En busca de lo real: Giacometti en el Prado
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Alberto Giacometti – L’Homme qui marche II, 1960 – [Bronze, Exemplar 4/6; bezeichnet ‘Susse Fondeur Paris’ – Fondation Beyeler, Riehen/Basel, Sammlung Beyeler]
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A diferencia de otros grandes artistas que contribuyeron a abrir las puertas del arte contemporáneo, y cuyo paso por el Museo del Prado fue decisivo en su conformación creadora, pensemos en Manet, Picasso o en Francis Bacon, Alberto Giacometti (Borgonovo, 1901-Chur, 1966) nunca recorrió este espacio. Sin embargo, sí asistió en 1939 a la exposición Chefs-d`oeuvre du Musée du Prado, celebrada en Ginebra, adonde habían ido algunas de las obras más relevantes para evitar su pérdida durante la Guerra Civil española. Allí vio piezas de algunos de sus pintores predilectos, como Rafael, Durero, Tintoretto, El Greco, Velázquez o Goya.
Hasta el 7 de julio, este museo organiza la exposición “Giacometti en el Museo del Prado”, en la que se pueden ver 18 esculturas y dos retratos en diálogo con una serie de pinturas, la mayoría de ellas consideradas obras maestras. Si bien es reconocido como uno de los más destacados escultores del siglo XX, con un estilo tan singular y auténtico que resulta poco menos que inimitable, el dibujo para Giacometti es esencial, y no solo porque fue también un inquietante retratista, sino porque consideraba el dibujo como la base del arte, tal como repite a menudo en Retrato de Giacometti James Lord, que nos dejó un memorable retrato del artista al tiempo que era pintado por él.
En principio, como ha indicado el crítico José María Parreño, “superponer dos regímenes de visualidad distintos, el del plano pictórico clasicista y el del volumen escultórico moderno”, no parece muy acertado, y no solo porque uno le pueda cercenar atención al otro. A ello se añade la falta de un discurso teórico que articule la exposición. No obstante, la obra de Giacometti rara vez decepciona. Y el cruce de miradas entre pinturas y esculturas permite un análisis comparado, jugar al interminable juego de lo uno y lo otro, las similitudes y las diferencias.
El recorrido comienza en la sala 12, donde Velázquez, desde Las Meninas, contempla El hombre que camina, una de las piezas más icónicas de Giacometti. Si el valor de una obra se mide por la capacidad de condensar el espíritu del tiempo, hay pocas obras de arte comparables a esta escultura: es la falta de fundamento y de asideros del ser humano en medio del nihilismo, es el absurdo de la existencia sin otro horizonte que el de la propia muerte… Y aún así camina. Las otras tres piezas que acompañan a esta se realizaron también en 1960: Gran mujer III, Gran mujer IV y Gran cabeza. Se trata de esculturas de unas amplias dimensiones, acordes con el espacio de esta sala.
En la sala 27 encontramos un par de retratos: Isaku Yanaihara (1961) y Cabeza de hombre I (Diego) (1964). Como los de Francis Bacon, que también aparecen en ocasiones enjaulados, los retratos de Giacometti parecen presencias fantasmales y, sin embargo, conservan un extraño aura que los vincula con el arte del pasado, como si fueran rituales. Aun siendo un arte moderno, propio de su tiempo, es a la vez intemporal. En esta misma sala y en la contigua hay cinco esculturas. La que mantiene un cruce de miradas más sugerente quizá sea El carro (1950), que la han situado ante el imponente retrato de Carlos V en Mühlberg, de Tiziano. Al fin y al cabo, inventos como la rueda y el uso de animales, como el caballo, han sido imprescindibles para el desarrollo de la humanidad.
Uno de los cruces de miradas en el que pintura y escultura se iluminan mutuamente es el que tiene lugar en la sala 9, donde Mujer de pie (1948-1949), una alargadísima y delgada figura conversa con los personajes asimismo amanerados, alargados y ascendentes del Greco. La diferencia es que mientras en el Greco todavía hay un cielo, en Giacometti ha desaparecido esa esperanza. Curiosamente, uno de los procedimientos del arte para avivar e intensificar la expresividad de los lenguajes ha sido deformar los cuerpos, tomar cierta distancia con respecto al naturalismo sin renunciar a la realidad, que se dice de múltiples formas.
Por el contrario, el cruce de miradas menos fecundo es, a mi parecer, el de la sala 25, en el que han unido siete esculturas, variaciones de Mujer en Venecia (1956) a un lado de El lavatorio, de Tintoretto. Más allá de Venecia no sé qué relación guardan entre sí. En cambio, en la sala 10A sí logran iluminar de nuevo la mirada cruzando Los trabajos de Hércules, de Zurbarán, con La pierna (1956), de Giacometti: la anatomía humana es un tema del arte imperecedero.
Observamos aquí dos características del arte de Giacometti que son a la vez signos del arte de nuestra época: el despojamiento, tan recurrente en el minimalismo, y la fragmentariedad. Es como si el escultor se dedicara a despojar la materia hasta que se nos revela la presencia del otro. Paradójicamente, quitando, suma. Como él mismo afirmaba: “cuando más se quita, más crece el objeto”. De este modo consigue ir a lo esencial. Y, por lo que se refiere a la fragmentariedad, ya decía Plinio que las obras más perfectas son las inacabadas. Pero en el caso de los modernos parece que se ha cobrado conciencia de que las obras no se acaban, se abandonan.
Si hacia 1930 Giacometti se adhirió al movimiento surrealista, sustituyendo poco a poco “lo real por lo imaginario”, unos años más tarde volverá a su incesante búsqueda de reflejar lo real, hasta el punto de que, como ha señalado uno de sus más penetrantes estudiosos, Yves Bonnefoy, “la presencia del Otro, que Giacometti acabará reafirmando al término de su autoanálisis, es la suprema realidad y el principal cometido de la creación artística”. Paradójicamente, tanto sus esculturas como las pinturas que cuelgan de las paredes del Prado son obras de arte, representaciones. Y, sin embargo, en no pocos casos se dirían que son más reales que nosotros, los espectadores que paseamos a su alrededor. Por lo menos albergo pocas dudas de que perdurarán más que nosotros.
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Sebastián Gámez Millán
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