Una historia de desamor
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Una historia de desamor
Todo comenzó una mañana como cualquier otra, de esas en las que el coche te lleva, insomne, de la cama al trabajo, acompañada de unas legañas en forma de sopor.
De un modo inesperado me convertí en espectadora, cotilla accidental.
El edificio esparce sonidos aquí y allá, unas veces se superponen como estrechos, otras engendran una bella polifonía, las más desagradables, también con derecho a la existencia, alardean de una contemporaneidad incomprendida e invitan a las manos a posarse en los oídos.
Abrí la puerta del gran salón, que ocultaba un espectáculo en su recta final de elaboración. Una perfecta coordinación de innumerables personas nerviosas, inquietas, impacientes, preocupadas, a la par que emocionadas… un bello acto en potencia dirigido por la gran dama, cuyos hilos, aspirantes a ser más que un hilván, se deshojaban en apariencia, disimulando la apasionante realidad: la transformación del caos en la excelencia con la magia del tesón.
Y allí estaba él, llamémosle Sr. D.: alto, moreno, de mirada serena, de sonoras manos, decidido, sin tiempo para sí mismo, de acá para allá. Me lanzó una sonrisa, me regaló un buenos días y continuó, presto, su tarea. En esos momentos, aún adormecida, no presagié la triste historia que iba a presenciar.
Aligeré mis pasos a la cafetería, decorada con pentagramas preñados de música. Me apresuré a posar mis ganas en el mostrador y clamé por un poco de paz en forma de desayuno, un paréntesis dentro de la interminable labor sonora y administrativa que tenía encomendada.
Giré mi mirada hacia la izquierda y la vi.
Estaba sola, la percibí triste, quizás porque su aura se enfriaba. Su morena tez, su aroma y su energía se iban perdiendo con el paso del metronómico tiempo, abandonada. Su soledad transcurría desoladora, nadie se atrevía a acercarse a ella por si se sentía acosada, nadie acarició su presencia, por si su compañero aparecía de repente y se encelaba. No pude resistir la curiosidad y pregunté a la camarera si sabía con quién se había citado, no sé si por empatía o por puro chismorreo, pues en ocasiones aflora mi vulgaridad.
La respuesta rasgó las paredes de mis venas y mis aortas, como cuchillo afilado predictor de la desgracia.
El ajado reloj había olvidado ya el tiempo que hacía desde que el Sr. D. había preguntado por ella, quien, ansiosa por sentir la caricia de sus labios y compartir su sabor, entre dulce y amargo, corrió en su busca. Lamentablemente, cuando llegó, ardiente con el hervor de su sangre, sólo encontró su banqueta vacía.
He llegado tarde, -se dijo a sí misma-, para los músicos la prioridad está sobre el escenario.
Estuve mucho tiempo allí alentando mi curiosidad y cada minuto que pasaba la sentía más tibia y deshabitada.
El Sr. D. nunca llegó.
Justo antes de regresar en busca de mis propias corcheas, a pesar de que mi lucidez me hacía ver que ella era una taza de café, fui plenamente consciente de que estaba presenciando una historia de desamor.
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Silvia Olivero Anarte
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