La bestia – II
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La bestia
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
Empujó la puerta con la palma de la mano hasta abrirla del todo. La luz grisácea inundó la estancia. El lugar olía a humedad y a algo desagradable que no supo identificar. Desde el umbral, se podía apreciar una vieja cocina de butano, una mesita y dos sillas y, de frente, dos habitaciones.
—¡Hola! ¿Vive alguien aquí? —exclamó entrando.
Dejó la puerta abierta para que la luz siguiera pasando y se coló lentamente con la mano derecha sobre su arma. Atravesó la cocina y se asomó a un cuartucho sucio que apestaba a mierda, supuso que el balde que había en la esquina hacía las veces de retrete. Lo escudriñó desde el umbral y caminó hasta la otra habitación. Empujó la puerta con el pie y advirtió que hacía tope con algo. Se metió de costado, a duras penas, y halló un cuchitril con un colchón amarillento sobre un somier. Enseguida se dio cuenta de que una trampilla abierta era lo que dificultaba el acceso. Se acercó y se agachó para ver qué había en el piso inferior, pero estaba tan oscuro que solo divisó una escalera de madera.
—¿Hola? —preguntó asomando la cabeza.
Sacó una linterna del bolsillo y empezó a descender por los peldaños. Iluminó el suelo. Estaba a unos tres metros. Agarró la linterna con la boca y se aferró con las dos manos a la escalera hasta que llegó al suelo. Allí abajo había un pasillo corto y un arco. Dirigió la luz hacia él antes de atravesarlo. Al otro lado le recibió una habitación cuadrada con una enorme mesa central repleta de botes y probetas. Olía a lejía y a amoniaco. A química. Enfocó al frente y distinguió una batería de coche junto a lo que parecía una fregadera. Bordeó la mesa para llegar hasta allí, pero tropezó con algo que había en el suelo y la linterna salió por los aires. Igor cayó de bruces sobre el bulto con el que se había topado, y sintió tal repulsión al notar algo blando y húmedo bajo su cuerpo, que se levantó como un resorte. Buscó con la mirada la linterna, pero todo estaba completamente a oscuras. Movió la mole con el pie. Era pesada como un saco de cemento. Siguió caminando guiándose por la mesa y llegó hasta el otro lado. Palpó la encimera y sus dedos reconocieron la batería de coche. Tenía un cable desconectado. Imaginó que de esa forma conseguían electricidad. Conectó el cable y una luz fluorescente empezó a parpadear como si fueran flashes de discoteca. Igor miró al suelo para averiguar qué era el bulto y se sobresaltó al fijarse en un charco rojo.
Sangre.
De pronto la luz hizo un guiño y la lobreguez volvió a adueñarse del lugar. Sacó su arma y contuvo la respiración. El corazón aporreaba por todo su cuerpo. Especialmente en su oído derecho. Bum, bum. Por suerte, un leve clic estabilizó el tubo fluorescente permitiéndole descubrir que la mole del suelo era un hombre. Se acercó con cautela al individuo. Estaba bocarriba y, al igual que el cazador, tenía la cara destrozada. Ni labios, ni orejas, ni nariz…, no se distinguía ningún rasgo. Llevaba un jersey gris de lana y unos pantalones negros de pana. Unas gafas hechas añicos reposaban junto a su cabeza. Cogió el teléfono móvil para llamar a comisaría y se estremeció al ver sus propias manos ensangrentadas.
―¡Mierda! ―exclamó al darse cuenta de que ahí abajo no había cobertura.
El cuerpo estaba frío. Se había percatado al caer sobre él, pero aún no olía a podrido. Calculó que llevaría unas veinticuatro horas muerto. El suelo estaba repleto de pisadas rojas que iban en todas direcciones. Sobre la mesa había un cuaderno lleno de anotaciones.
Ácido lisérgico, ácido barbitúrico, metilendioximetanfetamina, C11H15NO2.
El individuo, diez minutos después de la ingesta, no ha notado ningún efecto. No ha sido hasta pasada media hora cuando ha sentido una punzada en el pecho y un leve mareo. Su pulso se ha acelerado hasta ciento veinte. Las pupilas se le han dilatado y se le ha secado la boca.
El sujeto lo ha descrito, con una sonrisa exagerada, como si le fuera a pasar algo grande. Ha empezado a reír a carcajadas. Al acercarme he visto cómo el ojo derecho se ha cubierto de sangre. Hemorragia subconjuntival. Posiblemente subida de la presión arterial. He decidido suministrarle benzodiacepinas para contrarrestar los efectos.
No había nada más escrito.
“¿Con quién estaba experimentando? ¿Qué tipo de droga buscaba y para qué?”, se preguntó.
Decidió salir de la escena para poder llamar a comisaría. Cuando estaba subiendo por la escalera oyó unas pisadas en la planta de arriba. Provenían del cuchitril. Podía escuchar una respiración fuerte y agitada. Igor pegó el cuerpo sobre los peldaños y se quedó quieto y en silencio. Pese al latido alojado en su oído derecho, percibía perfectamente un movimiento nervioso ahí arriba. Sintió que la persona se alejaba en dirección a la cocina. Subió sigilosamente y asomó la cabeza por el marco de la habitación. Había un hombre de espaldas en medio de la cocina. Tenía la ropa y las zapatillas embarradas. Estaba quieto, pero su cuerpo se movía convulsivamente. Igor se ocultó tras la puerta. Tenía el arma en la mano derecha. Escuchó un gruñido como de animal. Agarró con fuerza la pistola y se volvió a asomar. Seguía dado la vuelta. Salió silenciosamente hasta que se colocó detrás de él. Lo tenía a tiro.
—¡Policía! ¡Arriba las manos! —exclamó con firmeza y empuñando el arma.
El individuo se giró de golpe. Tenía la cara ensangrentada, la mandíbula desencajada y los ojos inyectados en sangre.
Igor empezó a temblar al reconocerlo.
Era su hijo.
Era Imanol.
Ambos se quedaron quietos uno frente al otro. Imanol se lamentó como una bestia malherida y, al abrir la boca, mostró unas encías hinchadas y medio desdentadas. También unas comisuras en carne viva totalmente desgarradas. Aquella imagen tan atroz causó que a Igor le flaquearan las piernas.
—Imanol, hijo mío —dijo mientras luchaba para no derrumbarse— ¿Qué te ha pasado? —añadió sin saber muy bien qué respuesta iba a recibir.
El chico caminó lentamente hacia su padre y se le acercó a menos de un metro. Igor empuñaba tembloroso el arma.
—Tenemos que ir a un hospital —exclamó con voz quebrada.
Imanol ladeó la cabeza y le observó durante unos segundos. Tenía los ojos completamente rojos y le faltaban mechones de pelo en la cabeza.
—Imanol, ¿entiendes algo de lo que te digo? —preguntó sin moverse un milímetro.
Este emitió un gruñido perruno y se acercó un paso más. Abrió la boca y gritó como un loco. Igor notó tal escalofrío que pensó que iba a perder la consciencia. Retrocedió un paso y se mantuvo firme, anclado al suelo, sin soltar el arma.
—¡Imanol, ya basta! ¡Tu madre está muy preocupada por ti! —le advirtió sabiendo que difícilmente le escucharía. No lograba ver un atisbo de su hijo en aquellos ojos, en aquella expresión.
De repente Imanol se abalanzó y le tiró al suelo con una fuerza descomunal. Igor sintió sobre él todo el peso de su hijo. Aún sostenía el arma en la mano, pero era incapaz de disparar. El chico acercó la cara a la de su padre. Respiraba fuerte y le miraba con una expresión de intriga. Le resultó casi imposible soportar el olor a carne podrida que salía de sus entrañas.
—Hijo, necesitas ayuda —susurró llorando—. Deja que te lleve al hospital —añadió dudando que se pudiera hacer algo por él.
Le contempló con los ojos empañados y lo sintió a años luz.
“¿Dónde estás, hijo?”, quiso decirle.
Imanol se mantuvo quieto durante unos segundos hasta que empezó a revolverse. Agarró la cabeza de su padre y la golpeó contra el suelo. Después, se puso en pie muy rabioso y empezó a caminar por la cocina de un lado para otro. Parecía contrariado. Igor aprovechó para levantarse. Estaba tan aturdido a causa del golpe que bajó la guardia durante unos segundos. El grito enloquecido de su hijo le hizo darse cuenta de que corría hacia él. Igor lo esquivó como pudo y salió de la borda. Apretó los dientes y pateó sin mirar atrás. El miedo, la pena y los alaridos desquiciados de su hijo le hacían avanzar torpemente. Subió por la loma hundiendo los pies en el barro y se escabulló entre varios robles grandes. Notaba que el aire no le llegaba a los pulmones. Se concentró en correr más y más rápido. No podía creer que estuviera huyendo de su propio hijo. ¿Qué había pasado? Echó la vista atrás y lo vio muy cerca. No conseguía tomarle ventaja. Observó su arma. No podía dispararle. Era su hijo. Alargó las zancadas, pero le dolían las piernas. Estaba agotado. De pronto sitió un golpe en la espalda y cayó de bruces al suelo. Su hijo estaba de rodillas. Le agarró del pie y tiró con fuerza hasta llevarlo bajo su cuerpo.
—¡Ya basta! —gritó Igor— ¡Soy tu padre!
Imanol volvió a vocear y, como si tuviera una presa atrapada, se abalanzó con avaricia sobre la cabeza de su padre. Igor sintió cómo un colmillo se le hincaba cerca de la sien. Notó una punzada. Aguda. Terrible. No podía zafarse porque estaba inmovilizado bajo su cuerpo y tenía la cabeza entre sus manos. Sintió el acero en su mano. Un hilo de sangre empezó a descender por su cara. Llevó el cañón de la pistola hasta el abdomen de su hijo. El dolor de la mordedura cada vez era más intenso. Titubeó durante unos segundos. No tenía demasiado tiempo.
Apretó el gatillo.
El ruido fue ensordecedor. Percibió una angustia que jamás había experimentado. Algo en lo más hondo de su ser. Dolor, incomprensión, arrepentimiento… ¿Qué acababa de hacer? La intensidad de la dentellada disminuyó y consiguió quitarse a Imanol de encima. El chico se quedó tumbado de lado. Seguía vivo porque respiraba agitado y gruñía levemente.
—Hijo mío, hijo mío —se lamentó arrodillado.
Las lágrimas brotaban por su rostro como un torrente de agua. Se sorbió los mocos y le abrazó. De improviso Imanol empezó a convulsionar y a echar espuma por la boca. Igor le agarró con fuerza para contenerlo y no tardó en percatarse que dejaba de moverse, de respirar… Igor le palpó el cuello y se puso muy nervioso al no notarle el pulso. Lo intentó de todas las maneras posibles hasta que entendió que su corazón había dejado de latir. No le reanimó ni hizo nada por devolverle la vida. Tan solo le estrechó contra su pecho para mecerle y pedirle perdón.
Cuando sus compañeros aparecieron ya estaba oscureciendo. Lo encontraron en el suelo, abrazado a su hijo, sucio y mojado.
Finales de Noviembre
Igor colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo. Su compañero Luis acababa de resumirle la resolución del caso y aún estaba intentando asimilar la información. Según le había contado, el cadáver que apareció en la borda pertenecía a un químico que experimentaba con toxicómanos para la fabricación de nuevas drogas sintéticas. También que Imanol había sido el único que tuvo la mala suerte de ingerir aquel preparado fatal que anulaba la racionalidad por completo. Esto último no le sorprendió. Él mismo había leído en las anotaciones, que el propio químico dejó en la borda, que en menos de media hora su pobre hijo se convirtió en una bestia salvaje. En un zombi. “El forense lleva días llamándote y no le coges el teléfono… Me ha dicho que te jure y perjure que la autopsia ha revelado que fue un infarto lo que causó la muerte de tu hijo. Y que, por favor, dejes de torturarte”, había insistido Luis. Pero las palabras de su compañero y del forense no le aliviaron lo más mínimo. Aún le quemaba el arma en la palma de la mano.
Se arrodilló sobre el césped. El olor a tierra húmeda le trajo de vuelta aquella trágica tarde…, aquellos últimos instantes de vida de su hijo. Le costaba vivir con el terrible recuerdo y con las losas de la culpabilidad, el dolor y la impotencia. Y, por supuesto, con el odio que cada día le manifestaba Edurne, su ex-mujer… Dejó un pequeño coche junto a la lápida. Era un Mercedes-Benz 300, el favorito de Imanol cuando era niño. Igor se había topado con él en el escaparate de una juguetería y, después de llorar con cuajo durante más de media hora frente al cristal, se armó de valor para entrar y comprarlo. Tragó saliva para contener el llanto y tomó aire hondamente. La mano de Ekaitz se posó en su hombro. Cálida y reconfortante. El chico por fin había recuperado las atenciones de su madre, las que, pese a que apenas recordaba, anhelaba enormemente. Sin embargo, había decidido seguir viviendo con él. Su padre había sido su faro incluso en las noches más oscuras y permanecería a su lado ahora que era él quien más lo necesitaba.
Le ayudó a levantarse y juntos abandonaron el cementerio.
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Noelia Lorenzo Pino