[vc_row css_animation=»left-to-right»][vc_column][vc_column_text]THE CLOCK (Un diario)
8 de Marzo de 2014: sábado
Diez de la mañana: leo en El País que The Clock llega al Guggenheim de Bilbao. La obra de Christian Marclay es un bucle continuo de 24 horas, construido con escenas de miles de películas, montadas de tal forma que la hora que aparece en la pantalla coincide con la hora en la que el espectador está viendo la escena.
No tengo tiempo de pensar en ello, pues debo salir de casa para asistir a uno de los ochenta conciertos que este año Bilbao dedica a las obras de Brahms y de Beethoven. Siempre me ha asombrado el prodigio de sincronización de salas, colas de oyentes, intérpretes y orquestas que se suceden en tres escasos días de Marzo y que nos permite asistir a casi un centenar de representaciones. Cada año me someto a esta hermosa vorágine de tiempo y de música, que luego recuerdo como si fuera un sueño, como si la realidad se me presentara desde fuera, desde un lugar distante y ajeno.
Creo que The Clock me propone una experiencia semejante: abandonar por unos días la vida ordinaria, construida con trabajo, rutina, familia y amigos, y sentir de forma consciente el paso del tiempo; o mejor dicho, sufrir el peso del tiempo, minuto a minuto, de forma opresiva, incluso con algo de angustia.
Decido, al mismo tiempo, escribir un diario: registrar lo que experimento estos días en que me sitúo, voluntariamente, al borde del camino por el que discurre mi vida.
Estas reflexiones me demoran un tanto y abandono mi casa con el tiempo muy justo; el metro se retrasa más de diez minutos y tengo que correr para entrar en la sala del Palacio Euskalduna antes de las once. No soy el único: corro junto a otros calle abajo, hasta la Gran Vía. Como siempre, el tiempo nos dirige, determina nuestros actos. La hora exacta nos persigue: un minuto de más y no nos dejan entrar, un minuto de más y podemos dar por perdida toda la mañana.
Entro en la sala y observo cómo los cuatro músicos interpretan la obra: se miran entre ellos para respetar sus tiempos, para lograr una perfecta sincronía en unas piezas que me parecen llenas de un violento y persistente ritmo: escucho uno de los cuartetos de Beethoven.
También la música se construye con tiempo. Curioso: leo un artículo sobre The Clock, y desde entonces sólo se me ocurren observaciones sobre el tiempo. La obra de arte me influye antes incluso de contemplarla. Me afecta con tan sólo conocer su existencia.
No es usual mencionar estos temas. San Agustín decía: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, sé lo que es; pero si alguien me hace esa pregunta y quiero contestarla, ya no lo sé.”
No recuerdo que el tiempo sea una materia en las conversaciones con mis amigos o con mis compañeros de trabajo. En cambio, la tengo de forma reiterada con mi madre; su enfermedad le borra los recuerdos. Vive en un tiempo confuso y necesita orientarse. Me asegura, por ejemplo, que lleva conmigo desde hace semanas, cuando sólo ha dormido una noche en mi casa. Cometo el error de contradecirla: la angustia apaga el brillo de sus ojos. Cambio de tercio y le hablo de su infancia, del caserío, de Azpeitia. Vuelve a sonreír, y recupera su luminosa mirada.
14 de Marzo de 2014: viernes
No he podido acercarme al Museo en toda la semana. Decido cortar por lo sano: cojo unas horas de mis vacaciones y abandono la oficina a las 9:39 de la mañana. Casi corriendo, entro a las 10 horas y soy el primero en ocupar uno de los amplios sofás de la sala 103, donde se proyecta la obra. La instalación es una sucesión de secuencias de películas en su idioma original. Algunas son muy famosas y otras no tanto. Las escenas están perfectamente ensambladas y producen un efecto de flujo continuo. Cada poco tiempo veo un reloj en la pantalla y compruebo que la hora que marca coincide con la que aparece en el reloj de mi móvil. Aunque pierdo mucho del sentido de las conversaciones, pues casi no las hay en castellano, asisto hipnotizado a la sucesión de escenas y sigo, sin perder detalle, las aventuras del verdadero héroe de la obra: el tiempo de los relojes.
La película es, además, un homenaje al cine. Aparecen Bogart y Paul Newman, Brando y Cantinflas. Cerca ya de las 12, Christopher Walken entrega al joven Bruce Willis el reloj de su bisabuelo: lo ha conservado escondido en su ano durante el tiempo en que ha sido prisionero del Vietcong, para así cumplir con la promesa que hizo al padre del niño.
A las 12:05 abandono el museo para volver a la oficina. Ficho en el reloj a las 12:31. En mi empresa el tiempo de los relojes es sagrado. Es casi lo único que cuenta. Una sección denominada Control Horario, ayudada de un potente ordenador, nos controla los minutos de presencia obligada. Quizás, por ello, la sucesión de relojes a la que he asistido durante dos horas no me ha provocado ningún síntoma de angustia. He visto cómo el tiempo transcurría minuto a minuto en relojes de estaciones de tren, en relojes de aeropuerto, en relojes de oficina y en relojes de pulsera. He sido consciente, de manera casi física, de la sucesión de minutos que componen cada hora del día. Decido volver para ver un fragmento más largo.
19 de Marzo de 2014: miércoles.
No espero más y este día, con cargo a mis vacaciones, abandono la oficina a las 11:31. En el camino al museo me detengo en un bar para comer una tortilla y un bocadillo de jamón, y llego a la sala 103 provisto de dos chocolatinas para poder así concentrarme en The Clock hasta las ocho horas de la tarde.
Asisto fascinado al discurrir del tiempo en cientos de películas, en las que relojes de todos los modelos marcan la hora, y siento minuto a minuto el flujo del tiempo, devastador e hipnótico, vestido de infinitos ropajes, en color o en blanco y negro, en escenas que me parecen hermosísimas y en otras que no me gustan nada.
Contemplo varios momentos mágicos: a la trece y quince, Orson Welles se burla de los suizos y de sus relojes de cuco subido en una noria. Cerca de las cinco de la tarde, en un día lluvioso, Bogart ha de partir de un París invadido por los nazis sin su amada Ingrid Bergman. Un poco más tarde asisto a un montaje perfecto de varias escenas con el leitmotiv del reloj de bolsillo que exhibe Franco Nero en “La muerte tenía un precio”. Otras películas como “Fanny y Alexander”, “Taxi Driver”,” Yuma” o “Lo que el viento se llevó”, se suceden para recordarme la hora.
Cuando abandono la sala, agotado y algo confuso, el tiempo se me revela como un flujo continuo, como la corriente de un río crecido.
Estamos construidos con la materia del tiempo, existimos para la muerte, pienso con aprensión en ese momento; nos movemos hacia la extinción sin ser conscientes de lo que esperamos, de lo que dejamos atrás, del sentido de nuestro devenir. Somos una sucesión de escenas mejores y peores, de momentos afortunados o llenos de desventura, heroicos unos e indignos otros, pero todos ellos rellenos de tiempo, preñados de muerte.
Recuerdo “La muerte en Samarra”, de García Márquez: Un criado llega aterrorizado a la casa de su amo. “Señor, he visto a la muerte en el mercado y me ha saludado con una señal de amenaza “. El amo le da caballo y dinero y le dice: “Huye a Samarra”. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra con la muerte en el mercado.” Esta mañana saludaste a mi criado con una señal de amenaza “. “No fue así “dice la muerte, “No fue de amenaza, sino de sorpresa. ¿Qué hacía tan lejos de Samarra, adonde esta noche debo ir a buscarlo?”
Nuestra vida se construye en el tiempo y a cada uno se nos reserva una medida contada del mismo. Nada podemos hacer para cambiarlo: cuando la medida se consume, allí está la Muerte para recibirnos. No es posible la huida a Samarra. Samarra es nuestro destino, es la población donde la Vieja Furcia nos espera para saludarnos.
Necesito desprenderme de estos pensamientos tan negros: pienso, de forma algo ingenua, que mi medida está aún muy lejos de colmarse.
En el salón de mi casa escucho “The Koln Concert” de Jarrett. Este maravilloso concierto tiene la virtud de suspender el tiempo. Entre los minutos quinto y séptimo de la primera parte, la notas de dos únicos acordes se prolongan sin medida. Sé que son dos minutos porque me lo dice el reloj, pero esa música no existe en el tiempo de los relojes sino en una especie de eternidad que me colma de una rara plenitud. No puedo más que envidiar a todos los que presenciaron este concierto en Colonia. Me los imagino en el minuto cuarto mirándose unos a otros con asombro. Al terminar, saldrían todos de allí deseando contar su experiencia, pero ninguno encontraría la forma de hacerlo: no existen palabras. El paraíso es inefable y se nos presenta, además, sin previo aviso. Es un don caprichoso, es una dádiva que nadie tiene derecho a exigir y que algunos pocos, como los asistentes a este prodigioso concierto, recibieron quizás sin merecerlo. Los demás hemos de conformarnos con recrearlo en la fría soledad de nuestros salones.
28 de Marzo de 2014: viernes.
Tras apurar el tercer café, camino hacia el Museo: será mi última experiencia con el tiempo. La cita es este viernes 28 de marzo a las 8 horas de la tarde. Asisto a la sucesión de relojes que se prolonga durante toda la noche, hasta las 10 horas de la mañana del sábado.
Somos muy pocos los espectadores. Llega un grupo de amigas ya mayores, de una edad cercana a los 70 años, que aguantan más de una hora. También resisten varias parejas y yo mismo, solo e insomne.
Entra una pareja de homosexuales de unos 60 años, algo pasados de kilos. Se sientan cogidos de la mano en uno de los sofás de la sala, a mi derecha, y se besan ligeramente en los labios. Parece que se preparan para asistir a un ritual sagrado: el ritual del paso del tiempo. Me equivoco: en unos minutos abandonan la sala.
En la pantalla se suceden películas célebres: “Laura”, en varios momentos; el arranque de “Ciudadano Kane” y su famoso Rosebud; “La ventana indiscreta”, ya de madrugada. Contemplo hábiles montajes con secuencias de orquestas de distintas películas, puertas que se abren y cierran, teléfonos y explosiones. A partir de la madrugada abundan las escenas de parejas indiferentes en camas separadas. Desde las 6 de la mañana, la monotonía de los despertadores.
De pronto, la cámara recorre una habitación en penumbra: comienza en una ventana abierta por donde entra algo de luz de la calle; continúa con un hombre en una cama, durmiendo, y termina deteniéndose ante una televisión encendida, pero sin sonido, que ha acompañado el sueño del hombre durante toda la noche. En la pantalla de esa vieja televisión se contempla un denso humo negro que se eleva desde las Torres Gemelas. En el ángulo inferior derecho de la pantalla aparece la hora. Son las 9 horas y 20 minutos de la mañana. Estamos contemplando los efectos de una de las obras maestras del terrorismo islámico, un atentado que seguramente se estudia con reverencia en ciertas madrasas del Oriente Medio.
Ese día, 11 de Septiembre de 2001, la Muerte viajó con toda su pompa desde Samarra, acompañada de varios heraldos, la mayoría de ellos de origen saudí, para saludar a casi tres mil neoyorquinos: demasiado trabajo para la Vieja Furcia.
Este saludo nos cambió el mundo a todos. Cada uno de nosotros recuerda qué estaba haciendo ese día, a la hora en que la Muerte gritaba los nombres de sus elegidos entre el humo y las llamas.
Abandono el museo sin poder apartar de mi mente las Torres Gemelas. Me asalta una frase de Montaigne: “La premeditación de la muerte es la premeditación de la libertad.” No encuentro ningún consuelo en esas hermosas palabras que casi no entiendo. Imagino una enorme caravana de neoyorquinos camino de Samarra.
Cuando entro en el vagón de metro son las 11 de la mañana. Esquivo los asientos abatibles, pues hay un charco de vómito en el suelo. Me siento detrás de un grupo de amigos bastante jóvenes, de no más de veinte años. Hablan muy alto, la fiesta no ha acabado para ellos. Vienen de la Fever, eso es seguro. No han dormido en toda la noche, pero están animados, quizás atiborrados de pastillas. Varios de ellos deciden descansar en la playa de Sopelana. Todos llevan el pelo corto en las sienes y en la nuca y algo más crecido, en cambio, en la parte superior del cráneo, formando una especie de casquete o boina. Sólo lleva barba el que parece el líder, el que mejor habla, el que decide. Tienen pinta de pijos, pero no demasiada.
En Deusto sube una mujer de unos cincuenta años, vestida con bermudas de color marrón. Se tambalea visiblemente, está muy borracha. Pide paso y se sienta al lado del líder, rodeada por toda la cuadrilla de jóvenes lobos.
No sé cómo empieza la cosa pero, medio en broma, medio en serio, los jóvenes le sueltan todo tipo de groserías y la mujer les sigue la broma, satisfecha de que se fijen en ella.
Oigo al de la barba: -Es que yo soy muy guarrete, qué le voy a hacer, mientras pueda y me dejen.
Ella ríe: -¿Qué pasa? ¿Tenéis ganas o no tenéis ganas?
El del asiento de enfrente al de la mujer, el segundo de la manada, el que secunda las gracias del líder, le dice:
-Vente a la playa con nosotros y allí verás maravillas.
Ella vuelve a reír y le acaricia la cara, casi con dulzura. Él se deja hacer. Los comparsas del grupo, más alejados, miran descaradamente las piernas de la mujer:
-Joder, qué patorras. Pero si tiene pelos; ¡tía guarra!
El resto de viajeros escuchamos. Algunos están indignados; otros ríen con disimulo. La mujer da lástima.
En Lamiako se apea el segundón. Está envalentonado. Se despide diciendo:
-Si llegas a tener diez años menos, ni te imaginas lo que te hago.
Ella baja en Las Arenas.
Los comparsas comentan:
-Joder, si Garamendi le enseña su porra, ésta la arma.
Por la tarde acudo por última vez al Museo para volver a presenciar las escenas que más me han gustado: a las 16:50 el cielo llora por Bogart, mientras éste lee la carta de Ingrid Bergman. Poco después asisto al prodigio del tiempo circular en la melodía del reloj de Franco Nero en “La muerte tenía un precio”.
Estas escenas tan conocidas, tan hermosas, me levantan algo el ánimo.
Al salir de la sala me detengo ante el árbol de los deseos de Yoko Ono: un olivo que soporta el peso de cientos de tarjetas escritas con los deseos de la gente. Parece un árbol de Navidad. Me acerco al mostrador de las tarjetas. No sé qué escribir; lleno de deseos, no soy capaz de concretar ninguno. Quizás no sepa a qué dios dirigir mi plegaria. Quizás no exista ningún dios que la atienda. De forma repentina, que me sorprende a mí mismo, cuelgo la tarjeta en el árbol sin haber escrito nada en ella. La contemplo entre la maraña de deseos del resto de la gente y luego me alejo.
Quizás alguien piense que en mi gesto hay algo de budista, pero eso no es cierto. Aunque de forma muda, elevo una plegaria inútil: lo que yo pretendo es cancelar el tiempo, lo que yo deseo es abolir la muerte; que la Vieja Furcia no nos encuentre ni a mí ni a los míos; que no nos salude ni aquí ni en Samarra.
FIN
Javier Sagastiberri[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_single_image image=»1561″ add_caption=»yes» alignment=»center» onclick=»zoom» css_animation=»slideInRight» title=»The Clock»][/vc_column][/vc_row]