El otoño de las rosas: qué hermoso fue vivir – Un paseo por «El otoño de la rosas», de Francisco Brines – Pedro García Cueto

EL OTOÑO DE LAS ROSAS: QUÉ HERMOSO FUE VIVIR
Llegó El otoño de las rosas publicado por la Editorial Renacimiento en Sevilla, en 1986. Y llega este libro en un momento culminante de su poesía, el poeta expresa su amor por la vida (tema ya aparecido, pero ahora con diferente tono).
Dionisio Cañas lo dijo muy bien en un estudio sobre Brines: “Esta obra es el ejercicio de una mirada retrospectiva llena de amor y fervor por haber tenido el privilegio de la vida” (1). Es cierto, el poeta se siente afortunado, privilegiado, frente a otros que no han pensado la vida, él conoce el placer de verse viviendo, entregado al instante, tan lleno de emociones.
Son más de setenta poemas, sin separación interna (como era habitual en otros libros del poeta) en secciones o apartados.
José Olivio Jiménez considera en su estudio La poesía de Franciso Brines a este libro como “el más alto sitio de la obra total de Brines: su libro más pleno y sugerente”. Llama a este lugar pleno de creación al que llega Brines como una “conjunción de nihilismo y vitalismo”, es decir, una tensión entre dos fines: la Nada (nihilismo) y la vida (vitalismo).
Olivio nos advierte en el estudio citado lo siguiente: “El camino hacia la constatación afirmativa de la vida, que se ensancha abiertamente es este libro, venía preparándose desde muy atrás en la obra de Brines”, y, puntualiza “Uno de ellos ocurre, nada menos, que en la sección inicial de Insistencias en Luzbel, la más “conceptual” de aquel libro y de toda la poesía del autor”.
Se refiere a “Respiración hacia la noche”, cuando el poeta dice lo siguiente: “Alegría es la luz, el aire, / la carne es alegría, / y cuando se fatigan y se apagan / entonces son visibles. / La luz, la carne, el aire, el daño”. Como vemos, hay júbilo, pero al final aparece la palabra “daño” como si esa plenitud no fuese completa, pues el dolor es telón de fondo de la vida.
Dicho esto, veamos esa vivencia de plenitud que se ensancha en “El otoño de las rosas”, dice así: “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio mundo”. Vemos el deseo de vivir: “aspíralas y enciéndete” porque ha llegado a la madurez de la vida “el otoño”, el símbolo del instante, lo efímero y lo bello es evidente: la rosa. Se equipara a la vida por su hermosura y brevedad.
No importa que haya llegado ese momento, el poeta quiere vivir, pero sabe la gran verdad del acabamiento de lo humano. “Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo”.
Ha de llegar ese momento donde no haya mirada y todo sea Nada. Bello y breve poema que abre una ventana al hermoso mundo que desvela este libro.
Vuelve en el libro al lugar de la infancia: Elca, soñada por el poeta, desde su cima de la vida. Consigue que sintamos los olores, naveguemos por aquellos mares, caminemos extasiados por aquellos huertos levantinos. Tan sutilmente (y con tanta armonía) describe el poeta que nos impregna de vida en cada página, nos hace paladear cada instante como si fuese único.
Comento “Días de invierno en la casa de verano”, poema dedicado a Vicente Gallego, joven poeta que conoció a Brines y que se sintió (como otros muchos) seducido por su poesía.
El poema dice así: “Vivo en la intimidad de la casa vacía, / y en las habitaciones despobladas / puedo escuchar el sonido apagado de la vida”. Sorprende esa vuelta a la casa vacía(recordemos Las brasas), pero aquí esplende la vida, pese a ese “sonido apagado” que es el tiempo, dice así: “Y hay, con todo, un calor de vida ya gastada / un secreto entusiasmo de haber sido”. El secreto tiene que ver con la complicidad de lo vivido, tesoro tan solo para él, en esencia solitario.
Vuelve de nuevo al cuerpo, tan presente en el libro anterior, afirmación del goce y el placer: “Era el ritmo muy lento, y muy secreto / con el vigor del agua, y la presencia joven / de la carne desnuda”. Cuenta como se desvestía, y se bañaba, nos recuerda esa efusión de los cuerpos compartiendo el baño infantil en “El barranco de los pájaros”, pero no olvidemos que Brines escribe ahora desde la soledad, el muchacho en sus actos, en su intimidad (de ahí el adjetivo secreto).
Con una sutileza magnífica, Brines describe esos momentos placer sexual individual que el muchacho tiene que “gozar solo” porque nadie comparte entonces su cuerpo: “La intimidad del mundo, y el placer / que aprendía, me hacía como un dios”. Poder gozar de uno mismo y comprender así la vida es ser un dios para Brines (como vemos, el paganismo de Brines queda manifestado, no quiere ser Dios sino un dios, como en la antigüedad grecolatina).
Y después del sexo llega esa calma, ese reposo, como un hermoso caballero griego o romano: “Con el balcón abierto a los jazmines, / y el cuerpo descansando, fresca el alma, / la luz daba en el libro, diligente, / y un doliente poeta me decía / mágicos versos”. Vemos el goce de los sentidos: la mirada-el balcón, el olor- los jazmines; también el crecimiento del joven hacia la poesía: el libro del doliente poeta es un tributo a Juan Ramón Jiménez y su famoso libro: Poemas mágicos y dolientes (1909). Es indudable el influjo de Juan Ramón en Brines, como ya señalaré después.
El muchacho está enamorado de la poesía, descubriendo el secreto de los versos, guía ya del resto de su vida. No hay turbación ni pecado por el acto sexual solitario, sino complacencia ante el placer de “sentir el cuerpo y el alma fresca”. Vemos de nuevo la luz y el cuerpo del poeta descansando con un libro, lo que nos recuerda al caballero que piensa en la vida y la muerte mientras lee.
La luz y la naturaleza en su esplendor: “los jazmines” (blancos como la pureza), todo está poblado de dos mundos que no se contraponen como sí ocurrió en Las brasas. El mundo interior: la casa vacía, el joven, el libro; el mundo exterior: los jazmines, el balcón (puente comunicante de dos mundos).
Vuelve la noche: “Olorosa la noche, / llena de estrellas bajas y de fuego, / era el espejo ardiente de mis ojos”. La noche de la creación, no es la noche enemiga, sino la que hace crecer y soñar, porque es “espejo ardiente de mis ojos” (el joven se mira en ella).
Lo dice todavía más claro: “En el tiempo feliz no había muerte, / y juntos la pureza y el pecado / descubrieron el mundo más dichoso”. Esa certeza de la vida plena y gozosa contrasta con la palabra “muerte”, aun desconocida, pero ya mencionada, como presagio del futuro de la vida.
Lo expresa al final del poema: “No había aún vergüenza de los años, / ahora que ya conozco que la muerte / existe, y nada sabe”. Magnífica manera de decirnos que la muerte no es trascendencia, no nos encamina a otra vida, todo acaba en la Nada.
Y el final es muy hermoso, incidiendo el poeta en su evocación de lo vivido: “Con todo, en este invierno tan lejano, / hay un calor de vida ya gastada, / la seca aceptación del mal o la alegría, / un secreto entusiasmo de haber sido”. Incide en el secreto de haber vivido. Si los años traen “vergüenza” y la vida está “gastada”, el poeta afirma que hay aun “calor”, hay efusión, deseo de proseguir, pese al conocimiento: “la seca aceptación del mal o la alegría”.
Merece la pena comentar la visión de Elca, ese paraíso de la infancia que nos regala José Luis Gómez Toré en La mirada elegíaca, dice así: “Victor García de la Concha ha relacionado la visión de la infancia de la poesía briniana con la lírica de Juan Ramón Jiménez”.
Y, tras ello, Gómez Toré desvela ese mundo en el poeta moguereño y alude también a Luis Cernuda: “En efecto, el poeta de Moguer había hablado ya de esa divinidad de la infancia, figura sagrada que se identifica con el yo perdido y con el lugar paradisíaco”.
Se refiere el crítico a los Poemas revividos del tiempo de Moguer (2) y, es cierto, que en esos poemas Juan Ramón siente que la infancia es divinidad, lugar y momento que no ha de volver jamás.
Luis Cernuda, por otra parte, recuerda en Ocnos la eternidad de la infancia, como nos señala Gómez Toré en el libro.
Brines, en El otoño de las rosas, busca al niño perdido, ese niño feliz, ajeno al pasado (pues aún no lo tiene) y exento de pecado. No excluye el poeta la inteligencia como cualidad de lo humano (ya lo vimos en el poema: el joven leyendo). El hombre perdió el paraíso de la infancia, pero no ha perdido el milagro del saber, el conocimiento, único eslabón de felicidad que le une a ese paraíso (pese a que el saber también entrega dolor).
Vayamos a Elca, Gómez Toré desvela qué hay detrás de ese nombre: “Elca, ese término del campo de Oliva donde reside secreto el Edén”. Y además nos dice “Pero Elca no es sólo un lugar concreto”, para el crítico “ese lugar se convierte para el poeta en el mundo entero”. Si quedaba alguna duda de ello, el propio brines lo confiesa en una entrevista a Luis Antonio de Villena (amigo de Brines y poeta de los “novísimos”) cuando dice: “Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida me dio una visión nueva, inesperada, de mortalidad, seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino” (3). Todo ello se refleja muy bien en el poema donde el poeta miraba, desde la soledad de su cuerpo, al mundo entero (en la casa de Elca, donde Brines descansaba en verano de un año escolar en un internado) (4).
Comentamos seguidamente “Collige, virgo, rosas” donde hará mención de nuevo de la noche, creadora de magia en ese instante de la vida.
Vemos al poeta decir a alguien (recurso ya muy utilizado por Brines, en ese diálogo consigo mismo) que ría y goce, también que ame. Es muy bello cuando dice en el segundo verso: “Y enciéndete en la noche que ahora empieza”, es una verdadera invocación a la vida. Si el hombre es “luz” en la noche, brilla como un “astro” (hace referencia a esa luz alta que miraba el niño-Brines). Continúa diciendo: “y entre tantos amigos (y conmigo) / abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años”. Parece que el poeta se refiere a otro cuando apela a ese tú, pero sabemos que es él, desdoblado, viéndose vivir en la noche con un grupo de amigos ( también existe en el poema el joven, quizás algún amigo de Brines, futuro espejo del poeta).
Dice el poema “abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años”. Los grandes ojos son como “astros” que iluminan al poeta. Resucita así el niño- creador, el niño-Dios (en palabras de Gómez Toré).
Dice después: “La noche larga, ha de acabar al alba, / y vendrán escuadrones de espías con la luz, / se borrarán los astros, y también el recuerdo, / y la alegría acabará en su nada”. En este poema la “luz” es negativa, trae la infelicidad, oponiéndose a la “luz” de la infancia, generadora de vida.
Brines utiliza aquí los símbolos de sus primeros poemas: la noche, la luz, los astros; pero han cambiado de significado, la noche es alegría y magia, junto con los astros y la luz, sin embargo, trae el infortunio a la vida.
Pese a todo, Brines no desiste cuando dice: “Mas aunque aquí suceda, / enciéndete en la noche”, la repetición del verso muestra la importancia del acto, el deseo pleno de vivir esos instantes irrepetibles.
La noche, con todo su sentido, es protagonista del poema. Dice el poeta: “pues detrás del olvido puede que ella renazca”, no está seguro, pero piensa que la vida vuelve en cada noche de goce, además, lo expresa con la hermosura serena que le caracteriza: “y la recobres pura, y aumentada en belleza”, este verso requiere una interpretación que llena el poema de mayor simbolismo. Es, desde luego, el joven o el niño que vuelve en esa noche “recobrada”, lo sabemos por los adjetivos “puro y aumentada belleza”. El hombre-Brines vuelve a la niñez en la noche evocada que se repite en el pensamiento.
El final del poema nos muestra hasta qué punto Brines es consciente del dolor, de la pérdida, pero no por ello desiste de entregarse a esa noche inolvidable. Dice así en esta noche que es la de la muerte, noche antitética de la noche creadora: “cuando la noche humana se acabe ya del todo / y venga esa otra luz, rencorosa y extraña, / que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido”. Nos queda claro que será la última luz, trae la muerte y la Nada, está desvestida de trascendencia, será “rencorosa y extraña” como un enemigo para el hombre.
Da la sensación que habla a alguien, quedó claro cuando dijo: “la avidez preciosa de los años”. Es ese amigo o ese niño que vive ahora la vida y que no conoce el dolor. Nos desvela entonces que sí existió un diálogo hacia alguien que participa en la charla con los amigos. La modestia del poeta se hace evidente, ya que aparece entre paréntesis: “y entre tantos amigos (y conmigo)”. El poeta es uno y es otro, el contemplado por en el paso del tiempo. Magnífico poema donde Brines insiste en la alegría del instante y en la meditación que prosigue a la dicha.
Afirma, con gran sentido común, José Olivio lo siguiente (en el estudio que se llama La poesía de Francisco Brines): “Apurando el seno acogedor de la noche, y conjurando el olvido, será posible que la alegría quede vivificada por la voluntad del espíritu”.
Si leemos ahora el poema de Luis Cernuda “Viendo volver” (5) perteneciente a “Vivir sin estar viviendo” (1944-1949) podemos observar ese diálogo de Cernuda consigo mismo: “Irías y venías / Todo igual, cambiado todo / Así como tú eres / El mismo y otro.¿Un río? / A cada instante / No es él y diferente?”. Hermosos versos que se cargan de simbolismo: el río es la vida cuyo cauce da al mar “que es el morir” como dijo Jorge Manrique, Cernuda se acerca a la tradición y Brines, en su diálogo con el amigo joven y consigo mismo bebe del poeta sevillano en su técnica de los espejos.
La única diferencia ente ambos poetas (aparte del estilo y del mundo de la noche que no aparece en el poema de Cernuda) es que el poeta sevillano no atiene ese amigo que sí posee Brines. Cernuda se halla solo y así lo dice: “Impotente, extasiado / Y solo, como un árbol, / Le verías, el futuro / Soñando, sin presente, / A espera del amigo, / Cuando el amigo es él y en él espera”.
Y además Cernuda es consciente que la vida es “una burla delicada / Y que debe ignorarlo el mozo hoy”. Para el poeta, como para Brines, esa sensación de dolor no ha de pertenecer al niño o al joven, porque sólo es castigo del adulto.
En “Huerto en Marrakech”, Brines no solo nos indica el lugar de la dicha, el mundo árabe, sino también un juego de símbolos que hace enormemente ingenioso el poema: “Entré en la breve noche para gozar tu huerto: / rincón de madreselva, dos pequeños naranjos, / y aquel jazmín tan negro, de tanto olor, rodando / la falda del ciprés que sabe al cielo”.
Como vemos, el “huerto” es símbolo del “cuerpo” y todo lo que sigue son extensiones del mismo: la madreselva es el vello, los pequeños naranjos son los ojos y el jazmín es el sexo en toda su plenitud, hasta tal punto es así que cita el “ciprés que sube al cielo”, es decir, el éxtasis amoroso. Como vemos, la naturaleza sirve a Brines para crear un poema íntimo, erótico y sensual. Pero con ese tacto y esa sutileza que le caracteriza el poema nunca es procaz, sino hermoso y delicado (su sutileza se pone de nuevo de manifiesto, inunda, mejor dicho, todo el libro).
Continúa diciendo: “Bañó el árbol la luna, / y se mojó mi boca”, de nuevo, el placer, la corriente exultante le arrasa.
Después llega la fatiga: “Y qué cansados luego las aguas y las rosas, / el ciprés, los naranjos, el ladrón de aquel huerto. / Y todo fue furtivo: el alba, luego el sueño”. Recoge en este final a los amantes: el cuerpo del amado y el ladrón del cuerpo: el amante. Y no hay que olvidar el tiempo: “Y todo fue futuro: el alba, luego el sueño”.
Vuelve el alba a ser el punto final de lo mágico, de la dicha sexual, como en el poema anterior (en aquel el alba trajo la separación de los amigos y el fin de la fiesta).
Como hemos podido ver el poema es muy hábil para enlazar símbolos que emparentan con la tradición simbólica de los místicos españoles, no olvidemos la poesía mística (con su traducción erótica) de San Juan de la Cruz en la ya famosa interpretación de la amada como el alma y el amado como Dios. Para Brines, desposeído de cualquier sentimiento religioso, el simbolismo alcanza altura de hedonismo y paganismo.
Hay otros poemas de gran calidad sobre el erotismo, el sexo y la noche (“Envío del recién llegado”, “Historias de una sola noche”, “El triunfo de la carne”), pero voy a comentar un poema muy bello que se llama “Los veranos”, en él la evocación (que está en todo el libro) parece paladearse con mayor insistencia y podemos oler ese tiempo de verano que el paso de la vida no devuelve. De nuevo, Brines habla del desnudo, en esa estación pura de la vida: “Estábamos desnudos junto al mar,/ y el mar aún más desnudo”. Vemos como Brines enlaza el cuerpo desposeído de ropajes junto al mar entregado, lugar que nos evoca a ese baño con los amigos en la niñez.
[Francisco Brines recita «Los Veranos»]
Además, vuelve la mirada: “Con los ojos, / y en sus cuerpos ágiles, hacíamos / la más dicha posesión del mundo”.
El mundo les poseía y ellos poseían al mundo, entrega al unísono del mar y el cuerpo, el cuerpo y el mar.
Aparece también el adjetivo “encendido” para referirse a la luna, astro clave en la noche (lugar ideal para gozar): “Nos sonaban las voces encendidas de la luna / y era la vida cálida y violenta, / ingratos con el sueño transcurríamos”.
Para el poeta, la vigilia es importante, solo así puede darse el placer, pues la noche, el mar, los cuerpos desnudos son todos lo mismo: la felicidad. De nuevo el mar: “El ritmo tan oscuro de las olas / nos abrazaba eternos, y éramos sólo tiempo”. Hay que fijarse en estos versos y en la relación olas-agua y el verbo “abrasar” como si el agua fuese llama y, además, eterna.
Los jóvenes al quererse en el agua la hacen arder (porque ella participa de la unión amorosa), el “ser sólo tiempo” nos señala que eran instante, goce pleno (fuera del concepto de la vida que transcurre). De nuevo los astros: “Se borraban los astros en el amanecer/ y, con la luz que fría regresaba/ furioso y delicado se iniciaba el amor”. Es curioso que Brines aquí no rompa el amor con la llegada del alba (como vimos en poemas anteriores) sino que es la rampa de salida, tras el juego de los cuerpos, llega el amor verdadero.
Al final, el poeta valenciano acaba el poema con la sensación de pérdida: “Hoy parece un engaño que fuésemos felices / al modo inmerecido de los dioses / ¡Qué extraña y breve fue la juventud!”. Queda un vacío, pero también la dicha de haber asistido a un momento hermoso de la vida, la tristeza es el resultado siempre de la efímera felicidad. Brines, que no suele usar exclamaciones, las emplea para enfatizar lo perdido, lo irrecuperable.
Su comparación con los dioses nos llama la atención (como ya vimos en aquel poema donde el niño era un dios y no Dios) porque hace referencia al mundo de los griegos, a la mitología (no olvidemos que ese mundo mítico fue invento de los hombres, tras el engaño que supuso su fascinación vino la infelicidad de descubrir la mentira que había en ello).
Gómez Toré lo dice claramente: “Así, un poema como “Los veranos” atribuye a los jóvenes la cualidad de anular el tiempo, cualidad propia tan sólo de los dioses”. Vemos que el crítico insiste en la felicidad de esa estación dichosa de la vida, no sólo por la carencia del tiempo, sino también por la ausencia de culpa o pecado en los momentos de placer.
Considera Toré al joven y al niño uno solo como dice a continuación (en La mirada elegíaca): “El niño y el joven no son sino uno solo. Así cuando Narciso envejecido mire a aquel primer Narciso contemplará a un ser inmortal, niño o joven, mirándose no en el río de Heráclito, sino en un mar eternamente renovado”.
Ese Narciso es, no cabe duda, el poeta, ensimismado por el tiempo y su imagen que decae y envejece. Pero también el demiurgo que posibilita el regreso del niño y el joven.
José Olivio en La poesía de Francisco Brines se fija también en este hermoso poema y en el instante en que describe el amor diciendo: “hacíamos/ la más dichosa posesión del mundo”. Para Olivio este verso “quedará como la siempre vibrante definición de la experiencia amorosa”.
Brines evoca el amor puro y además sitúa al alba ese “furioso y delicado amor que se iniciaba”, queda claro que, oponiendo esos dos adjetivos, el poeta da una descripción completa del juego amoroso y nos conduce a Lope de Vega en un famoso soneto, concretamente el núm. 126 cuando dice el poeta: “Desmayarse, atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal, difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso” (6). Como vemos, el poeta en el primer cuarteto expresa las condiciones contrarias del amor en un juego de oposiciones.
Terminará (para no explayarme en todo el poema, pese a su gran calidad) con estos versos: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño / esto es amor. Quien lo probó lo sabe”. Afirmo que Brines insiste en esta tradición para señalar esas características opuestas del amor y, desde luego, acierta plenamente.
Finalizo este recorrido por el libro con un poema muy breve, pero destacable por dos aspectos: la aparición de la muerte y la referencia a Dios.
El poeta dice en “Física de la muerte”, lo siguiente: “Prietas y extensas sombras nos acogen / allí en las Humedades, fría Nada, / después que nos fulmina el rayo blanco / del Dios que no sabemos”.
Brines pone en mayúsculas la Nada como el fin de todo, límite de nuestra vida, futuro irremediable. Y además hace referencia a Dios, pero no en su aspecto apaciguador sino que “nos fulmina el rayo blanco”. Este verso nos explica parte de su obra, esa insistencia en el engaño, con la vida que fue “realmente vivida”. El título del poema “Física de la muerte” rompe cualquier atisbo de trascendencia, el poeta anula así al mundo religioso con su afirmación de un Dios que no conocemos ni podemos ver, sino es a través de la fe.
Merece la pena terminar los comentarios a este libro, pensando en Juan Ramón Jiménez, porque Brines ha leído atentamente al poeta moguereño y sabe muy bien que Juan Ramón, descreído de Dios, buscó en la conciencia ese lugar para vivir su eternidad.
He seleccionado un poema perteneciente a La estación total, cuando el poeta dice (el poema se llama “El creador sin escape” perteneciente a “Canciones de una nueva luz”): “Enseña a dios a ser tú / Sé solo siempre con todos, / con todo, que puedes serlo. / (Si sigues tu voluntad / un día podrás reinarte / solo en medio de tu mundo.) / Solo y contigo, más grande, / más solo que el dios que un día / creíste dios cuando niño.” (7)
Juan Ramón expresa su Dios de la conciencia frente al dios (en minúscula) que ha inventado el mundo. Ese deseo de eternidad quiere vivir en Brines en los instantes evocados en El otoño de las rosas, donde el goce de vivir se manifiesta en toda su extensión, dicha que dará lugar, tras su breve paso, a la tristeza del poeta.
El poeta valenciano se perfecciona con esta obra, nos muestra las aristas de la vida y, consciente de todo lo que se pierde (se canta lo que se pierde, dijo el gran poeta andaluz Antonio Machado) revive el tiempo de la felicidad, haciendo de su canto una elegía magistral.
[Francisco Brines recita «Causa del amor»]
Pedro García Cueto
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Notas
1. Dionisio Cañas: Francisco Brines, Plenitud y entusiasmo de un canto otoñal . Ínsula, núm. 485-486 (1987).
2. Juan Ramón Jiménez- “Cuando yo era el niñodios”, Poemas revividos del tiempo de Moguer (1895-1954). Artes Gráficas, Luis Pérez, Madrid, 1970.
3. Luis Antonio de Villena- “Una charla con Francisco Brines”- Olvidos de Granada, 13, 1984- pp. 35-36.
4. Rafael Alfaro- “Experiencia de una despedida”- Cuadernos de Cultura, 1980. pp.25-41.
5. Luis Cernuda. Antología. Editorial Cátedra [edición de José María Capote], Madrid, 1992.
29- Lope de Vega. Lírica. Editorial Castalia [edición de José Manuel Blecua], Madrid, 1987.
30- Juan Ramón Jiménez. Antología poética. Editorial Cátedra [edición de Javier Blasco], Madrid, 1990.
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Las imágenes de las rosas y jazmines que acompañan al texto son copias de fotografías que pertenecen al archivo personal del editor.
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