Te comería
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Te comería
Carmen no se ha comido todavía a su amigo Lucas porque no viven en un cuento de los Hermanos Grimm. Ganas no le faltan. Frito o crudo estaría riquísimo, saladito, en su punto. No necesitaría aderezo alguno y como derrocha fuerza y resistencia al desaliento no saldría de sus carnosos labios un solo “¡ay!” cuando la fiera leona cerrara sus poderosas mandíbulas como la tapa del cofre del tesoro de John Silver o la del ataúd del temible conde Drácula para engullir a su joven presa de cuatro años.
Lucas explora lo real con la mano firme del héroe universal, y su pelo rubio y su vocación musculada con pocos pájaros en la cabeza emulan las gestas de Sigfrido, el cazador de dragones de la corte de los burgundios. Va dejando un reguero de miguitas de pan o de pequeños cantos rodados tras sus pasos firmes, rápidos y asentados en las vías de una vida abierta a un horizonte no exento de incertidumbre. ¿Estará condenado a ser un héroe y a contemplar la vida como un enorme cuaderno de ejercicios? Un destino difícil para el niño celoso de su intimidad, para el creador de espacios y, tal vez, de valores.
Aunque Lucas tiene trazas de ingeniero precoz y está sólidamente pegado a la tierra que nos cobija y alimenta, ello no nos impide ver en su rostro los rasgos esféricos de la osadía de los superhumanos herederos de las proclamas de Voltaire o de Nietzsche. Al ser tan humano, Lucas es superhumano, un devoto amante de la vida que celebra con júbilo la caída desde el trampolín de casa de sus abuelos y bucea ágilmente, de lado a lado, en la piscina comunitaria en la que me sacudo los mosquitos atigrados en verano. Y lo hace siendo consciente de sus limitaciones infantiles, huyendo involuntariamente de la fragilidad y el servilismo propio de los que viven como esclavos, doblando obedientemente sus patas de camello. Me gusta pensar que Lucas, un humano tan cabal y sensato, a sus cuatro años, está adquiriendo ya la conciencia de su poder, amando la vida sin restricciones. Hago votos para que atempere muy pronto su prudencia griega con el disfrute de los placeres de la imaginación y deje de “quitarse los besos” que le da Carmen de forma furtiva.
Lucas no sabe todavía que lo que admira en Spiderman no está en Norteamérica ni en un tiempo virtual, sino en sí mismo. Además, sus gestos, su atención –certera como una flecha- y la firmeza de sus raíces, lejos de transmitir desprecio, muestran orgullo y sobreabundancia. Al igual que los héroes clásicos, rezuma una dignidad moral paradigmática. Camina resuelto, aristocráticamente, porque atesora en sus entrañas una dignidad que no necesita del reconocimiento de las masas. Su poder está escrito en unos ojos bien abiertos, capaces de hipnotizar al dragón, en su sonrisa justa, encerrada en la almohadilla de sus labios y, sobre todo, en su disposición al cuidado del otro. Es un claro portador del “gen altruista” al que alude la sociobiología contemporánea y nos hace albergar esperanzas a los que somos raros por naturaleza.
Carmen y Lucas se han reconocido desde el primer momento. Fue, sin duda, un flechazo. Un feliz encuentro como el que celebró mi hijo Hermes a los seis años con el sabio médico portugués Mario Gonçalves Carneiro, cerca de la Catedral de Málaga, cuando le dijo de repente: “somos los mejores”. Carmen, Lucas, Mario y Hermes –con un porcentaje variable de pájaros en la cabeza y de adaptación a lo real- están cortados por el mismo patrón: el generoso impulso que hace que nos pongamos en el lugar de otro. Por ese motivo son un excelente manjar, fritos o crudos, aunque Lucas le recuerde a Carmen que “los niños no se comen”.
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Rafael Guardiola Iranzo