España amarillea entre pueblos vacíos [Acerca de «La lluvia amarilla», de Julio Llamazares] – Mario Guerrero
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España amarillea entre pueblos vacíos
Acerca de La lluvia amarilla, de Julio Llamazares
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Julio Llamazares dibuja un paisaje desolador en La lluvia amarilla, una novela publicada por Seix Barral.
«La soledad, es cierto, me ha obligado a enfrentarme cara a cara conmigo mismo. Pero, también, como respuesta, a construir sobre recuerdos las pesadas paredes del olvido. Nada produce a un hombre tanto miedo como otro hombre —sobre todo si los dos son uno mismo— y ésa era la única manera que tenía de sobrevivir entre tanta ruina y tanta muerte, la única posibilidad de soportar la soledad y el miedo a la locura.»
Soledad y locura sufre el protagonista de esta novela, publicada ya hace veintiún años en una España que no se avecinaba tan hueca como ahora vaticinan las estadísticas. En un momento en el que libros como La España vacía, de Sergio del Molino, y en el que manifestaciones en contra de la despoblación de los pueblos españoles, solo cabe recuperar libros como este, que fue uno de los precursores.
Esta es una novela que lleva muchos años recogiendo éxitos, pese a la historia aciaga que relata. Su autor, Llamazares, nació en un pueblo ahora desaparecido que se llamaba Vegamián, en León. Y esto tiene mucho que ver con la historia que se nos cuenta en el libro, cuyo escenario existe, pero no los personajes. Precedido por un prólogo del autor donde bendice el libro y celebra los años pasados desde su publicación, la novela nos presenta a su protagonista, Andrés, un anciano que vive en Ainielle, un pueblo abandonado del Pirineo aragonés que existió en realidad. Andrés es su último habitante y nos va contando su historia, las anécdotas del lugar y de los que allí vivieron mientras es consciente de que se acerca su muerte.
El comienzo es más propio de una novela de terror que de una novela sobre el éxodo rural, pero eso le da un plus de atracción. Presenta a su pueblo como un lugar silencioso y fantasmagórico, como un cementerio en el que las víboras y las telarañas campan a sus anchas y las casas se caen a pedazos. El primer capítulo es sobrecogedor por cómo el narrador nos cuenta, con una frialdad pasmosa, los hechos que imagina que pasarán cuando él muera, de manera que encoge el corazón del lector y no lo suelta hasta el fin de la novela.
También es verdad que el final de algún que otro capítulo roza lo macabro cuando narra muertes trágicas y la soledad terrible que se le abraza a él en medio del frío invernal. Pero la realidad es esta: Andrés se ve solo y asegura que él ya no existe, sino que lo que se mueve por el pueblo y por su casa son sus recuerdos y su sombra. En todo momento hay una narración turbada y descorazonadora de un protagonista que espera que su vida se apague como los rescoldos de la chimenea que le protege del invierno aragonés.
Por otra parte, Andrés nos narra el dolor que sintió cuando perdió a su hija de cuatro años, o cuando su hijo Andrés se marchó a Alemania a trabajar, lo que consideró como un abandono, prohibiéndole su entrada en la casa para siempre y rompiendo sus cartas con rencor. Entre el amor a su mujer y el odio a su hijo Andrés, el narrador nos sigue adentrando por la tragedia del éxodo rural en un libro que recibe ese nombre porque todo en él llega a convertirse en amarillo. Cuando llueve, el agua arrastra el color amarillo de las hojas otoñales y pinta con él las ventanas del pueblo, las casas, el suelo, las paredes, el aire, incluso a su perra (su última compañía) y a él mismo.
Con la posguerra de fondo, Andrés termina admitiendo que la muerte es objeto de deseo para él. Los fantasmas se cruzan con pasmosa rapidez en una historia trenzada de recuerdos, así como los espectros de aquellos que murieron y de aquellos que abandonaron el pueblo años atrás, y Andrés los confunde sintiendo miedo muchas veces, sabiendo que la muerte está allí, tentándole. La novela es circular y, finalmente, termina como comenzó.
Es impresionante cómo un libro tan aparentemente inofensivo puede llegar a remover las tripas del lector de forma tan brutal. Esta novela es una delicia, un veneno fuerte y amargo, pero necesario para entender la realidad (muchas veces olvidada) de nuestro país. El autor en todo momento hace juegos malabares con la narración, equilibrando así la supervivencia, la desesperación y la tristeza.
Es un libro corto, pero cómo duele adentrarse en él. De hecho, el lector también acaba amarilleado por el paso del tiempo y de las páginas, tal y como lo narra otro fragmento con el que veo apropiado terminar y que dice así: «El tiempo acaba siempre borrando las heridas. El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos.»
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Mario Guerrero
Nota
La lluvia amarilla. Julio Llamazares. Editorial Seix Barral, Barcelona, 2001. ISBN: 978-84-3221-747-0.
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