, axiomático, transformó la faz de la ciencia física y preparó el camino de Newton” (…) Por tanto, “es de justicia reconocer que la física newtoniana habría sido imposible sin Descartes y, dado que la física de éste fue, a su vez, hija de su filosofía, existe una razón histórica para pensar que a la filosofía cartesiana la corresponde la paternidad de gran parte de lo que estaríamos dispuestos a reconocer como específicamente ‘moderno’ en el espíritu de la investigación intelectual”, escribe Roger Scruton en Historia de la filosofía moderna. De Descartes a Wittgenstein, trad. Vicent Raga, Barcelona, Península, 2003, pp. 70 y 71.
8 Esto es lo que podemos leer en la mayoría de manuales de historia de la filosofía, incluso en historias de la filosofía rigurosas, como la de Roger Scruton, que se abre con estas palabras: “El tema de este libro es la filosofía ‘moderna’; de acuerdo con la opinión corriente, creo que la filosofía moderna comienza con Descartes y que su manifestación más reciente se encuentra en los escritos de Ludwig Wittgenstein”, op. cit., 2003 p. 17.
9 S. Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, trad. Bernardo Moreno Carrillo, Barcelona, Península, 2001, pp. 75 y 76.
10 M. Montaigne, Los ensayos, trad. Jordi Bayod Brau, Barcelona, Acantilado, 2008, pp. 1201 y 1202.
11 M. Montaigne, Los ensayos, trad. J. Bayod Brau, Barcelona, Acantilado, 2008, p. 5.