La voz humana – I / Kathleen Ferrier. En el borde de la vida – Un tributo – I
À la voix de Kathleen Ferrier
Toute douceur toute ironie se rassemblaient
Pour un adieu de cristal et de brume,
Les coups profonds du fer faisaient presque silence,
La lumière du glaive s’était voilée.
Je célèbre la voix mêlée de couleur grise
Qui hésite aux lointains du chant qui s’est perdu
Comme si au delà de toute forme pure
Tremblât un autre chant et le seul absolu.
Ô lumière et néant de la lumière, ô larmes
Souriantes plus haut que l’angoisse ou l’espoir,
Ô cygne, lieu réel dans l’irréelle eau sombre,
Ô source, quand ce fut profondément le soir !
Il semble que tu connaisses les deux rives,
L’extrême joie et l’extrême douleur.
Là-bas, parmi ces roseaux gris dans la lumière,
Il semble que tu puises de l’éternel.
Yves Bonnefoy [Hier régnant désert 1958]
…………………….
Kathleen Ferrier murió el 8 de Octubre de 1953. Tenía tan sólo 41 años. En 1951 se le había diagnosticado un cáncer de mama, contra lo que, lamentablemente, nada pudo hacer. A pesar de ello, siguió cantando y tratando de mantener su compromiso con el público, ofreciendo lo mejor de su talento y el mejor don, su extraordinaria voz. Ella fue la más destacada contralto británica de su época y una de las cantantes más grandes de todos los tiempos.
Si se me permite un apunte personal, he de señalar que Kathleen Ferrier es una de las pocas cantantes que me emocionan verdadera y profundamente, junto a Maria Callas, Ella Fitzgerald y Mina, por escribir algunos nombres de voces y personas que forman parte de mi íntima y personal educación sentimental.
Dado que José Antonio González Casanova, en su extraordinario, precioso libro, Mahler. La canción del retorno, lo dice de un modo tan sentido y bello, una exposición de un pensamiento que yo, además, comparto casi en su totalidad, me limitaré a transcribir de la manera más fiel sus palabras, glosándolas, en su caso, con algunas observaciones aclaratorias.
Quede esto como un humilde, pequeño tributo a la grande Kathleen Ferrier.
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………….
[Textos extraídos de Mahler. La canción del retorno]
«La canción del adiós («Der Abschied») no sólo constituye la extensa segunda parte de La canción de la Tierra* y la respuesta que el solitario espectador de la juventud y la belleza va a darle al embriagado cantor de la vida es sueño, sino el inicio lírico de la Novena sinfonía*, sus primeras y últimas palabras, tras las cuales todo es silencio sonoro, pura mística musical, inalcanzable romanza sin palabras del alma mahleriana. Tan largo adiós no podía concluir. En los finales de ambas sinfonías, la música quedó suspendida en el aire. Son los finales más abiertos de toda la obra del compositor. No se trata, pues, de una despedida, sino de una cita: de un eterno a-dios.
La canción se construye a partir de dos poemas de autores diferentes: «La espera del amigo», de Mong Kao Jen, y «La despedida del amigo», de Wang Wei. Pero Mahler hizo alteraciones y adiciones altamente significativas, tendentes a destacar el carácter místico y esperanzado de esa despedida que sólo lo es del mundo perecedero.
[…]
Los tres últimos versos, añadidos por Mahler, constituyen el núcleo de todo su mensaje musical. La canción de cuna navideña acompaña «el camino hacia mi patria». Sobre «mi última morada» suena el lied «Me he apartado del mundo», que volverá de nuevo, más amoroso que nunca, más adagietto que nunca, cuando la voz única, desgarrada y serena, de Kathleen Ferrier, la suprema contralto de La canción de la Tierra, cante que su corazón está en paz y aguarda su hora. Su voz, dañada por el cáncer que acabara con ella en 1952*, un año más tarde de su legendaria grabación en Viena dirigida por Bruno Walter, tiene registros de tal autenticidad que, sin duda, es imposible escuchar una versión más identificada con la emoción que Mahler experimentaría al componer lo que nunca podría oír.
Este abrazo de paz que Mahler da a la muerte culmina todo el largo viaje de su obra y su pensamiento. En su libro Piedra escrita*, Yves Bonnefoy dedica un poema al epitafio de Kathleen Ferrier, cuya voz grave* le evoca al poeta francés «la conciencia poética de la existencia», sobre todo en la versión citada de Das Lied von der Erde. Para Bonnefoy, esa voz permite manifestar plenamente las relaciones sonoras y rítmicas -musicales- que el poema crea entre las palabras. La música es la afloración de una unidad y de una trascendencia y, por eso, leer musicalmente debe relacionarse con esa otra búsqueda de la unidad que es el rito religioso.
[…]
El epílogo de La canción de la Tierra ha sido considerado como la prueba decisiva e irrefutable del panteísmo mahleriano. Junto con la obsesión enfermiza por la muerte, éste es el otro gran tópico sobre la obra del compositor y sobre su pensamiento religioso y filosófico. En el caso de Das Lied von der Erde, una lectura pesimista y trágica del ciclo de canciones conduce, sin duda, a una conclusión igualmente trágica y pesimista, pero tan obvia como la misma consideración social preponderante que suele merecer la muerte en sí misma. Lo que lleva a amortiguar esta conclusión es precisamente el canto final a la tierra eternamente renovada cada primavera. Son los versos finales, alterados por el propio Mahler, del poema de Wang Wei, cuya música evoca el tema final de la 2.ª sinfonía, «Resurrección»:
Por doquier la tierra bienamada
florece en primavera y reverdece.
Por doquier y por siempre, siempre
brilla el horizonte azul.
Por siempre, siempre, siempre…
El texto original chino se limitaba, por el contrario, a firmar el paso continuo de las nubes blancas y a preguntarse si vuelven algún día. En la traducción francesa del marqués D`Herbey-Saint-Denys se habla de «la naturaleza inmutable y las blancas nubes eternas». La versión alemana manejada por Mahler reproduce la francesa, pero él introduce unos cambios que rompen la impresión de inmutabilidad distante de la naturaleza. Por una parte, la tierra aparece ligada al hombre por el amor de éste. La tierra es «bienamada» como una esposa, como una mujer a la que se ama sinceramente. Por otra, la tierra, al florecer en primavera, reverdece, se renueva cada año. No es un ser inmutable, sino en continua transformación gracias a la vida. Por último, las blancas nubes, símbolos de la fugacidad, que el poeta chino ponía como un ejemplo de un retorno más que dudoso, han desaparecido para dejar paso a un horizonte, a una lejanía infinita para la vista humana, que brilla con luz azul celeste siempre. En el primer poema de Li Tai Po se decía exactamente eso:
El cielo es eternamente azul
y la tierra vivirá largo tiempo
y florecerá de nuevo en primavera.
La tierra, pues, no es eterna, como tampoco lo es el cielo desde donde hoy ya podemos contemplarla. La cosmología de Mahler no cree en un universo infinito ni eterno, ni lo confunde con la divinidad, que es su creadora amorosa. El carácter simbólico de la única eternidad que se postula en los versos de Mahler viene destacado por las palabras «Allüberall und ewig, ewig, blauen licht die fernen», «por doquier y por siempre, siempre brilla el horizonte azul». El tenaz viajero de este mundo cree y confía en la eternidad de un cielo lejano cuyo brillo es la señal de su existencia. En el horizonte del ser human, siempre, siempre, brillará esa luz: la de la vida celeste, la que han visto los niños del mundo, la que acogerá siempre la luz consumida de cada ser, siempre prematuramente muerto*, la que encendió la urlicht* que conmovió al ángel guardián del Paraíso.
El ewig final se repite nueve veces, número simbólico de la sabiduría superior*. Es el final más abierto de la obra de Mahler. La última nota queda suspendida y jamás resuelta en su carácter intemporal, como en la sonata de los adioses de Beethoven. Poco antes de morir, Mahler preguntó a Bruno Walter: «¿Cree usted que es soportable? ¿no incitará a la gente a suicidarse?». Ese no saber cuándo acaba la música ha llevado a decir a Philip Barford que el alto grado de atención consciente provocado por ese final refleja el océano del inconsciente. Todo es oído y experimentado «como si fuera recordado». Y es verdad. Ya hemos notado cómo juega el símil proustiano en esa música cuya textura orquestal, casi china, extrema en los tonos agudos y claros, dándonos la impresión de un mundo poco sólido, casi acuático, donde los lagos, riachuelos y ríos del paisaje se funden con el vino y las lágrimas, y todo junto tiende a disolverse o quebrarse como el cristal. La punzante dualidad de los contrarios, que parece imposible de unir, nos da esa mezcla de de dulce sensualidad extasiada de estar vivo y de conciencia amarga de la mortalidad que hace desfallecer a la misma música. En el borde de la vida, allí donde la «muerte propia», no la abstracta arquetípica, es acogida con serena perplejidad por el músico, éste parece compartir aquel pensamiento de Ludwig Feuerbach de que «Tu creencia en la inmortalidad no es verdadera si no crees en esta vida».
El horizonte azul y eterno es ese límite de nuestra visión que, por serlo, no tiene fin. Es nuestra propia limitación, no la suya. Desde ese horizonte infinito, la tierra y nosotros somos una sola cosa, porque, como escribía Fechner en 1879, «hemos de concebir la tierra como un ser que nos es supraordenado, tanto en un sentido material como espiritual, como un ser unitario en un sentido más elevado que nosotros mismos y, en consecuencia, hemos de entenderla también como un nudo que nos ata a las demás criaturas con un lazo divino». En su himno a la Tierra, Mahler traslada a ella ese lazo simbólico que hace de la humanidad algo real y consistente, algo unitario, cuya renovación histórica la Tierra simboliza con su renovado florecer. Ella, en su materialidad, es la imagen (no sueño, no ilusión) de la profunda morada del hombre, de ese Belén donde Dios se hace Niño*, de esa madre gloriosamente terrenal que nos conduce al horizonte azul.
En el quinto fragmento del Réquiem alemán de Brahms, tiempo lento para soprano y coro en sol mayor en el que se yuxtaponen contrapuntísticamente textos bíblicos dedicados a la muerte de su madre, encontramos una asombrosa similitud con la apoyatura musical del «Ewig» mahleriano. La voz de la soprano canta los versículos del Evangelio de san Juan (XVI, 22): «Estáis tristes ahora, pero volveré a veros y vuestro corazón se alegrará y nadie os arrebatará vuestro gozo». Sobre las palabras «ich will euch wiedersehen», «volveré a veros», el coro canta «Yo os consolaré como una madre dice Yahvé» (Isaías, LXVI, 13).
Al igual que en la melodía del Stabat Mater de Dvorak, no es posible saber si la cita brahmsiana es consciente, pero también aquí la coincidencia emociona por su significación. Brahms pone en boca de su madre muerta el mensaje de Jesús resucitado que retorna a su cielo: ¡volveré a veros!, mientras que la pérdida de la madre lleva a Yahvé a prometer consuelo como el que ella daba. Esa yuxtaposición de dos promesas maternales, la mirada y el consuelo, en la música del Réquiem y de La canción de la Tierra permite imaginar la fusión que Mahler intuye, tras la muerte humana, entre la Madre Tierra perdida y esa otra Madre celeste, horizonte de luz, que siempre volverá a vernos y nos consolará de toda pena y de todo dolor.»
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Notas
Los textos seleccionados son un extracto del libro ya citado de J. A. González Casanova, Mahler. La canción del retorno. Editorial Ariel, Barcelona, 1995. ISBN: 978-84-344-1138-5, pp. 287-296.
* La canción de la Tierra no es la traducción más idónea para Das Lied von der Erde, pero es la más empleada habitualmente y resulta difícil sustituirla por otra en nuestra lengua. La palabra alemana «Lied» no es ni «canción» ni «canto» exactamente, sino «poema que se configura musicalmente». No obstante, decir en este caso «canción de la Tierra» podría no ser un mal recurso, si damos a «canción» su significado más profundo y entendemos el genitivo en su doble carácter: objetivo y subjetivo. Es la Tierra misma la que «canta» a través de la poesía y de la música.
* Como es bien sabido, Gustav Mahler quiso burlar al destino denominado a la que sería su «novena sinfonía» Das Lied von der Erde, movido por la superstición de que, de haberla titulado de acuerdo con su número de orden en la serie, habría padecido la triste suerte de sus antecesores Beethoven, Schubert y Bruckner, todos ellos fallecidos después de componer sus «novenas». Pero el destino no puede ser burlado, como es bien sabido también. Mahler no murió después de terminar Das Lied von der Erde, pero sí tras finalizar su Novena sinfonía, que en su particular ordenación constituía la «décima». De la Décima sinfonía, en la que trabajó durante 1910, dejó un movimiento acabado, el primero, y la estructura general del resto de la composición. Gustav Mahler falleció el 18 de Mayo de 1911.
* J. A. González Casanova se equivoca en la fecha. Kathleen Ferrier no falleció en 1952, sino el 8 de Octubre de 1953.
* J. A. González Casanova debe de referirse a la recopilación de poesía de 1958 Hier régnant désert, en donde efectivamente hay un precioso poema dedicado a (la voz de) Kathleen Ferrier, «À la voix de Kathleen Ferrier».
* Al parecer su timbre especial, único, era debido a una anomalía física. Su garganta era excepcionalmente ancha.
* «prematuramente muerto»: es la idea central del ciclo de canciones que Mahler tituló Kindertotenlieder, que se suele traducir incorrectamente como «Canciones de los niños muertos». La traducción correcta sería «Lieder de/ para/ a los muertos siendo niños» o, también, «Lieder de/ para/ a los muertos en flor». Estos Lieder utilizan como base textual poemas de Friedrich Rückert. El contexto personal, biográfico, de esta obra no puede ser más terrible ni estremecedor: Alma y Gustav perdieron a dos hijos en un intervalo de dieciséis días. En 1907, casi cuatro años después de acabar la composición, su hija María, de cuatro años de edad, falleció como consecuencia de la fiebre escarlatina. Cuando Gustav Mahler sintió que se acercaba su propio final, quiso ser enterrado al lado de su hija María, y así reposan.
* J. A. González Casanova escribe «urlicht», pero debería haber escrito «Urlicht» (Luz prístina). En relación con ello, remito al uso que hace Mahler en su segunda sinfonía, Auferstehung, «Resurrección», en su cuarto movimiento, del texto «Urlicht» (precedente de la antología conocida como Des Knaben Wunderhorn).
* No hace falta recordar la importancia simbólica del número 9 en La Divina Comedia, entre otros lugares. Baste señalar que Dante conoció a su Beatrice cuando tenía 9 años de edad, que tanto el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso están constituidos por nueve círculos, nueve partes y nueve cielos respectivamente. Y que Beatrice Portinari falleció un 9 de julio a los 27 años de edad (2+7). Por no hablar del I Ching, la Cábala, el Tarot y C. G. Jung, claro.
* Sobre la importancia, «metafísica», espiritual, de la infancia en el pensamiento y obra de Gustav Mahler remito a las bellas páginas que J. A. González Casanova le dedica al asunto en su precioso ensayo y recuerdo tan sólo que sería preciso escuchar con atención el quinto movimiento de la Tercera Sinfonía, «Es sungen Drei Engel», el cuarto y último movimiento de la Cuarta, «Das himmlische Leben», en los que se emplean textos de la antología Des Knaben Wunderhorn, y el también cuarto y último movimiento de la Parte II de la Octava, «Schöpfung durch Eros. Hymne», a partir de textos extraídos del Fausto de Goethe.
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Para seguir leyendo (y, en el mejor de los casos, aprendiendo):
I. Acerca de Kathleen Ferrier:
- Leonard, Maurice. Kathleen: The Life of Kathleen Ferrier. History Publishing Group Inc., New York, 2008. ISBN: 978-18-458-8628-8
- Letters and Diaries of Kathleen Ferrier. Edited by Christopher Fifield. Boydell & Brewer, Suffolk, 2011. ISBN: 978-18-438-3091-7
- Spycket, Jérôme. La vie brève de Kathleen Ferrier. Éditions Fayard, París, 2003. ISBN: 978-22-136-1682-7
- Kathleen Ferrier. A Film by Diane Perelsztejn. Universal Vertrieb. Edición del Centenario. 2012.
II. Acerca de Gustav Mahler:
- de La Grange, Heny-Louis. Mahler. Editorial Akal, Madrid, 2014, ISBN: 978-84-460-3954-9
- Lebrecht, Norman. ¿Por qué Mahler? Como un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo. Alianza Editorial (Alianza Música), Madrid, 2011. ISBN: 978-84-206-5121-7
- Péerz de Arteaga, José Luis. Mahler. Editorial Antonio Machado, Madrid, 2007. ISBN: 978-84-777-4443-6
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Tomás García
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