Luz de noche [Poema]
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Luz de noche
Bajo el árbol florido de la noche fragante
de este suelo anciano de Castilla, tierra y silencio,
intercalo pasos con pisadas antiguas
que un tiempo fueron mías y hoy reencuentro;
sueño estrellas niñas que me vieron mirar,
quizá me sonreían, era agosto, yo aún un niño,
o guiñaban un ojo, como se hacía entonces,
cuando los tímidos eran cobardes sin palabra.
No te vayas, decían, que tú eres de los nuestros,
de los que saben cómo enciende la luciérnaga
su candil cada noche en la cuneta,
y espera y espera y nadie llega
a su clausura, ahuecado y mullido su jergón
para la fiesta.
No te vayas, decían, tú que llamas al grillo
y sale al sol de tarde como Lázaro de su tumba,
oscuro, sorprendido, deslumbrado,
o como un enterrador anacoreta
de breviario nocturno y monodia estridulante.
Pero me fui…
Era el tiempo aquel del futuro por delante.
El día del adiós a un futuro imperfecto.
El día de la huida de un presente acabado.
Y hoy, mientras respiro frescos silencios de luna nueva
bajo este cóncavo castillo de fuegos naturales,
una noche de soledades ajenas al hombre se me revela
hermosa, natural, posible, en armonía,
al margen de este mundo fieramente rastrero,
sin la fiebre destructora de quien amarra a su dominio
un mundo usurpado,
y define progreso en clave de violencia.
Y siento la menudez de mi estatura, mi pie insignificante,
mis manos sin nada,
a solas y oscuro en medio de la noche,
sobrecogido por la extensión de esta fiesta de estrellas
entre las que mis ojos urden vivas charlas de ensueño,
constelaciones de gozo,
nocturnas proposiciones de luz nueva,
armonía de fulgores en que el hombre, apenas una mota
de violencia maligna, ajusta sus verdades:
ni visible ni esperado.
Para que el mundo fuera perpetuamente bello
le sobraba a la creación el sexto día aquel,
o la infeliz idea de amasar fango del suelo:
el barro es siempre un detritus miserable,
aun en figura humana;
el barro siempre embarra, ensucia, mancha.
Y hoy en que miro al cielo, inmenso arco de luz en la noche
sin luna,
sin ver firme el suelo para mis pies vacilantes,
me sumo rendido al tutti del canto general
de todo lo que vive ajenamente al hombre bajo la Vía Láctea,
su natural impulso, su hora de la fiesta, su reclamo de celo,
la recia crueldad de la cadena trófica y sus reglas.
Y celebro la luz, la noche y su armonía,
el sosiego admirable mientras el hombre duerme,
el canto viviente a la vida sin pena
y la muerte impelida sin conciencia de culpa.
Y celebro, asimismo,
esa luz esforzada del candil de la vida
de la luciérnaga en celo, ese punto en la tierra,
que entre las hierbas brilla,
y fosforece quieta,
y pacientemente
espera y espera.
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Heliodoro Fuente Moral