La hondura de Beatriz Russo en «La llama inversa» – Una reseña de Pedro García Cueto

La hondura de Beatriz Russo en La llama inversa
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La hondura de Beatriz Russo en La llama inversa
La llama inversa es el título del último poemario de Beatriz Russo y como era de esperar nos sorprende con su hondura y su emotividad. Publicado en la prestigiosa editorial Huerga y Fierro, de larga andadura en las letras españolas, el libro nos sorprende con la emoción que esconde cada poema en prosa de su autora.
Como si echara la vista atrás, en una larga mirada al tiempo, Russo se ve de niña, en una urbanización cercada, donde los sueños crecen frente a la realidad opresiva. Como si la niñez lo fuera todo y nos dejara una huella imborrable, en los poemas de Beatriz Russo hay llama pero inversa, en el sentido de una luz que atraviesa el poema y que esconde un reverso de tristeza, pero siempre tamizado con la esperanza.
La crueldad asoma en el libro:
“Yo me crié en una urbanización cercada. Al otro lado de la fortaleza los niños de las casas bajas nos arrojaban piedras”.
La piedra ya como destino donde se asienta el hogar, no es la piedra que ya no siente, sino la que germina, la que alumbra, la que abre hondonadas en el tiempo. Para la poeta la infancia está hecha de heridas en las rodillas y de parques, porque allí pesaba y se posaba el tiempo.
En otro poema nos dice que el hombre medita pero se inmola, porque la vida es eso: un camino de espinas donde vamos trazando un perfil que se convierte en cuadro con la muerte. Hiere entonces el hombre que sabe que la vida es derrota siempre:
“No solo arden los bosques en épocas estivas, también el hombre se inmola con su pensar minado”.
Y es la vida entonces un ascua, un resto de llama, una ceniza en que se va convirtiendo nuestro paso por el tiempo. Y la necesidad de los otros en ese camino de angustia que nos hace felices a veces, pero en otras ocasiones nos atormenta, por ello, en la senda de Aleixandre necesitamos al otro, cansados de nosotros mismos:
“Nos cogemos de la mano para protegernos de la redondez del mundo”.
Los vaivenes de la vida nos hacen duros, porque somos hierba que crece en un espacio bañado por la luz del tiempo. Beatriz Russo conoce el devenir del ser humano y manifiesta en el libro ese anverso que nos obliga a pensar y a tener una existencia fugaz en la alegría. Nos pesa la sombra, como al maestro Brines en su lírica elegíaca.
En el poema dedicado a su hermana Nuria rastrea en el pasado, mira como si fuese un espejo a una niñez que se ha convertido en si otro yo. La falta de libertad como si fuera ya un peso que deja cercenada la ilusión:
“Toque de queda en las aceras, reposo en los jardines que anhelan respirar la hierba”.
Y la pérdida, la muerte que asoma cuando alguien se va, el destrozo interior, el hueco, en la senda del maestro Lostalé, que queda entre dos seres cuando ya no hay beso que dar, todo es eco del ayer, como podemos ver en el poema dedicado a Julio Aler:
“Te esfumaste en una llamada a media noche, en el silencio de fondo de un auricular sumergido bajo el agua. ¿Y mi amor?”.
Es más fuerte el impulso destructivo que el que nos amarra a la vida, es más tenaz el deseo de no ser que el de permanecer en el mundo. Y la falsedad de todo, como si fuese un baile de máscaras el mundo:
“Los cuerpos se entregan al esperpento de las muecas”.
El mundo se llena de realidades, de evocaciones, de sombras que van tejiendo el libro como si Beatriz Russo fuera hilando un tejido fino que nos atraviesa, que se nos mete dentro, que nos horada al tocarnos con su leve punzada que es honda como la vida que pasa.
Como en el poema dedicado a Adrián, como si el que nace dentro de uno hubiera estado siempre dentro, permaneciese agazapado esperando el momento feliz del encuentro, como si una fuera muchas vidas en una sola y alguien naciera dentro de nosotros, cuando ya vamos muriendo lentamente por la desilusión de casi todo:
“Ocurres en mi vida como un ser extraño sin apenas margen para recordarte en tu apariencia anterior”.
Y la culpabilidad de traer al mundo un ser condenado al dolor también se halla en el poema, consciente la poeta de esta sombra que nos pesa y que nos arrastra cada día. Es, sin duda, esa llama inversa, porque alumbra pero se va apagando, sin que podamos parar su fulgor y su cese imprevisto ante nuestros ojos atónitos y desolados.
El poema dedicado a su padre es emocionante, late en nosotros, vemos al ser amado, en ese afán de existir, ya que el proceso del tiempo todo lo vuelve moroso, nos encontramos entonces con la sencillez de todo y el verdadero sentido de la vida que es su falta de sentido:
“Cuando ve un árbol, no mira el bosque; cuando se lava las manos, está acariciando su caudal de años”.
El libro se convierte así en una caligrafía emocional, en un paisaje de recuerdos, en un presente que ya se hace pasado y en un pasado que tiembla y vive como si fuese hoy mismo.
Beatriz Russo da un paso más en su afán poético, concita al tiempo, lo llama y este vuelve con sombras y con luces y aparece la llama y se apaga, cuando aparecen los seres que han marcado su vida.
Un libro hondo, emotivo, que confirma a Beatriz Russo como una poeta mayor que llega a nosotros con latidos y con voz propia. Cuando acabamos el libro ya hemos vivido otras vidas y sabemos que lo que somos no es nada y, sin embargo, lo es todo. Un libro que arde en las manos con la ceniza del tiempo en cada poema.
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Pedro García Cueto
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Nota
Beatriz Russo. La llama inversa. Huerga & Fierro Editores [Colección Rayo Azul Poesía], Madrid, 2020. ISBN: 978-84-121653-4-0.
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