La muerte filosófica como una de las bellas artes
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En el ya lejano septiembre de 2013, una discusión entre dos jóvenes rusos sobre Immanuel Kant, ese gran filósofo alemán, bajito y cabezón, capaz de resumir, él solito, los avatares intelectuales del siglo XVIII, acabó convirtiéndose en una escena propia de una cantina del Oeste americano. El suceso tuvo lugar en Rostov del Don, una población del sur de la Federación Rusa, en una tienda de comestibles, en la que los protagonistas habían decidido comprar cerveza, al tiempo que dirimían, al parecer, el calibre de su admiración por el autor de la Crítica de la Razón Pura. En el curso de tan singular disputatio, con fondo etílico, uno de los jóvenes sacó una pistola y asestó varios tiros a su oponente con una fuerza superior al “imperativo categórico” o a la visión que nos hace babear ante el espectáculo del “cielo estrellado” (las dos cosas más sublimes para Kant). Este furor eslavo por la filosofía crítica tiene, sin duda, firmes raíces geográficas, pues la ciudad prusiana que vio nacer y morir a Kant, Königsberg, es ahora Kaliningrado y forma parte de la madre Rusia. Sea como fuere, no es Kant un filósofo que anime a desatar y destapar las pasiones, precisamente, sino un egregio y pietista representante de lo que Nietzsche denominara la “moral como contranaturaleza”, una teoría moral que sacrifica el deseo, las pulsiones e instintos en favor del deber más riguroso: el deber por el deber.
Les confieso que, mientras escribo estas líneas, contemplo con el rabillo del ojo la extraordinaria película de Billy Wilder, Con faldas y a lo loco, y acabo de ver desfilar ante mi retina la exuberante figura de Marilyn Monroe, contoneándose como una sensual campana, a lo largo y ancho de un andén, antes de subir al vagón de un tren, sin perder de vista su ukelele. Menudo contraste con la austeridad kantiana. Jack Lemon y Tony Curtis se ven travestidos por mor de las veleidades de las deudas y el mercado laboral y la triste vida del artista, pero los sinsabores de enfundarse los refajos, camisones y sujetadores galácticos, hablar en falsete y dar rienda suelta a su ánima junguiana serán el hegeliano ardid de la Razón que les acerque a ese oscuro objeto del deseo en forma de melena rubia y lunar juguetón en el mentón. No todo está perdido.
Esto me hace recordar, inevitablemente, la impúdica carcajada con la que los estudiantes de Primero de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, entre los que nos encontrábamos María José Edreira Vázquez –amiga y colaboradora de esta noble Revista- y un servidor, regalamos los oídos del catedrático de Lógica, D. Manuel Garrido, allá por 1980, cuando nos relató en clase, con gesto grave y adusto, gafas de sol, y un acento del “telón de acero” nada estudiado (a pesar de ser natural de Granada), que Filitas de Cos, un pensador, poeta y filólogo griego que vivió entre los siglos IV y III a. de C., murió de hambre y con las meninges desgastadas, intentando resolver el problema de las paradojas lógicas. Por si fuera poco, los historiadores no se ponen de acuerdo en el nombre del difunto, y hay quien se refiere a él como “Filetas”, nombre de reminiscencias carniceras. Pero, para carnicerías, las que se desataron a principios del siglo XIII, cuando una asamblea de obispos dictó un decreto que prohibía la difusión de la filosofía natural de Aristóteles dentro de la Facultad de Artes de la Universidad de París. El decreto de marras llevó a la tumba a un buen número de estudiantes y profesores que se enzarzaron en una enconada lucha, enarbolando la bandera del aristotelismo, herético a los ojos de la ortodoxia católica del momento. Una muerte más triste que la de Crisipo, filósofo estoico griego, quien abandonó este mundo cruel, al parecer, muerto de risa, literalmente, tras contemplar a su burro, ebrio, intentando comer higos.
Morir por la Filosofía parece cosa de risa. Como la que nos provoca, de ordinario, ver cómo besan el suelo Charles Chaplin o Buster Keaton por pisar una cáscara de plátano a una velocidad de vértigo. Parece de risa morir por la diosa Razón, por el platónico mundo de las Ideas en su reducto académico, libre de pasiones. Ahora que lo pienso, dicen las crónicas que mi admirado Moritz Schlick, uno de los cofundadores del glorioso Círculo de Viena, murió en la escalinata de la Universidad de dicha ciudad, achicharrado por las balas asesinas de un alumno un poco nazi. Aunque el móvil político de este triste suceso resulta elegante y hasta edificante, parece ser que algo tuvo que ver en el deceso del finado el donjuanismo del ilustre filósofo y científico, que le llevara a enamorar a la novia de su ariete. Podríamos decir que Schlick murió “en acto de servicio filosófico” y pese a ello, pocos somos los que seguimos honrando su memoria con la veneración que a su ejemplo corresponde. Por otra parte, el filósofo medieval conocido como Abelardo, se encontró en el año 1115 con la sobrina del canónigo de la Catedral de París, el ínclito Fulberto. La joven Eloísa fue confiada a la tutela de Abelardo, quien unía a sus virtudes dianoéticas, el don de la poesía y la música. Dicho don era un preciado tesoro a la hora de lograr el solaz y el divertimento de los estudiantes y atraer el interés de las damas con objeto de degustar los placeres de la carne. Eloísa cayó rendida en las redes poéticas de Abelardo, entregándose acto seguido a la concupiscencia más secreta y pecaminosa con su tutor. Mas el secreto se hizo trizas con el nacimiento del fruto de su pecado, quien recibió el discreto nombre de Astrolabio. Abelardo tuvo la brillante idea de secuestrar a Eloísa, con la que se casó finalmente. Pero como estas cosas sólo acaban bien en las series televisivas alemanas adquiridas por el anterior gobierno para amenizar las tardes del domingo, el burlado Fulberto optó por tomarse la justicia por su mano y, acompañado por unos sirvientes, irrumpió en los aposentos de Abelardo y lo castraron. Fue vilmente mutilado, por tanto, “en acto de servicio filosófico”, por dar rienda suelta a sus pasiones sexuales. Como ven, la filosofía tiene sus mártires y eso que, según Aristófanes, los filósofos no hacemos más que estar en las nubes, refugiados en una torre de marfil.
¿Merece la pena morir por algo, aunque sea por el Mundial de Rusia, la identidad de los indiscernibles, la incompletud de la aritmética elemental, el resultado de las próximas elecciones Municipales y Autonómicas o la declaración de la Renta de las personas físicas? ¿Quién está dispuesto a asumir la tarea del héroe, además de Sócrates, únicamente por defender el libre juego de las facultades del entendimiento? Muy al contrario, pienso que son las pasiones y no las teorías científicas y filosóficas las que nos suelen matar, como buenos “animales de costumbres” que somos, acomodados en ese sofá tapizado por nuestras creencias habituales, gracias a la imaginación y la memoria, como apostilla David Hume. No me parece mala idea, a fin de cuentas.
Volvamos entonces gozosos al siglo XVIII, al siglo de las Luces, las pelucas, los botines y las puñetas. Cuidemos con mimo el imperio de la inteligencia y la orgía de los sentidos. Combinemos también equidad y excelencia en materia educativa, atreviéndonos a saber, como bien proclamaba Kant, ese austero aficionado al vino de Oporto y al abadejo del Báltico. Persigamos con denuedo otro tipo de inocencia, la del “buen salvaje” de Rousseau tal vez, o la que pierden con facilidad y deportiva ligereza los personajes de los relatos del Marqués de Sade gracias a las pulsiones del bajo vientre. Expulsemos de nuestras molleras la estéril imagen del luchador egoísta y compulsivo que sólo aspira a ser un lobo para el hombre con el flequillo de Donald Trump, nuestro patético emperador. Hagamos el amor y no la guerra (sobre todo, lo primero y a demanda), y escribamos nuevas páginas de gloria para la humanidad con la fuerza de un cariño e inteligencia, tal vez trasnochados.
Nos han engañado muchas veces, ciudadanos, pues somos hijos tanto de la naturaleza como de la cultura, y la vida no es una feroz lucha darwiniana, sino una sutil mixtura de comedia y tragedia en la que, como dice James Bond, el agente 007, lo único importante es “vivir y dejar morir”. Nadie es perfecto.
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Rafael Guardiola Iranzo
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