Estar en las nubes
34 Aforismos
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No se están quietas las nubes. Procuro apresarlas con las palabras y en seguida se esfuman. Ojalá nosotros tuviéramos esa habilidad para esquivar las etiquetas y discursos –vale decir prejuicios– con los que tratan de definirnos.
Contemplando las nubes se puede adquirir sabiduría de la vida. Por ejemplo, a pasar sin ser visto, que es de una discreción y elegancia sobrehumanas. Y más aún en la época de las redes sociales, donde parece que es un requisito indispensable ser visto para ser.
De las nubes también deberíamos haber aprendido a pasar sin que la mirada de los otros determine o condicione nuestro paso. Pero nosotros, que estamos más arraigados sobre la tierra, tenemos menos personalidad que ellas.
Dicen que hay nubes que amenazan tormenta y otras que anuncian serenidad. Pero las nubes, al igual que la naturaleza, son indiferentes a nuestra suerte: somos en cierto modo nosotros los que proyectamos las tormentas y labramos la calma.
Asociamos los días nublados a la tristeza, y los días despejados a la alegría, pero quizá esto no sea más que otro hábito mental. Feliz aquel que goza con las nubes y con el cielo despejado, pues acaso no ignora que de nosotros no depende elegir estos escenarios.
Observando la radiante luminosidad con la que desfilaban las nubes el día que perdió a su padre aprendió la glacial indiferencia de la naturaleza hacia los humanos.
Las nubes también nos hacen soñar con milagros. En días de lluvia, algunas, altivas y orgullosas, se distancian, y por ese hueco resplandece la luz.
Dicen que los días nublados o con lluvia incitan al recogimiento: ¿naturaleza humana o hábito adquirido?
Al igual que hay animales que llevan colgando a su alrededor unas moscas, hay elevadas montañas que no dejan de llevar a su alrededor nubes. No son tan pesadas como las moscas, pero nadie se las quita de encima, y en cuanto te descuidas, comienzan a llover.
Mientras que los agricultores sueñan con mandos a distancia que formen cúmulos de nubes que descarguen aguas sobre sus tierras, los restauradores sueñan con botones que despejen las amenazas de lluvia. No solo no llueve a gusto de todos, sino que además la nubes siguen, indiferentes, su implacable curso.
Para aquellos que tienen la mirada perdida en las nubes, la poesía responde:
“Inútilmente interrogas.
Tus ojos miran al cielo.
Buscas, detrás de las nubes,
Huellas que se llevó el viento”.
Este desfile de nubes es una procesión de preguntas: ¿Me quería o no me quería? ¿Por qué se fue? ¿Volverá?
En algunos atardeceres se incendian las nubes de luces rosadas o anaranjadas: ¿Acaso no es la vida una lenta despedida?
¿Por qué, a pesar de su indudable belleza, algunos miran tan poco las nubes? Quizá porque les recuerda la fugacidad y la fragilidad de la vida.
Hay algunas personas que no dejan de mirar las nubes, y parecen perdidos, ensimismados en sus pensamientos. Pero no están perdidos: están recogiendo el tiempo que está por venir.
Cuentan que Pitágoras era uno de esos que andaba perdido mirando las nubes. Pero un día, previendo lo que estaba al caer, alquiló unos molinos y se enriqueció. Luego despreció el dinero, y se quedó mirando las nubes.
Otro que se perdía ensimismado en sus pensamientos mientras miraba las nubes era Adam Smith. Pero tampoco andaba perdido: descubrió “la mano invisible”, que está en todo y todo se lo lleva.
Los artistas, los escritores, los filósofos, suelen estar en las nubes, pero no perdidos, sino más bien a la espera de descubrir dos imágenes que no se habían cruzado nunca, una metáfora o un concepto que ilumina de súbito la realidad.
Rafael Pérez Estrada se iba de repente a las nubes en medio de reuniones de abogados y otros negocios. Pero sabía regresar a la realidad con una historia, un verso o un dibujo relampagueante.
Don Quijote, o Alonso Quijano ya convertido en el otro, se iba con frecuencia a las nubes, pero retornaba a la realidad. Por eso no estaba loco. Y además venía con grandes ideales utópicos –libertad, igualdad, justicia– que están en las nubes, pero a veces sentimos que los acariciamos. Y, desde luego, sin ellos este mundo sería inmundo.
Si “estar en las nubes” equivale a “estar imaginando”, hay pocas expresiones que revelen mejor la condición humana. Antes que por la acción, lo que existe o existirá se traspasa por la imaginación o, para ser más exactos, por la acción de imaginar.
Estar o no estar en las nubes, he aquí la cuestión. Hay momentos en los que conviene no perder de vista el presente permanente; otros, en cambio, es mejor estar en las nubes, ya sea porque evitamos un infierno, ya sea porque se está a punto de alumbrar una bella idea.
En las nubes no se está, se pasa; y dichoso aquel que sabe refugiarse de los numerosos infiernos de lo real. Pero quien no retorna de ellos es que ha perdido el juicio o, lo que es lo mismo, el sentido de la realidad.
La vanidad de los humanos nunca descansa. Hay más de diez pintores que se atribuyen la paternidad de la abstracción. Las nubes siempre se mostraron de forma abstracta y nunca dijeron ni se atribuyeron nada.
Las nubes, ¿son amorfas o quizá todavía no hemos descubierto sus imprevisibles formas? Acaso no hay una imaginación tan portentosa y fértil como la de la naturaleza.
Un pintor chino de paisajes se concentró tan plenamente mientras dibujaba una nube que desapareció en ella. Su familia lo aguarda mirando las nubes, esperando que caiga del cielo.
Otro de los grandes pintores de nubes es Turner. No es fortuito que siguiendo el rumbo impredecible de las nubes prefigurara corrientes como el impresionismo o la abstracción.
En no pocas pinturas de Magritte aparecen inquietantes nubes: en El espejo falso, El reino de las luces, La cuerda sensible, El seductor, La gran familia, La primavera, El castillo de los Pirineos, La flecha de Zenón, Recuerdo de viaje, La gran mesa, El arte de la conversación, La leyenda de los siglos… Ante ellas tiene uno la sensación de descifrar algo, la inminencia de una revelación que al cabo no tiene lugar. Las nubes, tan cambiantes, no son respuestas, son preguntas. Y esto vale para la pintura de Magritte.
Las llamamos “nubes” como si todas fueran iguales, cuando en sentido riguroso cada una es única e irrepetible, aún más, no es igual ni a la que ha sido antes ni a la que es ahora. Las palabras fijan una identidad; las nubes, en movimiento sin fin, las deshacen.

Los charcos, como los espejos, poseen vocación filosófica, y al duplicar en sus aguas las nubes, nos preguntan: ¿cuál es la real y cuál es la apariencia?
En las nubes no hay quizá otra sustancia que sus movimientos, no hay otro ser que su cambiante apariencia. ¿Acaso no sucede lo mismo con los humanos?
Extraña forma de ser: de pronto son, de pronto dejan de ser. El ser de las nubes, al igual que el nuestro, es su tránsito.
Aquel piloto suicida se adentró con el avión en un mar de nubes. Y ya no se le volvió a ver. Prefería el no ser al ser.
Las nubes dibujan a cada instante sobre el lienzo del cielo formas imprevisibles e inéditas. Feliz aquel que sigue su curso y se maravilla de ser.
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Sebastián Gámez Millán