Literaturas del duelo en el siglo XXI: expresar lo que no se puede – Miriam Maeso Díaz Merino

Literaturas del duelo en el siglo XXI: expresar lo que no se puede
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Literaturas del duelo en el siglo XXI: expresar lo que no se puede
Escribir sobre la muerte termina por ser algo, al fin y al cabo, insondable, hermético y también enigmático. Todo aquello que nos bordea concluye ahí, en ese hueco poroso al que todos, finalmente, nos enfrentamos. A todos nos alcanza y nos iguala la muerte, sostendría también el poeta Jorge Manrique en sus famosas Coplas a la muerte de su padre. Así, Tánatos se encuentra presente desde tiempos remotos en la literatura. También, la pérdida que su acción conlleva, el cierto poso que deja, una marca indeleble en quienes se quedan, el tiempo del duelo para los inmortales. Aquí nace el género literario del duelo, un luto íntimo que se torna gregario, visible para todos los lectores, compartidos tanto la pena como el llanto. “No hay extensión más grande que mi herida / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida” escribiría Miguel Hernández. De esta forma, la muerte deja de ser una no-experiencia que nos iguala. El miedo a morir no es, como pensaban los epicúreos, un miedo irracional. La muerte no es temida en tanto que experiencia propia, sino en tanto que ausencia o experiencia vicaria.
Dentro de la literatura contemporánea encontramos una serie de títulos que abordan este duelo, la pérdida de un familiar, de un amigo o de un amor pasado, vínculos que se tornan insustituibles para el escritor. Por esto mismo, la novela, la poesía y el ensayo contemporáneos, especialmente dentro del siglo XXI, se ven asaltados por el yo y, por tanto, por la autoficción. Muchos sostendrán que este yo puede tornarse mitificado, una conjunción entre el yo real y el yo deseado. Sin embargo, dentro de la literatura del duelo esta nace a partir de una muerte real que sirve como estímulo para la escritura y una manera dignificada de canalizar el dolor, un método para la superviviencia. Trataremos de sistematizar algunos de los relatos más importantes de la literatura actual o, al menos, algunos de ellos que han incidido notablemente en nuestras letras.
En 2021, la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie escribió un ensayo, Sobre el duelo, a partir de la muerte de su padre dada la situación sanitaria que asoló al mundo, la pandemia causada por el Covid 19. En este breve ensayo no solo aborda la idea de la pérdida del padre y la desolación que ello conlleva, también reitera varias veces la imposibilidad a la que se enfrenta el lenguaje ante la muerte, la idea de que las palabras no bastan para expresar el sufrimiento, pero también la idea de que todo aquello que no se nombra, no existe. Parece significativa la anécdota que cuenta la propia Chimamanda cuando su hermana le envía un mensaje a un amigo de la familia para comunicarle la noticia y la propia autora le chilla: “¡No! No se lo digas a nadie, porque si lo decimos será verdad”. Más tarde reflexionará acerca de este hecho, donde establece la relación que hay entre la pena, el duelo y el lenguaje: “Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad del lenguaje”.
Asimismo, el relato sigue avanzando y llega el momento del pésame, la congregación de la familia en la casa, momento preciso en el que el yo toma consciencia de su dolor y llega a pensar: “¿Cómo os atrevéis a hacer que esto sea verdad?” Nuevamente aquí gravita la idea de que todo aquello que se menciona es y, por tanto, la muerte toma consistencia y gravedad y existe, una existencia terriblemente sólida e innegable.
Sin embargo, Chimamanda también cavila y, si bien es cierto que la primera fase del ensayo se corresponde con la primera etapa del duelo, la negación, la autora termina por aceptar la pérdida del padre y también, como diría la poeta María Negroni, la potencialidad del fracaso: “Estoy escribiendo sobre mi padre en pasado, y no puedo creer que esté escribiendo sobre mi padre en pasado”.
Por todo ello, Chimamanda escribe un ensayo breve, cargado de una verdad desgarradora, donde podemos atisbar su dolor y casi reconocerlo, fruto de una literatura compartida y también empática. La incredulidad con la que concluye su relato, con este epitafio que hemos querido resaltar, hace que el lector se sienta tremendamente cercano a la autora y termine concernido por su honestidad y pureza. Una cosa es describir una ausencia, pero hacer presente la ausencia absoluta parece algo contradictorio. ¿Cómo puede tenerse una experiencia de la Nada?
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Igualmente, este relato nos lleva a pensar en las novelas de Joan Didion, El año del pensamiento mágico (2005) y Noches azules (2011), escritas tras la muerte de su marido, el periodista y escritor John Gregory Dunne, y su hija, Quintana Roo Dunne.
El año del pensamiento mágico comienza de esta manera: “La vida cambia deprisa. / La vida cambia en un instante. / Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. / La cuestión de la autocompasión”. Estas fueron las primeras palabras que escribió la periodista norteamericana el 20 de mayo de 2004. Después no volvería a tocar ese archivo Word hasta pasados unos ochos meses. La noche del 30 de diciembre de 2003, cuando Joan Didion se disponía a cenar con su marido, este experimentó un infarto masivo y repentino que le causó la muerte. “Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. Este libro se torna como una necesidad para justificarse, una manera de entender, o al menos de tratar de entender, la muerte y sus tiempos, también la vertiginosidad de la muerte, también la burocracia de esta, los trámites, la gestión de la funeraria, las atenciones a la familia allegada, firmar papeles, muchos papeles, tantísimos papeles. Y, finalmente, cuando la vorágine concluye, llega la verdad, el duelo, la soledad, cenar sola en la misma habitación donde murió tu marido, el tiempo como una losa que te golpea la cabeza irremediablemente.
Resulta significativo que para Joan Didion el lenguaje tampoco sea suficiente, pero no por la necesidad de querer ocultar el acontecimiento, sino por la necesidad de reconstruir el dolor, de la memoria colectiva para sus lectores: “Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que he acabado siendo, y sin embargo en el presente caso me gustaría tener, en vez de las palabras y sus ritmos, una sala de montaje equipada con una Avid, un sistema de edición digital que me permitiera pulsar una tecla y desmontar la secuencia temporal, mostrarles a ustedes todos los fotogramas de la memoria que me viniese ahora a la cabeza, dejar que sean ustedes quienes elijan las tomas, las expresiones ligeramente distintas, las lecturas variantes de las mismas líneas. En este caso las palabras no me bastan para encontrar los significados. En este caso necesito que lo que yo pienso sea penetrable, al menos para mí misma”.
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El 26 de agosto de 2005, su hija, Quintana Roo, falleció. Cuando Joan Didion entregó a la editorial El año del pensamiento mágico, esta ya había muerto. A partir de aquí nació Noches azules, el relato de este luto y la manera en la que afronta esta tragedia. Aquí, Didion no solo incorpora el componente de abandono y pérdida, sino que también habla del miedo prematuro, quizás inocente, que vertebra a toda madre: “Cuando empecé a escribir estas páginas, yo creía que iban a tratar de los hijos, de los que tenemos y de los que desearíamos tener, de las formas en que dependemos del hecho de que nuestros hijos dependan de nosotros, de las formas en que ellos siempre nos resultan más desconocidos para nosotros que para sus conocidos más casuales; de las formas en que nosotros somos igualmente opacos para ellos. (…) Pero a medida que las páginas avanzaban se me ocurrió que su tema real no era para nada los hijos, (…) su tema real era la negativa a afrontar las certidumbres del envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Ese miedo. (…) Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos. (…) En cuanto nació ella, ya nunca dejé de tener miedo”. Resulta esclarecedora esa idea de que cualquier elemento resulte susceptible de sufrimiento para una madre, que todo se torne como una amenaza hambrienta. De Noches azules habría que recuperar no solo el duelo que atraviesa Didion, sino, también, la función del recuerdo (“Como si los recuerdos trajeran consuelo. No lo traen”), de la memoria y sus defectos. ¿Cuánto tiempo tarda en disolverse en el olvido lo que hemos perdido para siempre? La periodista se pregunta, inquisitiva, si las noches azules podrían durar para siempre. ¿Es tan radical la experiencia del duelo que, paradójicamente, es tan eterna como efímera es la vida del sepultado?
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Dentro de la literatura española más contemporánea cabe recuperar el libro que escribió Rosa Montero en 2013, La ridícula idea de no volver a verte. A partir de la historia de Marie Curie y su diario, en el que relata el fallecimiento de su marido Pierre tras un accidente con un carruaje de caballos, la autora establece una analogía, una evocación íntima que aborda el dolor y la memoria por su esposo fallecido, Pablo. Esta novela -¿acaso diario, miscelánea, escritura fragmentaria?- comienza con el capítulo “El arte de fingir dolor”: “Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos y con ello me refiero a las muertes de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible”. Aparece nuevamente esa idea del tiempo pausado, la lógica detenida por el luto, el presente como algo volátil y transitorio, pues al igual que le sucede a Joan Didion la vida parece desembocar en una cosa bien distinta a lo que conocemos. Sostendría Rosa Montero que este libro no es únicamente un libro sobre el duelo. Será una novela que trasciende, porque trata de universales: el amor y la muerte como nexos.
Más adelante, Rosa Montero aborda también la idea que ya hemos comentado, esto es, la imposibilidad del lenguaje ante la inmensidad del luto, que es algo sobrevenido y ajeno: “El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte. (…) Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo. ¿No jugaste, en la niñez, a intentar imaginar la eternidad? ¿La infinitud desplegándose delante de ti como una cinta azul mareante e interminable?Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. ¿Pero cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? El cerebro no puede comprender que haya desaparecido para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? Es un concepto inhumano. Quiero decir que está fuera de nuestra posibilidad de entendimiento. Pero cómo, ¿no voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula. A veces tengo la idea ridícula de que todo esto es una ilusión y que vas a volver. ¿No tuve ayer, al oír cerrarse la puerta, la idea absurda de que eras tú? Después de la muerte de Pablo, yo también me descubrí durante semanas pensando: «A ver si deja ya de hacer el tonto y regresa de una vez», como si su ausencia fuera una broma que me estuviera gastando para fastidiarme, como a veces hacía. Entiéndeme: no era un pensamiento verdadero y del todo asumido, sino una de esas ideas a medio hacer que cabrillean en los bordes de la conciencia, como peces nerviosos y resbaladizos”.
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Finalmente, dentro de la literatura más actual, destaca Sara Torres, también poeta, quién publicó en 2022 su novela Lo que hay. Esta es el relato de dos duelos simultáneos: “Mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor, La imagen me asombra y me perturba. Mi madre se iba y yo me agarraba a algo desbocado, que persevera cuando lo que más amamos, lo que nos es más familiar, comienza a suspender y nos abandona”. Su madre muere de cáncer a la par que la narradora está haciendo el amor en un hotel en Barcelona. Poco después, su amante desaparece bruscamente, lo que deja en ella una honda tristeza, una herida luminosa, un duelo atroz donde la palabra ya no sirve porque “amar es amar siempre después de mi madre. No puedo hablar con mamá, tampoco con Ella. Mi vida se ha suspendido con la interrupción de esas dos conversaciones”. Porque el duelo también puede estar vinculado a la no-muerte, a la despedida ingrata, y aquí reside la novedad de Sara Torres, porque no solo trata el duelo por la muerte materna, sino también el duelo por un amor desprovisto de presente, la incapacidad de la mente para comprender por qué dos personas que se aman no pueden estar juntar y la disonancia que surge a partir de esta situación. Sara Torres aborda el dolor con belleza, con lirismo, es capaz de acariciarte y golpearte simultáneamente, porque eso es este libro, belleza dolorosa, ausencia, elipsis y, finalmente, silencio: “Amo para existir, y porque existo, amo”.
También Sara Torres traza esa idea, ya reiterativa en las literaturas del duelo, de la designación como mecanismo inevitable de hacer de la realidad algo real. Porque nombrarlo, designarlo, hace que termine por existir el monstruo, aquello que nos atemoriza: “Las voces en la cocina comienzan a impacientarse, alguien pregunta por mí, hay que salir ya del tanatorio. Todo parece imaginario. Su prisa, los rituales fúnebres, hasta la misma muerte. Mi madre está viva porque mi olfato, despierto, la encuentra. (…) Me dejo arrastrar hasta la sala que alquilamos para velar un féretro de madera tras una ventanade cristal. (…)Junto a la puertade la sala hay una pantalla digital. Allí está escrito el nombre de mi madre: María Teresa Rodríguez de Castro. Hay algo demasiado real en la escritura de su nombre, siento un dolor agudo, como de cólico, a la altura de los riñones”.
De Sara Torres cabría destacar la importancia que le confiere a los cuerpos, no solo aquí el deseo desbordándose frente a la amante, también al cuerpo como padecimiento, el tumor que prefiere no nombrarse, lo somático como fruto de la pasión y del amor, pero también de la enfermedad.
En definitiva, las cuatro obras que aquí hemos tratado someramente tratan de canalizar el dolor de la ruptura de un vínculo, de la pérdida y el abandono, del paso inexorable del tiempo, de intentar repasar repetitivamente el vínculo vivido, de recobrar los lapsos de la memoria, de reconstruir y de sistematizar con el lector en un ejercicio colectivo, de rellenar los huecos, de la incapacidad del lenguaje, de la incapacidad de denominar. Queda así reflejado cómo el lenguaje es el ritual sagrado de la experiencia comunitaria, gregaria, compartida. Su vínculo es el enlace de nuestras experiencias, las que vivimos en primera persona y las que no. Pero poco vale para lo que importa. El lenguaje, ansiolítico contra el tiempo, no nos permite capturar los dos absolutos: lo minúsculo de nuestro cuerpo, el deseo pasajero y la revelación de una ausencia no disponible, la del que no está y además jamás estará. Nada en este sortilegio de la palabra permite transmitir la experiencia de que tenemos lo que ya no estará jamás. Podemos compartir nuestra experiencia sobre el duelo, como han hecho nuestras autoras, pero no podemos creer que lo estemos compartiendo, tal y como afirma Chimamanda Ngozi Adichie en Sobre el duelo.
Si bien es cierto que otros autores han tratado el tema del duelo en la literatura, las autoras seleccionadas nos suponen una excusa perfecta para observar cómo mujeres de diferente culturas y diferentes generaciones se enfrentan ante esta incertidumbre, ante este vacío. A todas ellas les une la idea de vivir, de vivir sin angustia, de amar, de rendirse ante el amor, de comprender el miedo, la lógica del duelo, de esa especie de alucinación que atraviesa y de la que ya no hay marcha atrás. Dice María Negroni que la poesía tiene que ver con el descenso a lo desconocido de nosotros mismos y también de que solo ese descenso, esa ceguera trabajosa, puede revelar algo de lo que se resiste siempre a ser nombrado. Y son, precisamente, estas autoras quienes han buscado las grietas y los vacíos para comprender la pérdida como algo inherente al ser humano, el fracaso como ejercicio de venganza contra el tiempo, contra el olvido, y la literatura como una suerte de catarsis reveladora.
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Miriam Maeso Díaz Merino
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Bibliografía:
Didion, Joan, El año del pensamiento mágico, Barcelona, Penguin Random House, 2005.
Didion, Joan, Noches azules, Barcelona, Penguin Random House, 2011.
Montero, Rosa, La ridícula idea de no volver a verte, Barcelona, Seix Barral, 2013.
Ngozi Adichie, Chimamanda, Sobre el duelo, Barcelona, Penguin Random House, 2021.
Torres, Sara, Lo que hay, Barcelona, Penguin Random House, 2022.
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