En Nápoles
***

***
En Nápoles
A las puertas del infierno.
Llegamos a Pozzuoli en tren, por la mañana para ir visitando el litoral siguiendo los pasos de Petrarca, que harto de la ciudad y la corte decidió hacer una excursión por Bayas y los lagos del Averno y Lucrino, para acercarse así a su admirado Virgilio. En una de sus Familiares resume con espesa enumeración su itinerario: las termas, el lugar que ocupaba la Sibila, todo lo que le va recordando algo que conoce, una anécdota, un acontecimiento preciso y trascendente. Recorre las viñas del monte Falerno, manantial del más famoso vino de la antigüedad; las casas de César y Pompeyo, que desde el monte evitaban el bullicio de la playa, visita algunos de aquellos baños en que los romanos se curaban todas las enfermedades, como la gruta napolitana. Recordando lo que Petrarca decía fui consciente de que yo no veía nada porque nada reconocía. Por la tarde tratamos de alcanzar la morada de la Sibilia, en Cuma, pero el camino alejaba más y más el destino a medida que nos acercábamos porque la hora apresurada ponía fin a la tarde. Después de bañarnos en el último sol del atardecer en Torregaveta, las islas de Procida e Ischia flotando al fondo, regresamos de nuevo a Nápoles y miramos la ciudad una vez más desde la fortaleza de San Telmo.
La ciudad me propone contemplar bajo la superficie prendido por la perenne filosofía de extraer las palabras de la tierra que nos devuelven a un pasado que asoma al presente y lo llena de sentido. Succionar ese pasado preciso a través de esas palabras que lo nombran. Salvar del tiempo un antes que se modifica sin descanso. La llegada a Nápoles es sólo el inicio del camino hacia Nápoles. La historia se superpone en las piedras como si se pudiese descender y sumergirse en los siglos bajo los cimientos de lo nuevo sumergido en el tiempo pasado que se presiente y, sólo por momentos se aparece, casi intacto. Porque todo pasado se modifica, se aleja inmutable con un movimiento continuo y, a veces, se interpone un renacer que surge como un túnel entre los siglos.
Se puede ascender desde Ventaglieri para alcanzar Salita Tarsia, Salvator Rosa y Santa Teresa. Se desciende desde Vomero por Cimarosa a través de Villa Floridiana, Grifeo, Crispi, Pontano y, abajo, el mar que espera, que detiene, que guarda y atesora el flujo del tiempo. Se llega a Nápoles tratando de penetrar lo sumergido en la sólida luz, el duro brillo de piedras negras y de caras ácidas. Nápoles, escombrera del tiempo que monta y acumula. Nápoles sumergida. Nápoles, Νέα Πόλις siempre, siempre nueva. Se trata de encontrar. Perseguir la presencia de lo obstinado, de lo anterior olvidado tras las capas del presente o en el presente mismo.
En Pozzuoli, la guardiana del anfiteatro me avisa de que es posible ver la columna de humo volcánica en la distancia pero que ya no se permite acceder al parque de Sulfatara porque hace unos años murió un visitante al inhalar los vapores que envolvieron en la niebla el cráter en un día de sobreactividad. El humo que se alza es la vía más persistente para alcanzar el fuego de ayer, el magma de Grecia, tal vez de antes. En la estación circumflegrea unos jóvenes hablan entre risas del aparcamiento Parada d’amore estrenado junto a Sulfatara que permite amarse dentro del auto con la máxima intimidad gracias a las lonas y parapetos de separación entre los vehículos. Ulises hubo de vencer las tentaciones de Parténope atándose al mástil cuando su nave sorteaba las rocas de Capri, trágica desdicha la de la sirena, muerta y arrastrada por el mar hasta la costa. Hay un vínculo que hemos de hallar entre esos hechos lejanos. Stendhal creyó hallar vestigios de la infame política exterior de Felipe II en la suspicacia de los italianos. Sin desviarnos un punto del itinerario de Odiseo la isla de Capri fue explorada por Tiberio, por Norman Douglas, Axel Munth, Pablo Neruda. Munth escuchó a las sirenas del pasado y se ató para siempre al mástil de la isla cuando se percató de que el dueño de San Michel, plantaba las vides sobre las columnas de la Villa Iovis del emperador romano. El labriego vivía en la eternidad, el tiempo de la historia que preocupaba a Munth era un hecho puntual e insignificante en el cómputo infinito del tiempo de las cosechas y su ritmo estelar. Las leyendas de la más insolente intolerancia religiosa, atribuían a Tiberio la celebración de rituales y bacanales aberrantes en la Cavea Azurra.
Muchos años después, el infame Norman Douglas se establecería en su lujosa Villa Torrichella. Una fotografía tomada en el cenador de la casa con su corte de invitados lo muestra apoyado en una columna, un tanto ausente del grupo, sentado en un muro y mirando aviesamente hacia la cámara. Tiene una pose algo impúdica. Se le ve de frente con las piernas abiertas haciendo una evidente ostentación de su sexo. Con una mano de onanista perverso se acaricia el pecho por debajo de la chaqueta, la otra -la izquierda- sostiene un fruto que parece a punto de llevarse a la boca. El deseo hacia el interior y el exterior confluyen. Acaso Tiberio presintió su presencia o Tiberio está de algún modo en el oscuro y sucio Douglas. El resto de la escena no es menos perturbador: A la izquierda un joven alza con el gesto de un Baco ebrio el mismo fruto de Douglas mientras lo persigue con la vista atenta otra joven de mirada lasciva. Por delante del distraído fauno un hombre y una mujer sostienen un jarrón inclinándolo un poco, él llama la atención para que ella observe algo que hay en su interior, pero el pudor de ella no le permite mirarlo. Es un ánfora sensual y perversa. En el centro, otra pareja, pero de forma inversa, es ella quien lo mira a él, que está sentado en el suelo y desafía a la cámara desentendiéndose de la insinuación de la señora pero complacido y divirtiéndose presuntuosamente. Tres mujeres quedan a la izquierda de Douglas como la alegoría de tres virtudes o de tres vicios: la envidia, la gula -sexual- y la ira. Por detrás, el vértigo de los acantilados de Capri. En lo alto, las ramas de la vid que nos traslada a los triclinios de la acidia y el desenfreno romanos.
Capri es el clítoris de esta lujuriosa bahía que acumula el tiempo, lubricada por el Vesubio, monte de Venus de fluidas y sensuales sílabas, de babosas erupciones de lava cónica. La ardiente costa flegrea desde cuyos lagos se desciende a lo más genital de lo terrestre.
Aquí, en Nápoles, es posible hallar más de un pasaje hacia el infierno y en las orillas de esta bahía por siglos, los dioses y la perversión se entrelazaron. Pero el pasado no la anega, el presente alerta. Desde el mirador de Santo Telmo, la calle Toledo, “he ahí una de las grandes metas de mi viaje, la calle más poblada y más alegre del universo.” (Stendhal). Estamos a las puertas del infierno.
Los pecados secretos de Edward Gibbon
El 27 de agosto del 79 después de un indudable verano ardoroso, desde el principio de la tarde hasta la madrugada el calor se hizo insoportable, el vino refrescado en las crateras de cuevas o bodegas fue insuficiente para calmar una sed que dejaba áspera la lengua y no lograba persuadir al paladar de un recuerdo a flor de sándalo o trigo tostado, más bien, el gusto tropezaba con una presencia de barro antiguo y pescado marchito. Ya en la noche el agua de los baños comenzó a teñirse de amarillo y el olor a azufre arrastró a los morosos fuera de las piscinas, las fuentes borboteaban a cien grados de temperatura y las ancianas hablaban de la presencia de dioses o Erinias y venganzas antiguas. La mañana no amaneció. Una nube espesa cubrió de negro el cielo antes de desplomarse sobre las casas, las calles, los patios y jardines y ya todo fue noche y sólo noche. Lo único vivo a partir de entonces fueron los gritos. No duraron más de una hora. Quienes aún vivían fueron cubiertos por un cielo sólido y un silencio de sepulcro. El 29 de agosto del año 79 el Vesubio había sepultado Pompeya, Herculano, Estabia y varias ciudades más del golfo de Nápoles. Un día de 1689 un campesino mientras desbrozaba un terreno de retama para horadar un pozo descubrió que alguien le devolvía una mirada de terror guardada secretamente durante más de mil seiscientos años. Aún se tardarían cien años más en comenzar las excavaciones que sólo hacia 1814 el gobierno de Joaquín Murat, mariscal de Francia, ultimaría. Tal vez, recordando el encuentro del campesino con la muerte, el sentenciado militar francés empeñado en reconquistar Nápoles al ejército austriaco pidió al pelotón que lo fusilaba, que no le vendara los ojos: “He desafiado la muerte tantas veces, que no la temo”. Sin embargo, en la obsesión de Murat de reconquistar Nápoles, -más que con un plan lógico, en una acción suicida en la que no contaba ni con cuarenta hombres para enfrentarse a todo un ejército- se adivina su fascinación por aquel mundo enterrado que él había sacado de las tinieblas y devuelto al reino de los vivos. El asombro y la fascinación perduraron, tal vez perduran, aunque no como entonces. El 2 de octubre de 1833 dos hombres se apearon de la diligencia que los traía desde Roma: el uno se llamaba Antonio Ranieri autor de novelas, filósofo, científico, senador de Italia. Se defendía del frío que decía padecer en pleno verano bajo el sol abrasador de Nápoles con una capa sobre una manta de franela sobre un chal, pues la gordura le impedía cubrirse con otras prendas de mayor elegancia y compostura. Se encerraba en su casa a cal y canto porque creía que lo mataría cualquier corriente de aire o que moriría envenenado. Pero cuando llegó a Nápoles era un joven hermoso de noble apariencia y radiante de felicidad por el amor que le dispensaba su acompañante. Quien le acompañaba era un joven raquítico y jiboso que hablaba más de diez lenguas y había leído y estudiado todo cuanto cabía en la inmensa biblioteca de su padre: historia, filosofía, ciencias, astronomía. Aquel viaje a Nápoles había de ser el último de su vida después de haber huido del agobiante entorno familiar. Pero recién llegados planearon un viaje por la costa hacia la península sorrentina y fueron parando en cada vestigio del pasado que encontraron en el camino. Buen caminante, aunque con problemas respiratorios, cansancio constante y casi sin fuerza en las piernas, es muy probable que no disfrutara del terreno abrupto que llevaba a las laderas del Vesubio, pero cuando escribía los recuerdos cobraban para él el valor de una vida nueva más auténtica, más plena y sin las limitaciones con que le vejaba su delicada y enfermiza constitución física. En su evocación de la ciudad enterrada desvió la vista de la admiración por los frescos, las columnas, los mosaicos; dio la espalda al horror de los cuerpos congelados por las brasas infernales; no se entretuvo en las plazas, las columnas, los templos, el empedrado de calzadas, el esplendor y la magnificencia del pasado; su pupila fue hechizada por la humilde e insignificante flor de retama que cubre las laderas del Vesubio y ha florecido sobre las brasas mismas que todo lo arrasaron, sobre la nada, como un brote imposible de vida en medio de la desolación y la muerte. Donde creció la espiga y fueron edificadas lujosas villas, domina ahora la lava pétrea, únicamente la genista asoma como una lección de modestia; frente a la soberbia humana, su flor se proclama eterna, sobre los restos de las opulentas civilizaciones pasadas. Ha bastado un solo soplo de la naturaleza para terminar con todo y arrasarlo. No una vez, sino muchas, sino siempre, pues él lee en la costra de la roca y penetra en ella para entender las suertes sucesivas de quienes allí habitaron: tu, lenta ginestra, / che di selve odorate / queste campagne dispogliate adorni”. El volcán es un útero terrestre, estruendoso que abate todo a su paso. Las brasas iluminan Capri, Nápoles, Mergellina. Sobre lo que arrasa, de nuevo surgen, sobre los sepulcros, sobre los muros derruidos de Pompeya, desenterrada como un esqueleto por la avaricia o por la piedad. Los juicios e impresiones de los impertinentes viajeros que también sucesivos acudieron a la cita del Vesubio y sus anegadas poblaciones humilladas fueron depositándose como los diversos estratos de lava. Más tenaz que la lava, la “lenta retama” adorna, cubre, renueva, El jiboso raquítico fue enterrado cerca de las laderas del Vesubio. Perseguido por la Iglesia, acusado de homosexualidad con Antonio Ranieri, la depravada Nápoles simulaba su pureza, hoy su palabra pervive como genista eterna.
Durante siglos esta ciudad fue uno de los lugares más preciados del mundo por su clima benéfico y los efectos que reportaba en enfermedades respiratorias o reumáticas. Las aguas termales romanas de la bahía de Posilipo, en Gaia proclamaban las tres “bes”: baño, vino y Venus. La mugre, sin embargo, pervivió junto al refinamiento del baño, es más, éste era garantía de que el entorno estaba sumido en la putrefacción. Otro tanto podía afirmarse de la moralidad y la depravación: como si se necesitasen los opuestos para subsistir el acto perverso se producía en una orilla de la calle y el anatema en la otra. Pero los grados de inmoralidad son muy diversos. El inmoral se distinguía por tres hábitos: hacía el amor cuando aún era de noche; lo hacía a plena luz y lo hacía desnudo al tiempo que desnudaba a su pareja. Había límites, sin embargo. ¿Te has fijado en que las pinturas de Pompeya muestran a las mujeres con sostén? Ese era un límite último. Además, a los incontinentes sólo se les permitía usar la mano izquierda. Ingenuas y pueriles faltas que no alcanzarían para sonrojar a los que peregrinando vendrían con el propósito de sofocar el deseo con los fuegos del infierno para arrobar al mismo Vesubio de pico bipartido y cresta humeante.
Edward Gibbon también viajó por obligación pues, como Douglas en el siglo siguiente, tuvo que huir de Gran Bretaña, aunque en su caso no le perseguía la justicia terrenal, sino la divina. Se convirtió al catolicismo -o papismo, como él lo llama con desdén- y prendió un escándalo de tal magnitud en Oxford que fue expulsado del college en el que residía. Su padre, indignado, lo envió al extranjero y lo acomodó en Lausana, adonde Edward, ya de adulto, volvería periódicamente para aislarse de las “penosas obligaciones de ser ciudadano británico”. La lectura de su Autobiografía decepciona a quien quiera entretenerse con anécdotas biográficas. Tampoco satisface al que busca la detallada impresión que produjeron en él los paisajes y escenarios históricos que le llevaron a escribir una de las más famosas obras de la historia: Decadencia y caída del imperio romano. Su historia personal, comenzada a los cincuenta y dos años, es la de un modelo de caballero dieciochesco, noble pero sin ambición por la riqueza material, moderado en todo, excepto en el insaciable prurito de aprender, saber e informarse; tolerante y razonable si exceptuamos el nefando vicio de leer que lo domina y que defiende con fanatismo. Dos son los temas que consumen la casi totalidad de las páginas de sus memorias: la historia de su formación y la explicación de cómo escribió alguno de sus libros, en especial Decadencia y caída. Entre uno y otro tema salpica algunas notas que permiten entrever al ser humano Edward Gibbon, pero de lejos, sin confesiones. Se esconde conscientemente pues, enciclopédico en el saber, fue también un lector de glotonería insaciable de las biografías o los escritos que permitieran penetrar en el interior de los personajes que le fascinaban. Leyó las epístolas de Plinio el Joven, de Petarca y de Erasmo, buscó a Montaigne en sus ensayos, se sonrojó con la apasionada autobiografía de Benvenuto Cellini y de las salacidades desvergonzadas de Colley Cibber, quien alcanzó a ser memorable por ser el primer director teatral de la historia y el destino no quiso que triunfara como poeta, como empresario y como actor trágico, negándole así sus anhelos. Pero si en las tres actividades demostró su ineptitud, la última debe ser considerada la más triste de todas, pues a pesar de carecer de ninguna cualidad para los papeles dramáticos se empeñaba una y otra vez en tratar de demostrar lo contrario y el público lo abucheaba y se reía de él porque lo reconocía como autor cómico. Edward Gibbon no hubiera persistido en el error porque su sentido del pudor, que Stendhal consideraba por aquellos años como la “madre de la más hermosa pasión del corazón humano, el amor”, le impedía siquiera contradecir a su padre. Edward, sin embargo, apreciaba emocionado las biografías de los grandes personajes, admiró las influencias e intimidades del corazón humano que compusieron San Agustín o Rousseau, y le parecían superiores las páginas que Goldoni dedicó a sus memorias que las obras teatrales que le dieron fama. Su repaso de los autores que le sirven de modelo o de los que toma distancia incluye una buena lista de nombres que hoy nos son ajenos, pero finalmente concluye juzgando a todos ellos: “soy igual o superior a algunos de éstos, los efectos de la modestia o de la afectación no pueden forzarme a disimularlo.”
De la formación de este hombre de letras asombra el esfuerzo titánico con que va haciéndose, pues como dice: “todo hombre que se eleva del nivel común ha recibido dos educaciones: la primera, de sus maestros; la segunda, más personal e importante, de sí mismo.” Con ayuda o sin ella, sus logros son ciclópeos. En los ocho meses finales del año 1755 dice haber aprendido dibujo, haberse “adueñado” tanto de la lengua latina como de la francesa y tradujo las epístolas de Cicerón y la obra que dedicó a Bruto, así como los diálogos que dedicó a la amistad y a la vejez. Leyó asimismo a Terencio y Plinio, la Historia de Nápoles de Giannone, la Mitología de Bannier, la historia sobre Suiza de Boehat. Escribió una relación de su viaje -“muy amplia”, confiesa-, comenzó a estudiar griego y aprendió el sistema lógico de Crousaz (del que “no sólo saqué la comprensión de los principios de esa ciencia sino que habitué mi mente a pensar y razonar, cosa de la que no tenía idea antes”). El protagonista de estas proezas tiene por entonces dieciocho años.
A dar cuenta de sus estudios y progresos dedica sin escatimar datos la mayor parte de sus páginas en la primera parte de su autobiografía, consciente de que la historia de cómo llegó a forjarse como historiador y de cómo creó sus libros es lo único que justifica el haber emprendido su relato autobiográfico. El título de esa primera parte bien podría ser algo así como: De qué modo me convertí en sabio. Pues, aunque trata de contener la inmodestia, sus escritos rezuman orgullo y vanagloria. La segunda parte es la historia de cómo concibió y creó Decadencia y caída y de forma similar podría aventurarse un título: De cómo me convertí en escritor famoso. A pesar de que no le falta pedantería, o quizá porque yo mismo me regodeo y disfruto de ella, las minucias que rodearon la publicación e interpretación de los diversos volúmenes de la más famosa obra de historia jamás escrita, se leen con agrado. Hay furibundas reyertas provocadas por la publicación de páginas que se estimaron inmorales, reflexiones muy precisas sobre el estilo de cada tomo, aclaraciones sobre la intención de la obra, juicios sobre las traducciones en Francia, Italia, Alemania y Holanda -no me sorprende que no hubiera una traducción en español-. Es tan vehemente la relación de estos hechos bibliográficos que descuidamos el detalle de estar leyendo la historia de un hombre – singular, notable, excepcional sin duda- pero de un hombre. El ser humano se esconde y diluye en brevísimos apuntes. Dan ganas de espetarle: “vida le ha faltado a tu vida”, según confesión de Borges para la suya propia. Nada sabemos de su experiencia amorosa salvo que estuvo prendado de Susan Curchod, Y razona sobre el amor que se trata de un sentimiento cuya definición puede ceñirse así: “Entiendo por esta pasión la unión del deseo, la amistad y la ternura, encendida por una mujer, que nos hace preferirla al resto de su sexo, y que busca su posesión como la suprema o única felicidad de nuestro ser.” No es extraño, pues, que unas páginas después se describa: “Mi temperamento no es muy propenso al entusiasmo y el entusiasmo que no siento no lo simulo”. En una página resume el intento de matrimonio al que se opuso frontalmente su padre y no volveremos a saber más de las pasiones amorosas de Mr. Gibbon que se limitará a mencionar al final del libro cómo, fracasado este intento, no volvió a alentar de nuevo la idea del matrimonio. La mujer era para él un misterio en el que no quería penetrar: “me veo perplejo para descifrar los jeroglíficos de una nota femenina”. Se diría que las pasiones, en la vida de Gibbon eran algo accesorio y hasta molesto y que hubiera deseado vivir en una perpetua madurez: “Pronto entraré en el período que, como el más agradable de su larga vida fue elegido por el juicio y la experiencia del sabio Fontenelle. Su elección es aprobada por el elocuente historiador de la naturaleza, quien fija nuestra felicidad moral en la estación madura, en la que nuestras ambiciones se supone que están calmadas, nuestros deberes cumplidos, nuestra ambición satisfecha, nuestra fama y fortuna establecidas sobre una base sólida.” Las pulsaciones de la carne y la vida sexual debían representarle una molestia porque se interponían en su alto designio intelectual y era necesario atemperarlas, si no extirparlas de raíz. Como Aldous Huxley, pero ciento cincuenta años antes que él, Gibbon era partidario de vivir desapegado del mundo:
“El hombre ideal es el hombre desapegado; desapegado de sus sensaciones corporales y la lujuria; del afán de poder y las posesiones; desapegado de los objetos de estos diversos deseos; de la cólera y el odio; de los amores exclusivos; de las riquezas, la fama y la posición social. Des- apegado incluso de la ciencia, el arte, la especulación y la filantropía.”
Cuál fue su verdadero interés por las mujeres es poco probable que alcancemos a saberlo. Su biógrafo D. M. Low escribió que pronto aprendió que su necesidad de estar entre mujeres le acompañaría toda su vida, si bien, quedaba satisfecha en el plano de la amistad. En su relato autobiográfico nos oculta que padeció un hydrocele testis (“It was a swelling in my left testicle”), al menos desde el 6 de septiembre de 1762, a los veinticinco años, según anotación del propio Gibbon en su diario. No habrá otra noticia hasta 1786 (en 1788 el general Francisco de Miranda, a quien conoció entonces, observará que apenas puede andar). Quienes conocían su enfermedad eran advertidos para que no se lo contaran a nadie. Las consecuencias de su padecimiento era una monstruosa inflamación de los testículos y era necesario eliminar el líquido infame. No sabemos con exactitud el tamaño del absceso, pero debía de ser extraordinariamente grande, pues por su culpa se le hinchaban los tobillos. Las cartas de sus conocidos reflejan el pavor del enfermo ante la eventualidad de someterse a cualquier tipo de intervención (la solución era reducirlo a través de una punción). A pesar de su obstinado rechazo, no se le hizo una punción, sino varias. En la primera, uno de sus amigos refleja que se le extrajeron cuatro cuartos de galón para reducir a la mitad la protuberancia. En la última, le extrajeron seis cuartos de galón. Tres días después murió. Otro, revela en su diario que su origen había sido una luis veneria, es decir, una sífilis. Tal parte médico pueden hacer dudar del recato del señor Gibbon, o permitir suponer que durante su juventud contrajo un mal que le amargaría toda la vida. Las especulaciones, una vez comienzan, no cesan. J. G. Lemaistre, otro viajero del Grand Tour, fue a Lausanne en 1802 y preguntó por él a quienes allí lo habían conocido, uno de los cuales le aseguró que, “aunque con frecuencia ha descrito con colores encendidos, y en algunas de sus páginas con libertad lasciva, la pasión amorosa, esta fue, sin embargo, ajena a sus placeres.” Y sin embargo, el parte médico nos habla también de un aficionado a la bebida en grado tal que la hipertrofia afectaba también a su hígado. El Gibbon humano entregado a los placeres pecaminosos se nos escapa en sus escritos autobiográficos. Sus pecados fueron reservados y secretos. En fin, cada escritor es muy dueño de resumir su vida según le plazca con tal de hacerlo en un estilo capaz de oponerse al paso del tiempo. Gibbon no estimaba las confidencias ni los sentimientos, sufría o gozaba en silencio y sus vivencias eran estimadas en tanto le consolidaran el prestigio y el orgullo intelectual, erudito, ordenado (cansa leer cómo resume su vida a veces en rigurosas listas de elementos jerarquizados en forma de 1, 2, 3…). Y a pesar de todo nos encandila su flema, la honestidad con que declara sus convicciones, la lúcida exposición de sus argumentos. Su historia es la historia de un lector sin prejuicios: “Mi serrallo era amplio, mi elección era libre, mi apetito, intenso. Después de un pleno recorrido de Homero y Aristófanes, me metí en el laberinto filosófico de los escritos de Platón, en los que la parte dramática es, quizá, más interesante que la razonadora, pero yo me iba desviando por todos los senderos que la lectura o la reflexión me abrían a veces.” Ese “irse desviando” es lo que me produce más envidia. Me recuerda el caballo del pensamiento de Montaigne, que él dejaba senderear a su gusto, sin imponerle un itinerario determinado. Me recuerda una de las definiciones más precisas sobre las horas de felicidad que debió vivir Gibbon: “pocas cosas he vivido, muchas he leído”, (Borges).
*

*
Pero lo que vivió fue mucho más de lo que vivieron la mayoría de las personas de su tiempo. Quizá lo más relevante fueron sus viajes. No aspiraba a una vida nómada como Shelley o Byron, pero aceptaba la tradición de que “el viaje al extranjero completa la educación de un caballero inglés”. Cartesiano en todo, su mente cuadriculada fija estrictamente qué cualidades debe poseer un viajero: “Debe estar dotado de un vigor infatigable de espíritu y de cuerpo que le permita usar cualquier modo de transporte y soportar con una sonrisa despreocupada, todas las incomodidades del camino, de la temperatura y del albergue.” Es decir, que su afición a la aventura era más bien limitada. Su cualidad más notoria es la curiosidad, Gibbon viaja como si leyera en un libro: viaja para aprender, para contemplar, para atender a todo lo que le pueda suministrar algún conocimiento. Su emoción es racional. En su biografía, no obstante, le importa mucho más reflejar con qué obras preparó su viaje que el viaje en sí. Si viaja a Roma, renuncia a describir la realidad directa que se encontró en la ciudad que habría de marcar su vocación más intensamente, la de historiador de la desaparición del mundo romano cuyo germen comenzó en su visita a la ciudad y, al principio, concibió su libro limitado únicamente a esa ciudad, tanta fascinación suscitó en él. Sin embargo, le parece que no debe dedicar su escritura a describir lo que halló en la ciudad, “escenarios que ha sido contemplados por millares y descritos por cientos de nuestros viajeros modernos.” En cambio, incluye un listado minucioso de las obras que leyó para preparar el viaje: “… tracé y ejecuté un plan de estudio para uso de mi expedición trasalpina:” El plan incluye la topografía de la antigua Roma, un completo conocimiento de la numismática, el cuarto volumen de las Antigüedades romanas de Graevius, la Italia Antigua de Cruverius, pasajes de Estrabón, Plinio, Pomponio Mela, de Wesseling y Rutilio Numaciano… A qué seguir. Insatisfecho con ese ejercicio preparatorio concluye: “Con estos materiales formé una tabla de caminos y distancias reducidas a nuestras medidas inglesas; llené un cuaderno con mis colecciones y notas sobre la geografía de Italia e inserté en mi diario muchas notas largas y doctas sobre las insulae y la población en Roma, la guerra social, el paso de los Alpes por Aníbal, etc. (…) Y así estaba preparado para mi viaje por Italia.” Después de tan esmerada tarea no puedo dejar de pensar que es un don llegar ignorante al lugar que uno visita, que la acumulación de datos y conocimientos se interprondrá en el descubrimiento del lugar, y que resulta imposible alcanzar a tener la preparación de Edward Gibbon para la totalidad de los mortales. La relación del viaje entero la despacha en cambio en una página, y la mitad se ocupa de cómo estuvo sin dormir la noche previa a su visita del foro romano con un anticuario escocés, Mr. Byers (un anticuario entre las ruinas del foro produce el mismo escalofrío que si en la jaula de un canario se mete una raposa); y el dato de que el 15 de octubre de 1764 entre las ruinas del Capitolio, tuvo la inspiración que le llevó a componer su famosísimo Decadencia y caída. A Nápoles dedicó sólo seis semanas que describe así: “… la más populosa de las ciudades en relación con su tamaño, cuyos voluptuosos habitantes parecen hallarse en los confines del paraíso y el infierno.” No cabe mayor concentración ni mayor acierto.
Pero, a pesar de que todo el libro está concebido para explicar, y acaso explicarse el propio autor, cómo tuvo lugar el nacimiento de su vocación de escritor y, más precisamente, de historiador, la página que prefiero (ningún libro hay tan malo que no tenga algo bueno y aprovechable, recuerda Gibbon que dijo Plinio el Joven) sin duda es aquella en que comenta el libro sexto de la Eneida:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram
Estamos en la boca del Infierno.
Prisiones de Joseph Forsyth.
Unas décadas después de que Nápoles fuera visitada por el atildado y tímido Edward Gibbon, el 1 de julio de 1814, un escocés … (omito su descripción, pues no hay grabados o pinturas que nos hayan dejado una representación siquiera somera de su aspecto) encandilaba a los lectores de la sala de lectura del British Museum contándoles el itinerario que había seguido durante 1801 y 1802 en su viaje por Italia. El periplo fue bruscamente interrumpido el día 25 de mayo de 1803 en Milán y, aunque él prefería obviar -y hasta olvidar- los acontecimientos que habían sucedido con posterioridad a esa fecha, lo cierto es que el interés de lo que le correspondió vivir desde entonces hasta el 6 de abril de 1814 fue un cautiverio plagado de infortunios, sorpresas, bruscos cambios de rumbo y un innumerable cúmulo de desventuras que podrían haber entretenido a sus contertulios británicos con no menos interés que el mostrado por el relato del pacífico y sosegado viaje por las tierras de Florencia, Roma o Nápoles, inventariando su admiración por los escenarios de la historia y las creaciones artísticas, cuya contemplación fue el motivo primero de su desplazamiento, después de haber superado una niñez y una juventud en que las enfermedades y la debilidad lo forzaron al sedentarismo. Fue al alcanzar la vida adulta cuando decidió viajar al lugar de sus sueños a modo de celebración de una vida plena. Pero los tiempos eran convulsos, y las amenazas entre Francia e Inglaterra desembocaron en unas hostilidades entre ambas naciones que habían de sufrir sus inocentes ciudadanos. En consecuencia, Forsyth fue detenido durante una docena de años. En mayo de 1814 regresó a Inglaterra, se alojó con la familia de un amigo en Bloomsbury (en Queen Square) y gastó su tiempo de libertad en enclaustrarse en la sala de lectura del British Museum, rodeado de homme de lettres, reviviendo cuanto había visitado, el nervio de las calles acalambradas de la vida en Roma, el hirviente bullicio de Nápoles. ¿Cómo era ese diálogo de Forsyth con sus ocasionales o tal vez asiduos contertulios? ¿Qué contaba a aquel improvisado auditorio?
Había escrito el resumen de su viaje , en el que de sí mismo no hablaba, o apenas lo hacía, pues lo consideraba de mal gusto. No les contaba que había estado meses enfermo en una residencia de Devonshire a lo largo del primer año del siglo (XIX) y que durante su obligado reposo fue gestando el más ardiente deseo de su existencia: viajar por Italia para descubrir por sí mismo las localidades, escenarios, obras de arte y cuanto pudiera ofrecerle el mundo entero del que habían hablado los historiadores y poetas de la antigüedad cuyos pasajes había aprendido de memoria. Lo único que se interponía para cumplir su ambicionado viaje era el estricto control que Napoleón había ordenado sobre el tránsito de los ciudadanos británicos. Pero los impedimentos desaparecieron el 1 de octubre de 1801 con la paz de Amiens y Forsyth se dispuso a emprender su periplo el mismo día 12. Las relaciones amistosas entre Inglaterra y Francia apenas duraron unos meses, y en 1802 Bonaparte ordenó arrestar a cuanto británico pisara sus dominios, de modo que Forsyth se quedó en el alambre en pleno viaje y la policía de Turín lo atrapó el 25 de mayo del año siguiente. Comenzó entonces para él un periodo de fatal incertidumbre, traslados, deportaciones, fugas. Primero fue enviado a Nîmes, donde salvo la posibilidad de salir de la localidad no sufrió de ninguna otra limitación a su libertad. Muchos ingleses habían sufrido la misma suerte que él, de modo que formaron una comunidad nutrida de británicos en Francia y llevaban una vida de sosegado confinamiento y, casi podríamos decir, de idílico retiro. Pero el deseo de libertad era acuciante y Joseph decidió dirigirse a Marsella, donde tomaría un barco que lo llevara a América y, desde allí, otro para Inglaterra, la vida de obligado reposo de su juventud le había vuelto nómada superlativo. Pero el intermediario con el que negociaba el pasaje lo denunció a las autoridades francesas que lo llevaron de vuelta a Nîmes y fue obligado a caminar desde un extremo de Francia a otro en pleno invierno y en las condiciones más duras y encerrado en un espantoso calabozo como castigo a su intento de fuga. Sin embargo, dio pruebas de ser capaz de cautivar a sus propios enemigos, quizá en conversaciones parecidas a las que luego mantendría en Londres con sus contertulios del British Museum, de modo que el comandante que lo custodiaba rebajó la dureza de su encarcelamiento. Tras dos años, fue trasladado desde Bitehe, al norte de Estrasburgo, a Verdum. El contacto con sus compatriotas le pareció aborrecible: se entregaban a la disipación, el amotinamiento y, hemos de suponer, sus costumbres bárbaras y rudas le llevaron a vivir apartado de ellos. Lo que en él fue emergiendo poderosamente fue el deseo de vivir en París: aspiraba al trato refinado, quería ser testigo de las obras artísticas que atesoraban lo museos y hasta anhelaba el refinamiento de la cortesía en los salones. Con la ayuda de una dama de la corte de la reina de Holanda, alcanzó su deseo en 1811 y se trasladó a la capital francesa. Pero apenas le duró la dicha: la mañana del 22 de julio fue detenido y llevado ante las autoridades francesas que le ofrecieron regresar a Verdun o residir en Valenciennes. Forsyth, con su habitual gracia para las relaciones con los comandantes que le custodiaron, parece que vivió unos años de tranquilidad y casi de descanso en esta última ciudad. Se dedicó al estudio de los clásicos, de la arquitectura italiana y de la poesía, pero el propósito de escribir su libro Remarks on antiquities, arts and letters no lo concibió hasta un tiempo después cuando, tras numerosos intentos para liberarlo por parte de las autoridades británicas, se le sugirió que publicara el libro sobre su viaje, pues Bonaparte presumía de proteger las artes y a los escritores. La redacción del libro tampoco produjo los resultados esperados, no fue hasta finales 1813 cuando se enteró de que la liberación del norte de Francia había comenzado y a fines de marzo del año siguiente logró la suya. Primero viajó a París y luego, en mayo, llegó a Inglaterra, trece años después de haberla abandonado para realizar aquel viaje de placer al encuentro con Italia, su arte y su historia. Si no en la cárcel, “donde toda incomodidad tiene su asiento”, en el cautiverio había sido concebido su obra, lejos de la posibilidad de contrastar sus datos, de corregir y pulir su estilo, de modo que siempre estuvo insatisfecho de ella.
El recorrido de Joseph Forsyth había comenzado por Génova, luego Pisa, la Toscana, Roma y la Campania y, desde allí viajó a Nápoles. El recorrido desde la vía Apia hacia el sur de Roma, fue llevándole a Albano, Aricia, Tarracina; bordeó el denominado Pantano del Infierno y fue acercándose a Cuma. Se complace citando los lugares virgilianos, o aquellos que le recuerdan su lectura de Plinio. Identifica el lugar en que tal vez estuvo enterrado el poeta Horacio, se admira de la factura de la catedral de Terracina y del Palacio de Theodorico, pero al mismo tiempo, menciona con descarnada sinceridad que se trata de una tierra con fama de estar infestada de ladrones y asesinos desde la época de Juvenal. Lo constata por la prohibición de que los postillones hicieran sonar el cuerno o incluso el látigo, pues era con frecuencia una señal de confabulación con los ladrones. Paradójicamente, será el propio guarda fronterizo quien les robe a su llegada a las afueras de Nápoles, al aplicarles un impuesto abusivo.
No sabemos en qué momento se produjo la llegada de la expedición de Forsyth a Nápoles. Pero su consejo es contemplarla desde algún punto elevado al norte en el momento del amanecer. Con el sol apareciendo detrás del Vesubio y las colinas de la península sorrentina, iluminando primero la silueta del volcán, su cráter suspendido sobre esa ausencia de cima. La ciudad se percibe a esa hora como un gran anfiteatro de varios niveles trazados por las líneas de los palacios y de los jardines que cuelgan sobre el escenario del punto central de la bahía.
La mirada de Forsyth es la de quien va inventariando cuanto ve. Rechaza el barroquismo de la Certosa, desdeña la decoración abigarrada, el abuso de los dorados. El de Nápoles le parece un arte que no serena el alma, lo crispa. La ciudad, le parece, progresa hacia un mayor orden y modernidad. Pero no se engaña: tras los muros se esconden multitudes enfermas, pobres que mueren confinados en sus propias casas. Nápoles es un lugar privilegiado para quienes deseen estudiar la depravación, para entregarse al vicio, a las delicias del clima, a la degustación de los vinos más selectos, de las exquisiteces más suculentas. Retiro de poetas y de tiranos, le parece. Dos cualidades destaca por encima de ninguna otra en los habitantes de Nápoles: en los hombres el coraje, en las mujeres la modestia. ¿Han sido esas dos virtudes las que han perpetuado a sus habitantes y les han dado la posibilidad de sobrevivir?
Su mirada continúa por la costa flegrea. Se compadece de los que visitan el lugar en que tradicionalmente se dice que reposan las cenizas de Virgilio, tallan sus nombres en la roca y beben para celebrarlo. Sigue recorriendo la costa por los cráteres y fumarolas, por los tufos y vapores, de las aguas sulfurosas que fueron centro de curación en el pasado. Pasea entre las rocas humeantes de Sulfatara, bajó al cráter y se admira del magnífico anfiteatro en el que puede escucharse cómo el agua bulle bajo el suelo, el agua que fabricaba el sulfuro, las formas caprichosas de aquellos barros para cristalizar en filamentos, prismas, escamas.
Visita el coliseo de Pozzuoli, y le maravillan los pasadizos subterráneos. Va al templo de Júpiter. Se admira de las calzadas hundidas en el mar. Se deja acometer por la ensoñación que le producen los nombres de las villas, las de Plinio , Mario, Lúculo – nombres que él tuvo por sagrados y ahora se asignan a unas ruinas inmundas-. “Aquí Virgilio situó el Averno y el Elíseo”, se dice. Lo que más le asombra es poder recorrer en barco, en apenas unos minutos, los siglos que le separan del mundo antiguo, de los seres que poblaron su imaginación: César, Pompeyo, Tiberio, Nerón.
Pero también lamenta la destrucción en que todo se encuentra: las hermosas villas se han visto tragadas por la piedra de las colinas de la costa y ahora apenas se diferencian de ella. ¿Era demasiado hermoso para permanecer? Se interroga.
”Aquí Virgilio dedicó las noches insomnes a escribir y declamar y luego a declamar y escribir un edificio de versos los años 23, 24 y 25. Hasta que la muerte le liberó de su tarea descomunal e interminable.
Aquí Eneas, que recorrió muchos mares, arribó a Bayas y, no lejos del lago Averno, sepultó a su amigo Miseno, quien enfermo no pudo llegar vivo a tierra.
Aquí enterró Eneas a la madre de su amigo Euxino.
Aquí enterró Eneas a Prócita y dio nombre a la isla, tras haber conocido los vaticinios de la sibila.
Aquí llegó Eneas, con Anquises, su padre, y se acomodaron en la playa y comieron sus provisiones.
Aquí las matronas troyanas, cansadas de navegar, incendiaron la flota y sometieron a los hombres al destino de afincarse en un lugar para dejar de errar por el mar.
¡Qué importa mármol y las columnas o bóvedas que testimonian el pasado! Ni siquiera importan el busto, el mosaico, la pintura. Es el velo del espíritu lo que hace este paisaje: “para Croce, como para Hegel, todo se resume en el espíritu, el espíritu mismo es historia”.
Forsyth tuvo también el interés de reflejar cómo era la Nápoles que él visitaba, el pasado no le ocultó el presente. El gobierno del rey le parece algo arcaico, la sociedad, a pesar de sus violinistas – de su afición al refinamiento artístico- se le representa sumida en la barbarie. Distingue muy marcadamente las clases sociales que en la ciudad encuentra, la proliferación de nobles sin un real, el escándalo de la desvergüenza con que los lazzaroni roban a sus amos. El comportamiento inmoral, explica, se ve promovido por la tolerancia de los clérigos y de la iglesia, pues cualquier rufián puede salvarse aquí gracias a la fe. Y éstos viven la vida sin importarles la miseria, es más, están acostumbrados a ella desde que nacen y para pasar el día se conforman con un puñado de macarrones. Los considera la única raza sobre la tierra que lleva a gala no ser virtuosa. Se conforman con vivir al día, con una habilidad milagrosa para la supervivencia. Y, sin embargo, no carecen de aptitudes, ni de cualidades: físicamente podrían pasar por modelos para un escultor, y en cuanto a su ingenio, es este extraordinario cuando retrata la forma de discutir sobre alguna de las pocas ideas que conforman su visión del mundo. Nadie puede vencerlos dialécticamente, nadie puede sufrirlos, sino otro tal como ellos.
Pero lo que más le admira es que es ésta la tierra del placer. Lo comprueba en la galantería y el comportamiento de las mujeres, educadas para alcanzar el placer de la forma más calculada. No hay sino ver el maravilloso modo que tiene de describir la voluptuosa y poética sensualidad con que aprenden a ponerse una mantilla:
I bruni veli, il vedovil trapunto,
L’innabellata chioma, e ad uno ad uno
Saperne i vezzi, i dolci sguardi, il riso,
Lo star in se raccolta, il bel tacere.
Si Nápoles es un paraíso habitado por diablos, señala, los diablos son diablas. Forsyth no cuenta qué sentía, no recoge anécdotas personales, trata de evaluar aquella sociedad objetivamente y, cuando lo precisa sazona su descripción con algún ejemplo más vivo. El flemático caballero inglés, ¿esconde un alma reprimida que despierta en su interior las actitudes más innobles cuando lo inflaman el desparpajo y la conducta salaz de las desvergonzadas napolitanas? ¿Acaso no fue buscando el infierno? Forsyth llegó a sus puertas y escuchó los cantos fatales de las lúbricas sirenas. Cualquiera que lo leyera -pienso en el corrupto Douglas- sentiría la tentadora atracción del placer y la destrucción como una llamada del abismo:
…Credi tu credi
che ne l’arduo cammin raggio e consiglio
del ciel gli scorga e di natura,
donde pur quell’ ardente in noi fiamma deriva
fiamma divina, cha da noi difussa
dentro gli animi in prima occualta e tarda
s’insinua e serpe de la turba intenta ,
e l’ime fibre e l’intime latebre
pasce del cor, poi vincitrice il vulgo
de gli affetti scompliglia, arde, saccheggia,
e de l’uom vinto a suo piacer trionfa?
¿Conociste a Saverio Bettinelli, Forsyth?
***
Arturo García Ramos