Tres cuentos
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Tres cuentos
Cambio de planes
Todos somos un poco Ulises, cuando salimos de casa para ir a trabajar, que es como vivir aventuras para perdernos en la guerra de cada día y en el retorno a casa, a medio camino entre Escila y Caribdis, Nausícaa y la isla de los lotófagos. Pero claro, al final del día, mi mujer se cansa de ser Penélope y entonces me toca quedarme en casa, haciéndome un lío con un tapiz que ya no sé si tejer o desarmar, mientras ella vive aventuras a lo grande y vive una odisea tras otra.
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Sísifo
Pues claro que la condena era injusta, se decía mientras bajaba la empinada cuesta, teniendo cuidado de no lastimarse entre las puntiagudas rocas. Claro que era injusta, y tremendamente inmoral. Si todavía el juez hubiera sido más clemente. No hay delito, se decía, no hay delito que justifique este castigo. Y ya estaba casi en la base de la montaña, junto a la pesada roca que había de llevar a la cima. Quiso sentarse a descansar unos segundos, pero se sintió compelido para comenzar a trabajar sin pausa, como por arte de magia, a pesar de sus miembros engarrotados y agotados. Comenzó a empujar, tratando de poner la mente en blanco, distrayéndose en unas historias u otras y recordaba las hazañas del héroe de Corinto o alguna trama de la Gigantomaquia. Era, pues, un tipo con suerte y la imaginación volaba mientras empujaba la roca cuesta arriba. Salía de sus ensoñaciones cuando atisbaba la cumbre, tan cercana ya que casi podía alcanzarla con la punta de los dedos. Y el aire parecía más limpio y se entreveía algo de hierba e imaginaba una fuente de agua fresca y cristalina. Se le hacía la boca agua cuando, de golpe, la roca se volvía más pesada y escapaba a su control, y alguna piedra del suelo la desplazaba, y sus esfuerzos eran insuficientes pero por un momento parecía que conseguía sostenerla, aguantar, buscar el lugar en el que dar el próximo paso, haciendo un último esfuerzo, para finalmente desfallecer y ver como la roca pasaba junto a él, sobre él, dándole el tiempo justo de apartarse y verla rodar montaña abajo, haciéndose parcialmente añicos contra otras rocas, para volver a aparecer mágicamente intacta al pie de la colina. Pues claro que la condena era injusta, se decía, mientras bajaba la empinada cuesta, teniendo cuidado de no lastimarse entre las puntiagudas rocas y las lajas que había dejado a su paso aquella máquina de destrucción que prácticamente lo había matado. Claro que la condena era injusta y tremendamente inmoral. Si todavía el juez hubiera sido más clemente…
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Muerte de Aquiles
Confiaba tanto en sí mismo que no vio al arquero apuntándole. Solo sintió el picotazo en el talón, casi creyó que se trataba de una serpiente o de un tirón. Lo cierto fue que tuvo el tiempo justo de darse la vuelta y caer al suelo, mirando con incredulidad a la oscuridad, desde donde ya silbaba otra flecha. El arquero, cobarde como todos los arqueros, se hallaba agazapado en la oscuridad y desde las sombras se maravillaba de su destreza. El joven se dejó caer y quiso arrancarse la flecha del talón, pero para entonces era tarde y ya no una, ni dos, sino cientos de flechas se abatían sobre su cuerpo. Casi no le dolió dejar este mundo y sin embargo se lamentó profundamente por no haberse quedado escondido, entre mujeres, el aciago día en que Ulises, el fecundo en ardides, había venido a buscarlo.
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David Martínez de Antón