Esa música que suena – Sebastián Gámez Millán

Esa música que suena – Sebastián Gámez Millán

Esa música que suena

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a Rafael Guardiola Iranzo, cuyo padre era director de orquesta, y cuya madre era cantante, y de aquella música brotó él.

 

 

Un superviviente de los campos de concentración se refugia sin saberlo en una casa en la que están instalados miembros del ejército que extermina a judíos como él. Habiéndose dedicado a la música y manteniendo, a pesar de las muy adversas circunstancias, su vocación por ella, en un momento que se cree solo siente la tentación de bailar sus dedos sobre las teclas de un piano que se encuentra en la casa, y no pudiendo resistir la tentación, se sienta ante el piano.

Es sabido que en tal contexto cualquier sonido, cualquier ruido, puede llamar la atención de una ametralladora u otra arma de fuego y, por lo tanto, puede suponer el instantáneo tránsito que va de la vida a la muerte. Él no desconoce por completo esa experiencia, pero el poder de imantación de la música en él es tal que no puede resistir la tentación, aunque se juegue la vida en ello. Mientras el superviviente se deleita, casi ensimismado, con la música que emana de los hábiles dedos que acarician y bailan sobre las teclas del piano, de repente un capitán del ejército alemán lo sorprende.

 

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La primera reacción, casi instintiva, y más aún durante una guerra, es dispararle. Él, inerme junto al piano, en lugar de levantarse y alzar las manos en señal de rendirse, se sigue aferrando al piano y a la música como si de una tabla de salvación se tratara. Intuye acaso que no podrá interpelarle de otro modo que mediante la música. ¿Qué extraño y cautivador poder no tendrá la música para que un individuo deje sobrevivir a otro cuando en casi cualquier otra circunstancia, en tal contexto, hubiera acabado con él? ¿Qué misterioso e hipnótico poder no tendrá la música para que dos seres que no se entienden con palabras, puesto que hablan diferente idioma, se comuniquen por medio de la música?

Los que carecen de una imaginación vívida para trazar un puente entre eso que de forma imprecisa llamamos `realidad´ y `ficción´, como si realidad y ficción fueran islas desencontradas e incomunicables, objetarán acaso que es una película, pero como nos recordó Aristóteles: “la función del poeta no es narrar lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, y lo posible, conforme a lo verosímil y necesario”; en otras palabras: no importa tanto si sucedió así o no como la posibilidad –incluso me atrevería a hablar de probabilidad– de que esto haya sucedido y siga sucediendo por obra y gracia de la música.

 

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Es justo decir, asimismo, que si aquel capitán, cuyo nombre real es Wilm Hosenfeld, no hubiera sido sensible a la música y, en particular, al Nocturno en cis moll, de Chopin, no lo hubiera dejado sobrevivir; dicho de otra manera, fue la habilidad para representar música lo que le persuadió de que ese individuo, a pesar de ser judío, no merecía morir. Recreo con torpes palabras, a falta de las sugestivas imágenes de la narración cinematográfica, una memorable escena de El pianista, de Roman Polanski, aquella que tengo para mí como uno de los mayores homenajes que desde el cine se le ha rendido a la música, al poder de la música para transformarnos.

Y no digo el mayor homenaje que desde el cine se le ha rendido al poder de la música por razones obvias (en La misión, en Bailar en la oscuridad, así como en La vida de los otros, por solo mencionar tres, hay otros memorables homenajes al poder de la música para transformarnos), puesto que para ello hubiera sido necesario, además de dar en la diana con un juicio certero, haber visto todas las películas, cosa que no he hecho ni haré. Pero, volviendo a la glosa que quería extraer de esa memorable escena, no me atrevería a decir con Schopenhauer o Nietzsche que la música es el arte más excelso, pues acaso, y pese a las no pocas afinidades que comparten entre sí las distintas modalidades artísticas –como el ritmo o la expresión–, sospecho que son inconmensurables entre sí, esto es, en rigor no se pueden comparar porque persiguen diferentes fines y parten de diferentes medios.

Ahora bien, creo que en ninguna modalidad artística como en la música resuena y vibra con mayor poder la afirmación de la vida. Quizás por ello, como decía George Steiner, “la música es planetaria. No sabemos de ninguna comunidad étnica, por rudimentaria que sea, que no cultive ninguna forma de música”. Sin embargo, no es un lenguaje universal, sino como prefiere decir el compositor Tomás Marco, “un universal antropológico”. No podría ser un lenguaje universal, entre tanto, porque carece de cierta precisión que se me antoja necesaria para poder establecer unos mínimos de comunicación y entendimiento, funciones esenciales del lenguaje natural.

Todas las artes, sin excepción, producen unas transferencias que nos alteran y transforman poco a poco, mas tal vez en ninguna sea tan palpable dicha transferencia como en la música. Cuando escuchamos a Bach, Mozart o Beethoven, somos, en cierto modo, Bach, Mozart o Beethoven. Quiero decir que cuando estamos escuchando –así, en gerundio– composiciones de estos grandes músicos nuestra identidad es como si se diluyera en la música, nos olvidamos de nosotros mismos, y mientras suenan las notas y los acordes, somos esa música que suena.

Por eso ha podido decir con acierto el director y pianista Daniel Barenboim que mientras escuchamos música las fronteras entre judíos y palestinos se difuminan, puesto que por encima de eso somos la música que suena y nos emociona y nos conmueve. Ojalá ustedes y, en general, todos aquellos cuantos aman y cultivan la música podáis continuar abriendo un horizonte de concordia y solidaridad entre las diferentes culturas a través de “esa misteriosa forma del tiempo”, la música.

 

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[Fryderyk Franciszek Chopin – Nokturn cis-moll – Lento con gran espressione op. posth. – Wladyslaw Szpilman]

 

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Sebastián Gámez Millán

Categories: Caffè Monteverdi