«AtrapArte. Dudas y vivencias en el arte contemporáneo», de Eulogio Sánchez Saiz & María Jesús Martínez Silvente [Prólogo de Juan Uslé] – Sebastián Gámez Millán

«AtrapArte. Dudas y vivencias en el arte contemporáneo», de Eulogio Sánchez Saiz & María Jesús Martínez Silvente [Prólogo de Juan Uslé] – Sebastián Gámez Millán

AtrapArte. Dudas y vivencias en el arte contemporáneo, de Eulogio Sánchez Saiz & María Jesús Martínez Silvente. Prólogo de Juan Uslé.

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Al menos desde Marcel Duchamp y su célebre Fuente (1917), que supone un giro copernicano en la historia del arte, desplazando la importancia de la obra como fenómeno estético al espectador, o lo que equivale a lo mismo, del objeto al concepto, el arte contemporáneo oscila entre la búsqueda de la originalidad y la genialidad, entendidas con frecuencia como transgresiones sobre la regla o la norma, y las imposturas las más de las veces, que tanto decepcionan al público.

Prologado por el artista Juan Uslé, el libro que reseño se compone de dos relatos, dos perspectivas complementarias acerca del arte contemporáneo: en orden de aparición, primero, la de Eulogio Sánchez Saiz, profesor de matemáticas y empresario, pero en este caso coleccionista sensible a los placeres de la imaginación y del entendimiento; y, segundo, el de María Jesús Martínez Silvente, Doctora en Historia del Arte, profesora de la UMA de esta disciplina, con monografías sobre Picasso y Francisco Peinado, y comisaria de exposiciones sobre Chillida, Javier Garcerá y Santiago Ydáñez.
Eulogio comienza contándonos vivencias con las que descubrió que la aparente sencillez de no pocas manifestaciones artísticas es fruto de un largo y difícil aprendizaje que rara vez se alcanza. Sostiene que “la curiosidad ha sido y es el motor de mi interés por el arte. Curiosidad por descubrir qué hay detrás de cada obra, cuál fue el motivo para crearla, qué influencias se aprecian en ella, por qué se eligió ese medio o qué sentimiento quiso provocar su autor” (p. 17), a pesar de que sabe, de acuerdo con Duchamp, que “no son los pintores sino los espectadores quienes hacen las obras”.

Destaca “la infidelidad y la promiscuidad como cualidades esenciales de un buen coleccionista” (p. 20). Su colección, que describe como “una autobiografía en imágenes”, se caracteriza por “contener obras de autores vivos en el momento de su adquisición”, y por ser “ecléctica, actual y personal” (p. 26). Confiesa que no conoce la fuerza que le mueve a elegir la obra, pero que es un impulso irresistible. Con todo, piensa que “el flechazo no es una atracción aleatoria e irracional”, sino más bien “la manifestación de algo que se ha ido generando en tu interior sin ser consciente de ello” (p. 41). Para expresarlo bajo una aparente paradoja, diríamos: “yo no te hubiera buscado si previamente no te hubiese encontrado”. Reconoce que cuando le asaltan dudas sobre el arte contemporáneo, recurre a Goya y va al Prado a ver algunos de sus retratos o las pinturas negras.

Asimismo, resalta que “hay otra colección tan importante o más que la formada por las obras, y es la compuesta por las experiencias vividas tras aproximarse a los diferentes actores de este mundo apasionante” (p. 36). Me pregunto de qué vale el arte si no aprendemos mediante él a experimentar, sentir, percibir, pensar, comprender. Recuerda tres visitas con amigos del mundo del arte a tres exposiciones: una antológica de Chillida en el Reina Sofía, otra de Mark Rothko en la Fundación Miró de Barcelona y la de Francis Bacon en el Prado.

Testimonia que “ante el Mural de Harvard (Rothko) creí encontrarme en un espacio de recogimiento, de encuentro con uno mismo” (p. 39). ¿Acaso el arte, tanto desde la perspectiva del creador como del receptor, no es un ejercicio con el fin de acceder a otro modo de percibir, comprender y ser en el mundo? “Ejercicio artístico” es el concepto en el que pienso.

Por el contrario, con la pintura de Francis Bacon “me sobrecogió la animalidad en todo su sentido físico y conductual. (…) salí del museo golpeado por una pintura que habla de la vida, que fascina y horroriza física y mentalmente” (p. 40). Se diría que mientras Rothko nos enseña a recogernos, a estar con nosotros mismos, Bacon nos altera, desasosiega y sacude. En cualquier caso, no deja de ser sorprendente que el arte, que es representación, se incorpore así a la vida.

Sobre el que probablemente sea el vídeo-artista más célebre, Bill Viola, indica con acierto que “sus vídeos, realizados en alta tecnología y algunos de grandes dimensiones, evocan la mejor pintura clásica. (…) Sus obras están impregnadas de mística y espiritualidad, utiliza temas como el nacimiento, la existencia, la muerte, la transformación y todo aquello que ahonda en la condición humana” (p. 47). En otros términos, Viola busca por medio del arte, con la tecnología propia de nuestra época, lo que de común hay en los seres humanos, más allá de la diversidad cultural y nuestras irreductibles diferencias individuales, ya que una de las funciones del arte es unirnos, recordarnos que todos somos humanos.

No obstante, reconoce que esa seducción que experimentó la primera vez que estuvo ante una pieza de Viola “la he ido perdiendo, posiblemente, por su previsibilidad, por resultarme repetitivo y por ese empalagoso amaneramiento de todas sus obras” (p. 47). Más adelante nos habla de Santiago Ydáñez, “un animal pictórico que respira pintura por los cuatro costados” (p. 59; el libro, ilustrado, incluye una imagen de una obra suya, Ofelia (2013) al final, en la página 116). Nos habla del estudio del artista como prolongación de la personalidad del creador, de las obras inacabadas como ayuda para comprender la creación y de Berlín como su “Rosebud” (p. 66).

El capítulo VIII, el más breve, es, sin embargo, de los más densos y enjundiosos, y contiene reivindicaciones y mensajes que están a la altura del cierre y en los que conviene reparar: “es necesario que los museos consideren que la educación es esencial, debiendo colaborar y apostar por ella en lugar de poner su objetivo únicamente en el número de visitantes. El arte ejerce un efecto beneficioso, determinante en el desarrollo de la persona” (p. 67). Más adelante añade que “una obra de arte nunca se puede explicar”. Creo que le falta un adverbio; creo que quiere decir que no se puede explicar definitivamente, puesto que de lo contrario se estaría refutando. “Este misterio es el que nos toca (…) esta es la gran fuerza del arte, la que nos engancha y no nos suelta” (p. 68).

“Las dudas de una historiadora del arte” es el relato de María Jesús Martínez Silvente. Comienza desde su etapa como alumna universitaria, donde ocurre el milagro, cuando se percata de que “me seducían detalles del día a día que, hasta ese momento, habían pasado desapercibidos” (p. 72). ¿No será eso consecuencia de la sensibilidad que despliega de manera casi imperceptible el conocimiento? ¿No será “la transfiguración de la visión cotidiana”, como denomina Arthur C. Danto a la experiencia estética?

Relata distintos viajes y experiencias con el arte: con Calder en el Peggy Guggenheim, en Calabria con una compañera y unos alumnos, en el CAC de Málaga, donde pudo conocer a su admirada Marina Abramovic, en la Tate Modern, con Munch y con Damien Hirst, en Venecia…

Como docente universitaria, le asalta constantemente la duda de “si el arte realmente se puede enseñar y si también se puede aprender; si depende en mayor medida del transmisor de conocimientos o del receptor de los mismos, si el secreto reside en la sensibilidad, en la perseverancia o más bien de la destreza y las aptitudes naturales… (p.108)”.

Una experiencia habitual con los alumnos del primer curso de Historia del Arte es que “suelen ser propensos a comparar obras maestras de otros tiempos con piezas vanguardistas, por lo que estas últimas siempre salen perdiendo” (p. 105). En cambio, en la Facultad de Bellas sigue sucediendo “el milagro, la sacudida” con “el urinario de Duchamp, el ojo de Buñuel, la lata de Manzoni o la liebre de Beuys” (p. 104).

Si bien no existe un método único y exclusivo para transmitir el arte –ni casi nada– creo que uno eficaz es el que desprende de una tierna anécdota con su hijo, Mario, al que lleva al Museo Picasso de Málaga a ver Madre y niño (1921): “a él aquella imagen le había llamado la atención desde el principio, decía que éramos él y yo, y cada vez que la detectaba desde el coche en los mupis de las paradas de autobús me llamaba la atención para que la mirara, como si fuese una foto nuestra, como si realmente fuésemos nosotros” (p. 91). Hay que lograr ver que habla sobre “nosotros”, interpretarse mientras interpretamos la obra, comprendernos mientras la comprendemos, de eso se trata.

Martínez Silvente lo aclara con una atinada cita de Rancière que pone en tela de juicio la mirada del “ojo inocente” del que ya desconfiara hasta el mismo Gombrich: “Aprendemos y enseñamos, actuamos y conocemos también como espectadores que unimos en todo momento lo que vemos con lo que hemos visto y dicho, hecho y soñado. Todo espectador es de por sí actor de su historia, todo actor, todo hombre de acción, espectador de la misma historia” (p. 91). Precisamente el arte puede ayudar a dotarnos de una mayor conciencia para desdoblarnos y comprendernos desde múltiples perspectivas y con más distancia.

Al comienzo del capítulo VIII de su relato, atribuye la responsabilidad de la inadecuada educación artística a los políticos: “La culpa de que no haya una educación artística de calidad en nuestro país la tienen los políticos, qué duda cabe” (p. 100). Tengo para mí que ellos no tienen el monopolio de las responsabilidades de esta educación; que todos, en variable medida, en tanto que ciudadanos que nos ocupamos del cuidado de la ciudad-polis, somos políticos. Ahora bien, como ciudadanos carecemos de las mismas responsabilidades que aquellos que han sido elegidos y cobran por ocuparse de estos asuntos.

La autora concluye con humor, en diálogo cómplice con su compañero por este recorrido por el arte contemporáneo, manteniendo el coraje de la duda: “A mí sí que me gusta que me identifiquen como historiadora, aunque las dudas sobre todo lo que rodea al Arte me sigan asaltando un día sí, y el otro también” (p. 116). Si no mantuviera el coraje de la duda, no estaría viva su capacidad de pensar, cuestionar y experimentar el arte y, por lo tanto, correría el riesgo de que sus conocimientos se anquilosaran. Como decía un excelente divulgador científico: “Sólo se puede tener fe en la duda”.

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Sebastián Gámez Millán

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Nota

AtrapArte. Dudas y vivencias en el arte contemporáneo. Eulogio Sánchez Saiz & María Jesús Martínez Silvente. Prólogo de Juan Uslé. El Desvelo Ediciones, Santander, 2018. ISBN: 978-84-9487-078-1 .

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