Varanasi
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Me desperté a primera hora de la mañana en una de las literas del tren que une la capital Delhi con la ciudad de Varanasi –o Benarés en castellano– en uno de los vagones sin aire acondicionado, ya que todos los billetes en estos frescos vagones, que llegan a convertirse en auténticas neveras, estaban vendidos en el momento en que compré el mío. Hay que decir que es agosto, por lo que el monzón, el calor y la humedad son forzosos compañeros de viaje. En los trenes de la India no se informa de las próximas paradas, así que toca preguntar para saber en qué punto del recorrido se encuentra el tren, cruzando los dedos para que el destino no se haya quedado atrás. No hay megafonía, sin embargo abundan los vendedores de té chai y café y familias completas, que ante desplazamientos tan largos van provistos de verdaderos festines gastronómicos para saciar el hambre de todos sus miembros.
Eran mis primeras horas en la India, horas que pueden ser duras, tanto como para llegar a sentir temor y replantearte si ha sido una buena elección como destino. Son horas duras porque la suciedad y la pobreza no están disimuladas. En la estación de trenes de Delhi la gente se tira en cualquier lugar a dormir, te asaltan constantemente para venderte cualquier cosa o simplemente para pedir dinero, escrudiñan con semblante serio tu evidente aspecto de turista, comen directamente con sus manos utilizando el suelo como mesa y un papel de periódico como plato y cuando llegan los trenes a los andenes se genera una riada de personas que asaltan los vagones a través de puertas y ventanas para poder asegurarse un asiento, antes incluso de que ese imponente armazón metálico se haya detenido.
El trayecto duró unas trece horas y al saltar del tren en la estación de Varanasi Junction con una mochila a la espalda y otra al pecho, el monzón apretaba. Así que antes de empezar a regatear con los espabilados conductores de “tuk tuk” para que me llevaran a mi alojamiento, decidí liarme un cigarro bajo la protección del techo de la entrada de la estación. Estaba tan concentrado en mi rol de “Lucky Luke” que casi olvidé por un momento dónde me encontraba y al levantar la cabeza me sentí intimidado por la escena que tenía ante mis ojos: bajo la negra espesura de las nubes que parecían estar descargando el mismo océano Índico, se había formado una media luna de unos quince hombres a mi alrededor. La blancura de sus ojos agujereaba la oscuridad que formaban en conjunto sus cabellos, su piel, sus ropas completamente mojadas y también la oscuridad de su expresión, ya que no había ninguna mueca de complicidad o amistad reconocible por un occidental. Todo esto hacía que sus miradas saltaran de sus siluetas para apuñalar mi mirada. No sé en qué momento exactamente pensé que decir hola era la mejor opción para romper la tensión de aquel momento que se me antojaba la antesala de un atraco. Fue una buena opción, porque la reacción de los quince desconocidos fue corresponder al saludo y sonreír agachando la cabeza, entre muestras de timidez. Se disgregaron. En ese momento se disolvió toda la negrura y temores que el país me transmitía, al comprender que simplemente se trataba de curiosidad y ganas de observar a una persona de piel blanca, sin pelo en la cabeza y ojos claros –lo contrario a lo que es normal en aquella parte del mundo – que estaba allí quieta y cargada de mochilas. Ingenua y humana curiosidad.
Tras el correspondiente regateo, me monté en el “tuk tuk” y llegué al alojamiento donde, de la manera que se conoce a gente durante un viaje, conocí a una española. Me invitó a compartir con ella una de esas experiencias que se guardan como un tesoro en el cajón de la memoria: visitar el templo de Kashi Vishwanath, el templo dorado.
Al día siguiente había que madrugar, así que a las cuatro de la mañana sonó el despertador. Era todavía noche cerrada. Partimos del alojamiento y las primeras calles estaban prácticamente vacías de gente pero llenas de charcos, baches y residuos de todo tipo. Conforme nos adentramos en la colmena de callejones próximos al Ganges y al templo, la densidad de personas empieza a aumentar y el errático asfaltado de las calles da paso al empedrado. Esta superficie no genera charcos fácilmente sorteables. Junto con los materiales de toda índole que se acumulan en el suelo de esta ciudad india da origen a una película marrón que el cerebro, sirviéndose de un mecanismo de defensa, simplifica diciéndote que es solo barro.
Había oído que no está permitida la entrada a extranjeros a este templo, pero aun así seguimos adelante guiados por una muchedumbre naranja que avanzaba en procesión, vociferando por los estrechos callejones. El naranja es el color de Shiva, una de las deidades más importantes del hinduismo y de quien se dice que fundó la ciudad de Varanasi. De pronto, nuestro paso se vio cortado por un control policial. Nos pidieron el pasaporte y algo de dinero para la taquilla donde debíamos dejar nuestro calzado si queríamos seguir adelante. Nuestro calzado era lo único que separaba nuestras delicadas pieles del “barro” de Varanasi. Así hicimos, entregamos nuestro calzado confiados en recuperarlos a la vuelta y recorrimos a pies desnudos los callejones que quedaban hasta llegar al templo.
A partir de aquí no fue muy difícil llegar hasta nuestra meta, al igual que solo puedes ir en una dirección en las escaleras mecánicas de acceso a la madrileña estación de metro de Atocha en hora punta. Los devotos de Shiva recogían agua del Ganges en diversos recipientes como ofrenda para el templo y recorrían repetidamente el camino con gran pasión y alegría. Esta corriente húmeda de personas nos arrastraba al interior del templo y nada se podía hacer si se quería nadar a contracorriente. Así que mejor, dejarse llevar.
Una vez dentro del templo, este torrente húmedo de almas humanas lleva al visitante casi en volandas, señalando el camino correcto por los pasillos y salas del templo. Para evitar embotellamientos, el edificio estaba provisto de personas que, haciendo gala de la mayor amabilidad y delicadeza que se pueda en una aglomeración de este tipo –y en una ciudad hacinada de por sí-, plantaban manotazos en las espaldas de los devotos para que continuaran su camino. Al parecer, les daba reparo cebarse con nuestros cuerpos extranjeros. Entre todos estos manotazos, empujones, saltos y las ofrendas de agua, construí la imagen de un parque acuático ambientado en la película “Indiana Jones y el Templo Prohibido”. Tanto fue así, que nada más ser escupidos del templo no pude contener un espontáneo e infantil “¡Vamos a montarnos otra vez!”.
Cuando volvimos a la calle y recuperamos nuestros calzados ya era de día y la calle volvía a la vida con sus gentes y su actividad, sus perros y vacas. La vida en las calles de Varanasi significa color, color mayoritariamente naranja de las vestimentas y abalorios de los devotos, pero también multitud de colores de los puestos callejeros de verduras y comida y tiendas de todo tipo que venden infinidad de cachivaches; significa olor, olor especiado a curry, dulzón a té chai, olores desagradables debido a los restos que se acumulan en el suelo, agradables provenientes de restaurantes y pastelerías; significa sentir la humedad monzónica que hace de la ropa una segunda piel; significa ruido (especialmente se queda en la memoria el incesante uso que hacen del claxon); y significa ver, ver la cremación de cadáveres a orillas de su río sagrado, cadáveres que en algunos casos han recorrido cientos de kilómetros para fundirse con las sagradas aguas del Ganges; y ver que en ese incomprensible caos que percibimos, la gente hace constantes muestras de felicidad, ríe y no tienen reparo en acercarse para preguntar de dónde eres, chapurrear alguna palabra que puedan conocer en castellano y pedir que te hagas una foto con ellos.
Es un lugar que satura todos y cada uno de nuestros sentidos mediante una concurrida avenida de estímulos. Sentidos que están acostumbrados al orden, a la pulcritud y la higiene, por lo que el caos nos parece incomprensible. Y como todo lo que no comprendemos, puede generar en nosotros una sensación de rechazo o miedo. Al igual que en el templo, pensé que lo más acertado era dejarse llevar. Creo que si me hubiese resistido a todos los nuevos e incomprensibles estímulos que estaba percibiendo, no habría sido capaz de ver la belleza propia de la vida desbordante de esta ciudad mágica y habría deseado que los días pasasen lo más rápido posible para regresar a un entorno más familiar. Mi viaje lo había sido en el tiempo y, tal vez, a mi propio templo.
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Luis Felipe González