El gusto estético [Reflexión sobre «I like»] – José Biedma López

El gusto estético [Reflexión sobre «I like»] – José Biedma López

El gusto estético [Reflexión sobre I like]

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El gusto estético [Reflexión sobre I like]

«Para gusto los colores» y «sobre gustos no hay nada escrito», dice la gente. Lo primero es admisible porque no hay argumentos definitivos para probarle a alguien que el verde, color cuya visión relaja, es mejor que el amarillo; tal vez quien prefiere el amarillo no desea tanto relajarse, sino excitarse… Pero lo segundo, que sobre los gustos no se ha reflexionado ni escrito nada, es palmariamente falso. Filósofos, poetas, estetas han escrito mucho, servible o riguroso, sobre el mal gusto y el bueno gusto, sobre el gusto clásico o el romántico, sobre lo que agrada a unos pueblos y a otros. A los antropólogos, etnógrafos y sociólogos les interesa la diversidad de gustos de las distintas sociedades y culturas, descubren patrones en sus gustos, intenciones significantes, representaciones simbólicas, valores morales. Los estudiosos escriben lo que constatan en sus cuadernos de campo y reflexionan sobre ello. También los psicólogos han escrito sobre gustos, tendencias y modas. Los consideran eventualmente como síntomas neuróticos: filias, parafilias, obsesiones, fobias, etc.

Así que sobre el gusto en general y sobre el gusto estético en particular se ha despachado ya mucho comunicado. Hay disponible una enciclopedia en muchos idiomas encuadernada con todos los colores.

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El gusto estético tiene mucho que ver con el sentido común, incluso es posible reducir el primero al segundo. Como creía Kant, el gusto es susceptible de formación y perfeccionamiento. El gusto estético es un sentido que, como el olfato, el oído o la vista, puede y debe educarse. Es obvio que no nos referimos aquí con la palabra “gusto” a las papilas gustativas, sino al sentido apreciativo de la belleza o el interés estético en general por el que juzgamos el encanto o la perfección de un objeto. Puede que la belleza y la sublimidad no sean los únicos, ni siquiera los más importantes intereses estéticos.

Explica Hans-Georg Gadamer (1900-2002) que originalmente el concepto de gusto fue más moral que estético y que en el origen de su historia como concepto propio de las bellas artes nos topamos con el genial jesuita aragonés Baltasar Gracián (1601-1658), autor que ha influido mucho en la cultura alemana, tan apreciado, traducido, interpretado y aplicado por Schopenhauer y Nietzsche. Gracián consideraba que el gusto sensorial animal contiene ya el germen de la distinción que realizamos en el juicio espiritual sobre los seres. El discernimiento sensible que opera el gusto como afecto o desafecto, simpatía o antipatía, recepción o rechazo, disfrute o asco, no es mero instinto, sino que contiene ya algo de libertad espiritual al distanciarse de las necesidades más urgentes de la vida. 

Podemos decir que Gracián considera el gusto como una primera espiritualización de la animalidad y añade que la cultura no sólo depende del ingenio, sino también del gusto. No son sólo nuestros «sentidos materiales» los que despiertan la admiración ante lo hermoso, sino también otras potencias del alma cuando nos entregamos a sublime y desinteresada contemplación. De las capacidades representativas e intelectuales del ánimo depende el realce espiritual del gusto (v. El Criticón, I, Crisi 3ª).

Igual que la persona de buen paladar puede cultivar su olfato y matizar sabores para su sensual disfrute, e incluso consolidar sus aptitudes sensibles en un oficio, como hace el enólogo, el ideal gracianesco de hombre culto, de persona civilizada, El discreto, habrá de ser un «hombre en su punto», alcanzando con la justa libertad de la distancia respecto de la necesidades y utilidades una superior capacidad consciente para elegir y distinguir, que consigue educando su estimativa, refinando sus gustos…

«Nace bárbaro el hombre; redímese de bestia cultivándose. Hace personas la cultura» -sentencia Gracián como principio de acción, recomendado en su Oráculo Manual (I, 1. 87).  Y ese cultivo no es sólo el de la memoria, la inteligencia, la voluntad…, sino también el del gusto. La cultura misma es aliño de buen gusto. Y no sólo ha de estar bien aliñado y con buen gusto el entender: «también el querer, y más el conversar» (Ibidem). El gusto es muy relevante, porque… 

«Cave cultura en él, así como en el ingenio; realza la excelencia del entender el apetito del desear, y después la fruición de poseer. Conócese la altura de un caudal por la elevación del afecto […]; así como los grandes bocados son para grandes paladares, las materias sublimes, para los sublimes genios […]. Péganse los gustos con el trato, y se heredan con la continuidad: gran suerte de comunicar con quien lo tiene en su punto» (Oráculo Manual, 65).

Sabe Gracián de la estrecha relación del gusto con el deseo, el placer, los afectos, pasiones y emociones, con la educación y con la comunicación. Hoy diríamos con los Medios de Comunicación, que tan poderosos se han vuelto en el diseño, fabricación y adulteración masivo e industrial de almas y gustos. 

El buen gusto es así un ideal moderno que plantea una nueva sociedad cultivada, en la que los individuos y sus estatus ya no se reconocen por nacimiento o rango, sino por la calidad y comunidad de sus juicios y comportamientos. El buen gusto, «la gala del vivir» del Discreto es también un bel portarse. El buen gusto alcanza así la categoría de actitud y también la de un modo de conocer como capacidad de distanciamiento respecto de uno mismo y de sus preferencias privadas, que aspira a una generalidad. Son perceptibles sus atributos: admiración calificada, gracia, donaire, donosidad, cortesía, discreción, apacibilidad, templanza del genio, decoro, cordura… En una palabra -concluye el jesuita aragonés- el buen gusto hace al genio genial.

Y esto, aun admitiendo como hacía Kant que en cuestiones de gusto puede haber riña, pero no discusión, dado que en este ámbito no es posible hallar baremos conceptuales generales que pudieran ser reconocidos por todos. Para Gracián como para Nietzsche la ascesis del estilo propio, personal, es regla de vida. Para el alemán sólo una cosa es necesaria «dar estilo al carácter» conociendo sus fuerzas y flaquezas, ostentando las primeras y ocultando las segundas, haciendo realces de los defectos, según un plan «concebido con buen gusto»…

«Aquí se ha enmascarado una fealdad que no se podía corregir, allá, ha sido metamorfoseada, se ha hecho de ella una belleza sublime […]. Los genios fuertes y dominadores serán los que gocen de los placeres más sutiles de esta coacción, esta esclavitud, esta perfección dictada por su ley personal […]. Al contrario, los genios débiles, los que no se dominan a sí mismos, odian la servidumbre del estilo» Gaya ciencia L. IV.

Sin embargo, el gusto no es sólo una mera cualidad privada, pues aspira a ser buen gusto y su dictamen, el del hombre de buen gusto, incluye una pretensión de universal validez, siendo parecido a un “sexto sentido” que se alcanza por formación y se educa: un sentido espiritual. Desde este punto de vista el «mal gusto» no es lo contrario del buen gusto, sino la ausencia de este sentido estético, competencia ganada por una sensibilidad consciente de sí, trabajada y atenta tanto al conjunto como a los detalles.

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La moda es otra cosa, una costumbre efímera y susceptible de cambiar. Imagine el lector el glamur que tuvo posar fumando un cigarrillo, inspector de policía o intelectual, y el escaso encanto que tendría hoy. Unamuno llamaba a la moda “la máscara de la muerte”, porque es esencialmente pasajera y efímera. Regula a su capricho sólo las cosas que sin perjuicio igual podrían ser de otra manera. Es un hecho que la moda crea una dependencia social, que tasa alto el gregarismo de nuestra raza. Obliga a respetarla. Tal vez por eso Kant creía que es mejor ser un loco en la moda que contra la moda, aunque es locura también tomarse la moda en serio. A fin de cuentas y aunque las apariencias engañen, «la buena exterioridad es la mejor recomendación de la perfección interior» (Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia, III, 2.). Uno debe adaptarse al medio, pues los tiempos mudan el discurrir y el gustar: 

«No se ha de discurrir a lo viejo y se ha de gustar a lo moderno. El gusto de las cabezas hace voto en cada orden de cosas; ese se ha de seguir por entonces, y adelantar a eminencia: acomódese el cuerdo a lo presente, aunque le parezca mejor lo pasado, así en los arreos del alma como del cuerpo. Sólo en la bondad no vale esta regla de vivir: que siempre se ha de practicar la virtud.» (Ibidem, II, 2. C, 120).

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Frente a la moda, el gusto es capacidad de discernimiento, relativamente indiferente al contagio social de «lo que priva» o «lo que se lleva» o lo que se considera anticuado, cutre, vulgar, etc. Sin embargo, el buen gusto no tiene otro remedio para ser reconocido como tal que adaptarse a la moda, aun sin someterse del todo a ella ni exagerarla. Incluso adapta las exigencias de la moda al propio gusto «marcando tendencia» o creándola casi de la nada. Uno mantiene así su estilo adoptando la moda con mesura y no siguiéndola a ciegas. El buen estilista conserva su criterio y sólo adopta lo que cabe en él y tal como quepa en él. El Discreto proteico de Gracián nunca incurre en el peligro de condenar solo lo que a muchos agrada: «antes loco con todos que cuerdo a solas». Su héroe camaleónico, que puede interpretarse como una versión política de Don Juan (Benito Pelegrín) siente con los menos y habla con los más, pues «si es sola la cordura, será tenida por locura».

Frente a la tiranía de la moda, el buen gusto conserva una libertad y superioridad específica. Su asentimiento no depende de una comunidad empírica, sino de una comunidad ideal. Es pues una manera propia de conocer, aunque este modo de conocimiento no pueda reconducirse a reglas ni conceptos. O no del todo. Pertenece al ámbito de la capacidad reflexiva del juicio que comprende en lo individual lo general, lo concreto por referencia a un todo. Si el objeto, la imagen, el vídeo o la opinión del texto me gustan las premio con un «I like», porque es adecuado, decorativo, elegante, «fino», sublime, bello, llama mi atención, me emociona, etc…, lo mismo un paisaje, un jardín, una taza o una obra de arte. El buen gusto no refiere sólo a la naturaleza y el arte, sino que se despliega también en lo bello del comportamiento, lo elegante, diría Ortega, es decir, en la realidad moral de los hombres. 

Como insinúa Gracián, dar gusto, o sea agradar es “figura de éxito y estilo” que vale incluso de estilete para agredir, como para hacer amistades y conservarlas. «Al contrario, están otros puestos en no dar gusto, no tanto por lo cargoso, cuanto por lo maligno, opuestos en todo a la divina comunicabilidad» (Ibidem, III. 3. 32., el subrayado es mío). Algo parecido a la vocación de hacerse grato podemos decir respecto a la recíproca de agradarse o saber estimar, pues «ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo; ni hay quien no exceda al que excede. Saber disfrutar a cada uno, es útil saber» (Oráculo Manual, III, 1. «Arte de agradar»). La psicopedagogía actual debería reparar más en que la capacidad para estimar lo ajeno es tan importante como la de estimar lo propio, la famosa autoestima que tan fácilmente se degrada en narcisismo.

En El Criticón (I, 3ª), aun reconociendo que este universo «se compone de contrarios y se concierta de desconciertos» se pondera y exalta lo admirable de su portentosa fábrica, de su variedad, que hoy llamaríamos biodiversidad. Se reconoce la hermosura de sus criaturas y la manera enigmática en que coexisten mudanza y permanencia. Dios, escondido en sí, se disfraza en sus criaturas, lejos y cerca a la vez, conocido e invisible, como «Príncipe retirado a su inaccesible incomprehensibilidad», Deus absconditus. Con razón definió Filosofía este mundo como espejo divino o como libro donde en cifras de criaturas pueden estudiarse las divinas perfecciones… 

«Convite es, dijo Filón Hebreo, para todo buen gusto donde el espíritu se apacienta. Lira acordada, le apodó Pitágoras, que con la melodía de su gran concierto nos deleita y suspende. Pompa de la majestad increada, Tertuliano, y armonía agradable de los divinos atributos, Trismegisto.» (Gracián, Ibidem. Hemos añadido las cursivas).

Como Gracián o Leibniz, también Kant otorga un cierto peso moral al hecho de que a alguien le pueda gustar la naturaleza. La varia naturaleza quiere ser atendida y admirada y Admiración no es sólo condición y principio de Filosofía, como dejó dicho Aristóteles, sino que Admiración o Asombro, siendo como es hija de la ignorancia, también es madre del gusto. No se admiran los que no advierten. El advertir es para el juicio crítico esa atención cuidada y concentrada que le regalamos a la cosa. Nos sorprenden a veces las cosas no por grandes sino por nuevas, y despreciamos los superiores empleos por demasiado conocidos, «y así andamos mendigando niñerías en la novedad para acallar nuestra curiosa solicitud con la extravagancia» (El Criticón, I, 3ª).

No obstante, siendo un modo de (re)conocimiento, ni el gusto ni siquiera el buen gusto pueden ser fundamento del juicio ético, por mucho que la insensatez narcisista y el halago publicitario hagan del gusto hoy criterio de lo justo (“no me gusta luego no es bueno”), pero sí cabe considerar que el buen gusto forme parte del juicio moral como su ratificación más acabada. Aquel a quien lo injusto le repugna puede estar seguro de su buen gusto. La ética clásica de los griegos, la ética de la mesotes (tensa y dinámica medida equilibrante) creada por Aristóteles, es en su sentido más profundo y abarcante una ética del buen gusto, que puede interpretarse peligrosa e hiperbólicamente -caso de la hiperfetación romántica de Nietzsche- como un esteticismo absoluto. Como dijo Roberto Calasso, la justificación estética de la existencia no es un invento de Nietzsche, aunque el poeta bigotudo le pusiera nombre. Su negativo es aún más deplorable en la autocomplacencia de aquellos odiadores o querulantes (haters) que preferirían siempre difundir sus desagrados y fobias, antes que su agrado, su “I D’ont Like”, antes que sus “I Like”. Las redes sociales consienten hoy este alarde de ingratitud y desgracia del que no puede o no sabe gustar de y, en consecuencia, tampoco consigue gustar a.

El esteticismo corre el riesgo de subordinar lo bueno a lo estéticamente bello, cuando esto no es más que el esplendor aparente del bien y, a veces, si se trata de una belleza cosmética, dérmica, exterior, lo estético puede ser un brillo y reclamo tan engañoso como peligroso. Es un hecho que el diablo sabe adoptar poses bellas y seductores postureos. Por eso Kant limpió la Ética de todos sus momentos estéticos y vinculados al sentir, aunque el precio fuese apartar el problema del gusto del centro de la Filosofía (v. Gadamer. Verdad y método, Salamanca 1988, pg. 73).

Según Gadamer, con Kant la relación entre el gusto y el genio se altera. El buen gusto ya no limita y modera las expresiones del genio como sucedía en Gracián, donde el buen gusto hacía al genio genial, sino que el concepto de genio acaba por convertirse en más comprensivo y hasta excluyente del buen gusto. El romanticismo sacará partido de este desequilibrio, pero hoy padecemos las consecuencias de su exagerado desvarío: sin mediar el criterio del buen gusto cualquiera se tiene por genio y exhibe sus síntomas patológicos y hasta sus excrementos como señales de su genialidad, o basta el señuelo del escándalo, la novedad o la extravagancia para acreditarse como “genio” de las artes que, de camino, pierden su condición de bellas artes. Si la sensibilidad selectiva que constituía el buen gusto tenía con frecuencia un efecto nivelador respecto a la originalidad de la obra de arte «genial», evitaba con ello lo excesivo y disparatado. El movimiento del Sturm und Drang recusará y hasta atacará la doctrina del buen gusto. Sin embargo, el mismo Kant había tenido en cuenta la idea de una perfección del gusto y por tanto su dimensión normativa. 

Contra dicha dimensión normativa se levanta fácil el escepticismo estético, ya que el gusto y lo considerado como buen gusto cambia evidentemente con el tiempo y las culturas, la falaz afirmación de que “sobre gustos no hay nada escrito”. Puede que el gusto represente una dimensión restrictiva de lo bello, pero no contiene su auténtico principio. «La idea de un gusto perfecto se vuelve así dudosa tanto frente a la naturaleza como frente al arte» (Gadamer). La moda lo prueba, y ello a pesar de que el milagro del arte, la misteriosa perfección inherente a sus creaciones más logradas, tienda a mantenerse visible en todos los tiempos, acreditándose como forma clásica.

Kant ensayó una estética autónoma y libre del baremo del concepto lógico; en lugar de buscar un arte «verdadero». Por eso fundamentó el juicio estético en el a priori subjetivo del sentimiento vital, en la armonía y libre juego de nuestra capacidad de conocimiento en general, esencia común a gusto y genio. Evita así la caída en el irracionalismo del culto decimonónico al genio. Kant habla del disfrute estético como «acrecentamiento del sentimiento vital», anticipando el concepto de vivencia (Erlebnis) como verdadero acontecimiento consciente, que será tan del gusto del idealismo subjetivo y del idealismo absoluto.

Gadamer nombra al poeta Friedrich Schiller (1759- 1805) como momento en que la idea trascendental del gusto se convierte en una exigencia moral hasta formularse como imperativo: «compórtate estéticamente». Fichte había hablado de un «instinto lúdico» que habría que desarrollar auto-creativamente. El dandismo del XIX, con Oscar Wilde como su artista y filósofo más logrado, aplicarán dicha norma. Disfrute sensorial y sentimiento moral parecen confundirse cuando sólo el arte aparece vía regia y se siente camino seguro hacia la libertad subjetiva, incluso si es polémica contra la tutela moralista del estado y la sociedad. Se pasa así de una educación a través del arte a una educación para el arte… El arte por el arte.

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Los gustos cambian. Cuenta Pío Baroja cómo colaboró él mismo en la resurrección de el Greco, de Zurbarán y del paisaje castellano, que no eran del gusto de la generación anterior. Cada época tiene su clima espiritual. El juicio sobre la belleza de un cuadro o un paisaje depende innegablemente del gusto artístico de cada época. Hasta el siglo XVIII se tenía por feo, tal vez por asimétrico, el paisaje alpino. En las malas épocas de penurias, guerras o conflictos, los valores tradicionales y las pautas académicas se debilitan, y entonces puede que algunos estén preparados para gustar de lo extravagante y hallen atractivo en lo extraño. Por eso afirma Baroja en La caverna del humorismo (IX. “Buen gusto y mal gusto”) que el gusto anárquico y hasta el mal gusto hacen descubrimientos en arte; «el buen gusto generalmente se limita a alabar lo ya alabado y a reconocer lo ya reconocido». Pone el ejemplo de Voltaire y Montesquieu, ambos fueron hombres de buen gusto pero por eso mismo no hicieron descubrimientos en arte. Montesquieu despreciaba el gótico por enigmático y obscuro. Hoy nadie diría o pensaría eso.

Al buen gusto Baroja le encuentra el defecto de que lleva con frecuencia a la acomodación y al sacrificio del estilo propio y personal al estilo general. El buen gusto corrige, elimina, selecciona… Y a veces el efecto estético que buscamos, el humorismo por ejemplo, depende de que al lado de cosas admirables aparezcan otras que no lo son tanto, que incluso son de mal gusto, como si estas notas de mal gusto fuesen fermento y levadura para que el pan no esté soso. Así, el temor al mal gusto llevó al arte durante el siglo XVIII, por un prurito de lógica, razón y medida, a la noñería de poca emoción y poca vida. Baroja piensa que el humorismo y el buen gusto con dificultad se armonizan. El humorismo no es distinguido, pero tampoco siente el vasco predilección por flores extrañas, como las del mal de Baudelaire.

Cuando lo estético ya no es real ni imita lo real, ni lo sublima o idealiza, sino que sólo parece ser o expresa vivencias subjetivas, cuando lo estético ya no se entiende como una modificación de la realidad auténtica, sino que esta pasa a ser objeto exclusivo de la ciencia y de su metodología, el concepto de gusto pierde su valor cognoscitivo y también el artista pierde consideración en el mundo, se refugia en la marginación del bohemio, del maldito, cuyas formas de vida difieren de la moralidad pública. En todo caso, si el artista pretende vivir de su trabajo, su obra ya no responde a una vivencia estética trascendental, sino que más bien se elabora y retribuye por encargo.

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José Biedma López

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Fuentes principales

  • Del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián cito la excelente edición de Zaragoza (1983) en la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses, que incluye estudio introductorio de Benito Pelegrín. De EL Criticón, la edición de Clásicos Castellanos con introducción y notas de Evaristo Correa Calderón.
  • Hans-Georg Gadamer. Verdad y método, Ediciones Sígueme, Salamanca 1988.
  • Pío Baroja, La caverna del humorismo (1919), editada por Caro Raggio, Madrid 1985.

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