Acerca de la «Nueva Filosofía» y la cuestión de su autoría: el caso de Luisa Oliva Sabuco Cózar, conocida como Oliva Sabuco de Nantes Barrera – III – José Biedma López

Acerca de la «Nueva Filosofía» y la cuestión de su autoría: el caso de Luisa Oliva Sabuco Cózar, conocida como Oliva Sabuco de Nantes Barrera – III – José Biedma López

Acerca de la Nueva Filosofía y la cuestión de su autoría: el caso de Luisa Oliva Sabuco Cózar, conocida como Oliva Sabuco de Nantes Barrera – III

 

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Virtud y Felicidad en la Nueva Filosofía de Oliva Sabuco1

A la memoria de Eduardo Ruiz Jarén,

excelente filósofo y caballero de alta prosapia

 

 

 

La Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos: la cual mejora la vida y la salud humana, compuesta por doña Oliva Sabuco fue publicada en 1587 y va dedicada a Felipe II con estas palabras: Tempore Regis sapientis virtus, non coeca fortuna dominatur. O sea, en tiempo de un rey sabio no triunfa la ciega fortuna, sino la virtud.

La Ciega Fortuna, la Moira, el Ananké, el Hado, el Fatum, la Divina Providencia, el Sino o el Destino… son nombres propios que nuestra tradición cultural ha dado al orden causal que sacude la existencia humana, cadena sagrada o mecánica, pagana o cristiana, que condena o redime, sin que el humano pueda remediarlo. Nadie escapa a su destino, sobre todo si se piensa que éste está escrito de una vez y para siempre allá arriba, en la disposición de los astros, en el orgullo o la humildad de la sangre, o en el designo de un Dios que lo ve todo, lo puede todo, lo decide todo.

Periclitada la Edad Media, el crecimiento económico y demográfico, la ampliación del horizonte geográfico, el desarrollo de nuevas tecnologías, técnicas tan fértiles como la imprenta o tan destructivas como las armas de pólvora, permiten confiar en la capacidad de planificación de los humanos, en sus capacidades naturales y divinas, o sea, en su virtud.

Después del oscuro tránsito medieval, la primera vez que se desarrolla literariamente el tema, típicamente renacentista, de la superior nobleza y dignidad humana fue en el ámbito latino, italiano. Gianozzo Manetti (1396-1450) medra en la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo como embajador de Florencia. Escribe en cuatro libros De dignitate et excellentia hominis, donde se pronuncia así: “¡Cuán bello y bien hecho debemos considerar a aquél, para quien sabemos que fue constituida la belleza del mundo!”, por supuesto, filosofa, o sea, refiere al ser humano en general. Bartolomeo Fazio (1400-1457) publica su De excellentia et praestantia hominis. Más adelante, el condottiero Giovanni Pico de la Mirandola, un visionario de la convergencia ecuménica de las principales religiones monoteístas, raptor o amante de una Medici y figura romántica avant la lettre, publicará su archiconocido Discurso de la dignidad del ser humano, hacia 1486.

En nuestros pagos, y años después, el cordobés Hernán (o Fernán) Pérez de Oliva (1494-1533) -qué curioso, otro “Oliva”-, interpretó el tópico renacentista de las superiores capacidades del humano en su Diálogo de la dignidad del hombre, que ustedes pueden disfrutar en su bella prosa inaugural bajándoselo de Internet, donde lleva tiempo publicado en la biblioteca virtual Cervantes (www.cervantesvirtual.com).

¿Qué significa esto de la superior dignidad de lo humano (mujer y/o varón) sobre todo lo demás, sobre las cosas, los vegetales, los hongos, sobre los brutos animales? A los que todavía nos sentimos más modernos que postmodernos, más humanistas que animalistas, más progresistas que evolucionistas, más cristianos que postcristianos, la afirmación de que el hombre vale más que las bestias, la utopía –o “el metarrelato”, como se dice ahora- de una historia humana emancipadora, la imagen del hombre a imagen y semejanza de lo divino, o el ideal de una historia sagrada tan centrada en lo humano que Dios mismo se sacrifica por nuestros errores, nos parece de lo más natural. Pero no lo es en absoluto. No lo era en tiempos de doña Oliva2. Nuestro presente mismo entiende muy confusamente el valor sagrado de la vida humana, comienza a desconfiar del progreso y proclama más bien la excelencia del lince ibérico o la foca monje, que la procedencia divina del intelecto humano.

La idea de la excelencia superior y libre de la razón humana y la confianza en sus virtudes para mejorar las cosas de este mundo tampoco dominaba en tiempos de Sabuco. En un universo sacudido por pestes, plagas de langosta o esquilmadoras levas imperiales es difícil pensar en un destino que dependa sobre todo de las fuerzas de nuestro ánimo. El universo medieval sobre el que se aupaban los humanistas de la época sin duda era inferno-céntrico. El infierno –en el corazón de la Tierra- era en verdad el centro del mundo y más allá de este mundo estaba Dios, en el “séptimo cielo” de los peripatéticos. De hecho, la astronomía de la Nueva Filosofía (NF) es todavía medieval, geocéntrica, no moderna. Otros poderes se contemplaban entonces mucho más decisivos que los de las mujeres o los hombres para controlarlos o aplastarles.

La idea de una naturaleza, incluso propia, que dependa o pueda ser transformada por nuestra acción autónoma, la idea de la libertad de nuestro pensamiento para modificar o moderar nuestros afectos es una idea de la Nueva Filosofía extraordinariamente contemporánea. Como muy bien ha explicado Rosalía Romero en su bien escrito libro sobre Oliva Sabuco3 y la Nueva Filosofía, la reducción del determinismo providencialista, demónico o fatalista, supuso una confiada apuesta por la libertad y la autonomía de lo humano y, lo que es más importante para el asunto de esta ponencia, una ampliación decidida del campo de la ética y la política, que busca así su emancipación de la teología, aunque no su desvinculación en absoluto, pues estamos ante un tiempo y unas mentes profundamente religiosas.

La idea de la excelencia probada o ganada mediante el mérito de la virtud es, por supuesto, aristocrática. En contra de lo que se creía, hoy sabemos que “la tónica general del Renacimiento no es burguesa, sino aristocrática”4. “El humanista es un aristócrata”, afirma Le Goff5. No obstante, “reducción” del providencialismo medieval no significa eliminación. Como ha explicado el profesor Domingo Henares6, en la NF “hay ante todo un sentimiento de que estamos gobernados por la providencia divina”, un providencialismo de raíz estoica, senequista, pero que, interpretado cristianamente, se expresa en pura “teología coloquial”, como conformidad, resignación y esperanza de una recompensa trascendente: “à los suyos embia Dios azotes en este mundo y no les allega monton de castigo para el otro”7.

L os valores de la obra que comentamos son caballerescos, como puede verse desde su misma “Carta dedicatoria”, donde la autora halla osadía y atrevimiento para dirigirse “al rey nuestro señor” en “aquella ley antigua de alta caballería a la cual los grandes señores y caballeros de alta prosapia de su libre y espontánea voluntad se quisieron atar y obligar, que fue favorecer siempre a las mujeres en sus aventuras”. Joseph Pérez ha resumido estos valores caballerescos: el elitismo cultural y el desdén por la masa ignorante; el apego a la religión y a la espiritualidad, que aquí se vuelve personal, interior, subjetiva, iluminista; y, en fin, la importancia que se da a la técnica, entendiendo por tal los oficios, a la práctica, a la utilidad económica. El alcaraceño Pedro Simón Abril (nacido hacia 1530 en Alcaraz de la Mancha) hará el elogio de las matemáticas, más por su utilidad práctica8 que por su relevancia teórica. La revolución científica todavía se hará esperar al barroco.

Esta aristocracia de la excelencia moral, de la diferencia de mérito, dista mucho de la otra, heredada con el oscuro azar de los genes. Cuando en la NF se denuncia la soberbia y altivez como vicio y necedad de imprudentes (Tit. LXX), se explica que dicha soberbia tiene su origen en los bienes caducos de este mundo y muchas veces en los ajenos, “como el que restriba en el valor y virtudes de su linaje y antepasados, como [ya que] él no tenga ninguna”.

Es aquí donde la palabra “virtud”, que aparece en la cita del principio, cobra un renovado valor. La palabra griega “areté”, o la latina “virtus”, de donde viene el vocablo hispano “virtud”, significan precisamente excelencia y fuerza, poder, eficacia, capacidad. Así, se decía que un potente somnífero lo era porque poseía la “virtud dormitiva”. Aristóteles entendió la virtud en su ética como un buen hábito o manera de ser que nos predispone a moderar las pasiones, escogiendo entre dos extremos viciosos; la virtud es el término medio por el que se inclinaría –no sin esfuerzo– el ser humano ejemplar o prudente. Así, entre la mezquindad del que no gasta ni en jabón y la vulgaridad del nuevo rico, que ostenta su oro sin decoro y derrocha sin ton ni son, estaría la magnificencia del gran mecenas. Pedro Simón Abril, “profesor de letras humanas y filosofía, natural de Alcaraz” (como se intitula él mismo en una de sus obras9, tradujo por primera vez al castellano la Ética para Nicómaco de Aristóteles. Desgraciadamente, dicha traducción debió de esperar siglos para publicarse10.

La palabra latina ‘virtus’ está emparentada con el valor o el coraje moral que la tradición atribuía en el militarista mundo romano al varón (‘ex viro virtus’, decía Cicerón). Igual que sucedía en el caso griego con la andreía primitiva concebida como fortaleza de ánimo del guerrero, voz por tanto asociada etimológicamente a las cualidades del varón (andrós, de donde nuestro nombre propio “Andrés”). No creo sin embargo que ya la Academia platónica considerase la excelencia (areté) como algo específicamente masculino. De hecho, Sócrates acudía a las tertulias de Aspasia y el Sócrates platónico da pábulo al rumor de que era la famosa hetaira, amante de Pericles, quien le escribía, o al menos asesoraba, sus discursos. Platón pone en boca de Sócrates los grandes misterios sobre el amor, pero en deuda con Diotima, quien se los habría revelado al “tábano” ateniense, una sacerdotisa de Mantinea, Diotima, que –según parece11– existió históricamente. Sin duda, Platón admitía a mujeres en su universidad, con tal de que amasen la verdad y supiesen matemáticas elementales, la misma condición selectiva que imponía a los varones… y si son guapos, mejor, bromea. Incluso les ofrece puesto preferente en el Comité que controle los emparejamientos eugénicos de su Heliópolis, en su ciudad ideal. Será un comité de mujeres quien decida quién se acuesta con quien con vistas a la procreación.

También en Roma, el estoicismo tardío y el eclecticismo didáctico de un Plutarco universalizan estas cualidades morales, llamadas virtudes, al “género humano” y por tanto a las mujeres y a los varones, incluso a los esclavos12. Se habla también por entonces de virtudes específicamente femeninas. Un corolario actual y notable de esta posición podemos hallarlo en las alusiones a la “ética del cuidado” de Victoria Camps, ética de cuyas virtudes habría sido depositaria históricamente la mujer, y cuyo tesoro deberíamos hoy extender a ambos sexos: el cuidado de la casa, de los enfermos, de los minusválidos, de los niños y ancianos… Pero es posible que lo propio de la teoría moral, como expliqué en otro sitio13, sea precisamente la universalización del punto de vista, más allá de las diferencias e inclinaciones sexuales o de “género”.

La posición inicial de la “iglesia”, o sea, en sentido etimológico, de la asamblea cristiana no fue tan repugnantemente machista en general como en la teología de Pablo o los textos de Tertuliano. En general, el cristianismo supuso en su momento inaugural cierta dignificación del papel de la mujer, al menos como dueña del hogar, como esposa, ama de casa y centro de la vida familiar, tampoco ella esclava de nadie, ni del varón ni del pecado. El cristianismo en general nos redimió de la esclavitud, si bien para hacernos caer en una cierta servidumbre, en un cierto vasallaje, más de súbdito que de ciudadano. Sin embargo, conviene no menospreciar su genuino papel histórico, que fue y sigue siendo positivamente revolucionario, o su eminente papel conservador de la civilización, malogrado a mi juicio por el apego dogmático de la jerarquía católica a una antropología completamente obsoleta, tan obsesionada por la sexualidad, tan medieval, cuando no ridícula.

Respecto a la obra de doña Oliva, hay que reconocer con Menéndez Pelayo, que, como la de Huarte, sufrió muy benigna expurgación, a pesar de que, como dice el católico a machamartillo ambas obras “no escasean de proposiciones empíricas y sensualistas”14.

Platón estableció en la República su relación de lo que luego la tradición cristiana llamaría virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Pero también Algazel, inserto en la tradición musulmana, habla de ellas como “las madres del carácter”. San Agustín considera que la virtud es el “orden del amor” (De civ. Dei, XV, 22). Para el doctor de la Iglesia, claro, el amor bien dirigido es el amor de Dios o del Bien supremo, porque las virtudes cardinales, digamos humanas o morales, se encaminan o incardinan hacia las divinas o teologales: la fe, la esperanza, y la caridad.

Reconozco que nunca he comprendido bien el mérito que la moral cristiana concede a estas virtudes llamadas infusas, sobre todo cuando se entiende que no dependen para nada de nuestra intervención, ni son hijas de nuestro esfuerzo y libertad, que nos están “predestinadas”. La idea de que lo principal para vivir una existencia propiamente humana, digna y dichosa, sea algo que no depende de nosotros, sino de una “caída en el Dios”, como explica Platón en el principio del Fedro, de una especie de entusiasmo o locura divina (manía), me ha parecido siempre tan inédita como chirriante, tan increíble como trágica. La conciencia artística del Renacimiento recupera este concepto platónico de la inspiración concebida como entusiasmo en el sentido estricto de la palabra, como furor animi, como divina exaltación del alma.

La esperanza aparece en la NF des-teologizada, como un afecto muy humano: la esperanza de bien, “una de las columnas que sustentan la salud del hombre y hace todas las obras humanas”. Ella gobierna y hace todas las cosas de este mundo. Sin esperanza no podemos amar la vida, es ella la que nos da contento y fuerzas para cualquier trabajo haciendo lo dificultoso fácil (parafraseo el Título XXV). La esperanza de bien es también quien “mueve mi torpe y humilde lengua”. Y es ella el motor de las virtudes y buenas obras, siendo su contraria, digamos la desesperación, la que causa las malas y hace salteadores de caminos. Toma este aviso –recomienda Antonio-: “guárdate de aquel que no tiene esperanza de bien”, guardémonos de los desesperados, sean creyentes, ateos o libertinos.

Lo que afirmaba Platón al principio del Fedro, es que lo que más necesitamos para vivir bien, no depende sólo de la razón sino de la gracia con que vivimos. La vida no es para conservarla, sino para quemarla con “salero”. Y entiéndase aquí “gracia” no sólo en el sentido confesional y cristiano de “buena conciencia” o “amistad con Dios”, sino en el sentido más amplio de paz con uno mismo, de aceptación del mundo que nos toca vivir, de confianza en los dioses que nos nacen con estrella o estrellados, de posesión y exaltación báquica, poética, ritual o erótica. ¡Y esto lo sugiere el divino Platón, el fundador del racionalismo matemático europeo!

Tanto en Platón como en San Agustín15 hay pues un descentramiento metafísico de la moral, que remite en última instancia, ora a un Bien Supremo tan creador como místico, inaccesible del todo, casi inefable, más allá de la esencia, ora a un Dios providente, que reparte sus gracias según le apetece, y cuyos caminos nos parecen a nosotros, pobres cavernícolas, en verdad inescrutables. Domingo Henares habla respecto a la NF de un “platonismo mitigado” y de un “platonismo matizado”, “pues la inclinación al otro mundo no es absoluta, sino que se trata de preferencias o de ventajas en esta vida terrenal”. Como afirma este autor, es innegable la “ascendencia platónica de esta supremacía del conocimiento”, y del autoconocimiento. Esta prerrogativa le viene al alma por su origen divino, por su “sabor y olor de Dios”. Esta sabiduría, sin embargo, no es tanta como para abarcar la esencia de lo divino. “Hay en Sabuco cierta teología negativa, que no hace sino magnificar la grandeza de Dios frente a la pequeñez de nuestro entendimiento” (Domingo Henares16)… Lo diremos con las palabras de Sabuco: “todas las perfecciones están en Dios infinitas… y este no poder comprenhender a Dios, es el comprehender a Dios”.

La discusión sobre la perfección, sobre la virtud y la felicidad, que está en el corazón de la Nueva Filosofía, era antigua. El optimismo socrático de las escuelas antiguas daba por sentado que todo hombre sabio (es decir, éticamente bien educado, prudente, valiente, templado y justo) sería feliz. No somos en verdad felices porque no somos o no podemos ser lo suficiente virtuosos, porque no somos perfectos. Sin embargo, Kant enfatizó en su crítica de la razón práctica la falta de identidad entre virtud y felicidad. Curiosamente, en la constatación de que los buenos no son siempre felices, ni los malos desgraciados, pues muchos malnacidos se salen con la suya, constatación ésta muy trágica y moralmente desalentadora, hallaba el prusiano un argumento moralizante para postular la existencia de Dios como fin en que felicidad y virtud, al fin y metafísicamente, deberían encontrarse. O sea, que la razón en su uso práctico exige una reconciliación entre virtud y felicidad. Éste era su principio de esperanza de bien, del “Soberano Bien”. También en Oliva, dice el pastor Antonio17: “A los suyos envía Dios azotes en este mundo y no les allega montón de castigo para el otro” y más castizamente: “con la mucha lozanía y abundancia no granan las mieses. Las ramas muy cargadas de fruta, se quiebran. La demasiada fertilidad no llega a madurez” (Tit. V). En fin, que no hay mal que por bien no venga y que las propias limitaciones –alegremente asumidas- son fuente de bienes.

No obstante, La Nueva Filosofía, no es muy pre-kantiana (valga el prefijo “pre” para no caer en anacronismos), porque no hay en ella, todavía no, una escisión radical entre naturaleza y espíritu, entre cuerpo y alma, entre causalidad y libertad. Toda la tragedia de este mundo se resume en la ignorancia en que se han hallado los hombres por desconocer la gran verdad que la presunta autora nos revela: la decisiva importancia de los flujos y reflujos de los jugos cerebrales, la conexión del humano con cielo y tierra, y la importancia causal de la alegría, “principal causa por que vive el hombre y tiene salud” (Tit. XXIII del Coloquio del conocimiento de sí mismo), y la importancia destructiva del enojo, causa principal de la discordia de alma y cuerpo, de donde vienen las enfermedades.

La concepción naturalista y armonista la comparte la NF con el Examen de ingenios de Huarte (Baeza, 1575). Como el Examen, la NF parte de una posición naturalista, en la que resultan irrelevantes los “milagros” y en la que los pecados se psicologizan como errores anímicos, como pasiones morbosas o afectos excesivos, a la vez que se humanizan. Así, de la soberbia y avaricia se dice que sólo el humano las padece (Tit. XVII); o de la envidia se dice que es “vicio de pusilánimes” (almas de pulga) y que consume al miserable que la padece porque aquel que sufre con el bien ajeno “derriba” (hace caer) humor vicioso del cerebro y así se va consumiendo (Ibidem). La importancia que da Juan Huarte al temperamento, vinculado a la mecánica de los humores físicos, la transfiere Oliva a las emociones, vinculadas al movimiento de la pia mater y al flujo y reflujo del succo nerveo18.

Huarte considera el entendimiento como una potencia orgánica. Sabuco afirma que mora en la cabeza, aunque “descendió del cielo”. Alonso de Fuentes, filósofo sevillano nacido en 1515 ya había afirmado que el cerebro es el órgano material de la inteligencia. En el libro V de su Historia de las biendanzas e fortunas, el vizcaíno Lope García de Salazar (1399-1476) explica por boca de Aristóteles: “Sepades que la primera cosa que Dios fizo fue una sinple e espiritual e muy conplida. Figuró en ella todas las cosas del mundo e púsole nonbre seso e d’él salió otra cosa no tan noble que l’ dizen alma; e púsola Dios en su virtud en el cuerpo del omne, pues el cuerpo es como çibdad e el seso es como el rey de la çibdad e el alma es el alguazil que le sirbe e que le honra con todas sus cosas. Fizo morar el seso en el más alto logar e en el más noble d’ella e es la cabeça del omne. Fizo morar la cabeça del ome en todas las partes del cuerpo de fuera e de dentro. Sírbele e ordénale el seso e finca el cuerpo bivo fasta que Dios quiere que le venga la fin”. La NF cita a Platón para llamar a la cabeza “miembro divino” (T.t. III).

Sin duda una de las características comunes, y más felices, de la obra del médico baezano y de la obra escrita en Alcaraz es su armonismo. No tiene por qué haber drama entre el cielo y la tierra, entre la raíz celestial de nuestro origen y anhelos, y el horizonte mundano de nuestras acciones, tanto el buen funcionamiento del cuerpo como la dicha del espíritu dependen del equilibrio, armonía y concordia entre las partes, entre el microcosmos que somos y el macrocosmos (ecosistema, diríamos hoy) en que nos insertamos y el cual nos nutre.

Otra característica común, probablemente una de las señas de identidad más relevantes del pensamiento hispano de todos los tiempos (hasta I. Gómez de Liaño, en nuestros días) es la importancia que se concede a la imaginación. Se realza el hecho de que el carácter moral de los humanos no sólo depende de lo que son, sino también de lo que sueñan o se imaginan. Para Sabuco, la imaginación es un afecto tan fuerte y de tanta eficacia que refleja como un espejo todas las figuras que recibe transformándonos según su naturaleza. Pone para ello el ejemplo –exagerado desde luego- de la mujer que parió un niño con cuero y pelos de camello “porque tenía de cara de su cama una figura de san Juan Baptista vestida de piel de camello”. Más exacto es lo que dice un poco más adelante (Título LIII) del ser humano: “lo que tiene en su imaginación (ora sea en vigilia, ora sea en sueño) aquello es [real] para él [para el ser humano]; en tanto que si se sueñan y piensan dichosos y felices, obra en ellos como si fuera verdad. Y por lo tanto te doy este consejo: juzga el día presente por feliz”. ¡Excelente consejo para tantos apocalípticos, quejicas y “querulantes” como abundan hoy!

Sin embargo, la NF nos previene: la “imaginación sensitiva” (¡supone que hay otra más intelectual!) puede engañarnos cuando tomamos por real lo imaginado. Este poder activador, dinamogénico, de la imaginación fue reconocido también por Huarte, así como su íntimo vínculo con las pasiones y emociones, carga emotiva y caliente de las representaciones mentales.

Por eso, y es una idea que aparece en ambas obras, el Examen y la NF, la contemplación de las maravillas del mundo y la consideración de su divinidad elevan el espíritu humano. He aquí el germen del deísmo filosófico que se expresará en muchos textos ilustrados. Volveré a ello más adelante.

No quiero dejar de lado esta comparación entre el Examen y la NF, obras geográfica y cronológicamente muy próximas, sin contrastarlas brevemente. En efecto, Sabuco es más moralista que Huarte. Su ideal de buena vida es estado mediano, con desprecio del lujo y lo superfluo, vida retirada de la gloria y fasto mundanos, vida santa y sosegada como la que recomiendan Garcilaso y Fray Luis en sus poemas:

“Es mejor el pan segundo, el manjar sencillo, la cama dura. El trabajo es mejor que el ocio. El aire nuevo vivo del campo, mejor que el añejo y encharcado con encerados y vidrieras. Es mejor el sosiego y tranquilidad y poca gente. Es mejor el poco dormir y levantar de mañana. Es mejor y más seguro estar flaco que gordo. Es mejor el poco comer que el mucho. Al rico le pesa porque se harta, y al pobre le place. El pobre está más seguro del gran enemigo, enojo y pesar, de envidias y emulaciones. Y finalmente es mejor el poco regalo que el demasiado” (Tit. LXI). Recuerda al Dios entre pucheros de la santa de Ávila.

No es el cuerpo el que peca, sino el alma. Huarte afirma que hasta para ser malo hace falta cierto tipo de ingenio, “solercia” o “versucia”; Sabuco opina que el afán desmedido de riquezas y placeres que causa enojo es sed y hambre de un alma que “fue criada con tanta capacidad que puede caber en ella Dios, por eso nunca se hinche ni satisface con las riquezas; cuanto más tienes más deseas”.

La NF traza una interesante diatriba extrapolable a nuestros días, contra la ansiedad que atribula al consumidor impenitente que somos. Echa mano de una figura geométrica: “Aunque ganes todo el mundo no henchirás este deseo y capacidad de tu alma porque, como un triángulo no se puede henchir con una figura redonda (que es el mundo) así tu alma no se puede henchir con todo el mundo si no es con Dios”.

El desprecio de los bienes de este mundo, un tópico clásico (vanitas vanitatis) es ilustrado con versos de Angelo Policiano, de Juan de Mena, de Hernando del Pulgar… Sabiduría y bondad son aquí condición de la felicidad. Se trata de la prudencia que la NF contrapone a la sapiencia (¿mera erudición?), cuando Antonio dice: “De la sapiencia te digo que puedes ser feliz sin ella, que poco saber te basta. Con este librito19 y Fr. Luis de Granada20 y la vanidad de Estela21 y Contemptus mundi22, sin más libros puedes ser feliz haciendo paradas en la vida, contemplando tu ser y entendiéndote a ti mismo y mirando el camino que llevas y a dónde vas a parar, y contemplando este mundo y sus maravillas y el fin de él y leyendo un rato cada día en los dichos libros que es un buen género de oración” (Tit. LXI, De la felicidad que puede haber en este mundo). En el título XXVIII se había aludido a la “oración mental”, tan apreciada por erasmistas y quietistas.

Es verdad que hay un ramalazo de epicureísmo en la NF, pero también de senequismo y, desde luego, hay una profunda y depurada espiritualidad cristiana, erasmista, tal vez conversa, y muy próxima a los planteamientos equilibradores de la reforma jesuítica. La serenidad se extrae de la conformidad con la voluntad de Dios, bajo el argumento de que no sólo no hay mal que por bien no venga, sino que también es cierto que a veces los mismos bienes producen males. El Título V abunda en ejemplos, tras los cuales se nos recomienda que nos digamos aquello de “Dios lo dio, Dios lo quitó; él sea loado, que él lo sabe remediar por vías que yo no entiendo”.

Pero, aunque hay un reconocimiento explícito de lo mucho que el entendimiento humano ignora (también en el campo moral, desde luego), no por ello se deja de aludir, ya en el prólogo Al lector al “tiempo inventor de las cosas” y a lo que el entendimiento “va descubriendo cada día más en todas las artes y en todo género de saber”, o sea, hay una conciencia del progreso posible de la humanidad, aunque todavía no tengamos siquiera un término para referirnos a él, y el tal progreso dependa no sólo de Dios, sino de nuestras decisiones en el mundo, de nuestra capacidad de trabajo para mejorar nuestras condiciones de vida.

La Nueva Filosofía es precisamente nueva hoy, o interesante filosóficamente, para nosotros, ciudadanos de la megalópolis del XXI, allí donde menos pretendió serlo o donde no resulta nada moderna, sino más bien clásica o medieval. Por ejemplo, las referencias a la obra de Tomás de Kempis expresan la asunción de las principales tendencias místicas medievales y un anti-intelectualismo vuelto hacia la humildad de lo que hoy podríamos llamar un modelo de vida rural, pacifista y sencillo, ecológico y sostenible. Al contrario que el libro de Huarte que fue escrito para las ciencias y, sobre todo, para sacar provecho político y científico de la diversidad de los ingenios humanos; la NF fue escrita para que los seres humanos (mujeres y varones) consiguiéramos vivir una vida más sana, larga, alegre y feliz. Fue escrito para ampliar las posibilidades y la esperanza de la felicidad, tanto en este como en el otro mundo, esté o no en el “onceno cielo”.

Para ello ensaya conectar los conocimientos universitarios y la ciencia de los doctos con el saber más llano, de la vida cotidiana, de los “pucheros teresianos”. Ejemplos sacados de la tradición culta, pagana y cristiana, se mezclan con dichos y mitos populares, en una ensalada bastante ecléctica23, donde importan sobre todo los productos frescos de la tierra y que ofrece por ello un perfecto espejo de la mejor inteligencia de aquella época, gloriosa y desdichada para nosotros, y eso en un castellano tan prometedor científicamente como literariamente delicioso.

 

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José Biedma López

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Nota bene: La primera ilustración reproduce la portada de la segunda impresión de Pedro Madrigal, Madrid, 1588, con añadidos con respecto a la primera, de la Nueva Filosofía; la segunda, una reproducción de la célebre Venus de Sandro Botticelli, representando el mito de Afrodita emergiendo de las aguas chipriotas; la tercera, una reproducción de un texto manuscrito de Pedro Simón Abril.

 

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Notas

1 El origen de este artículo es una ponencia para el III Congreso Internacional “Oliva Sabuco” celebrado en Alcaraz (Albacete) y presentada el 18 septiembre 2010, que he revisado y retocado levemente para el Café Montaigne en 2019.

2 Como es muy difícil soslayar el problema de la autoría de la Nueva Filosofía diré aquí que no me parece imposible, sino plausible (de plauso, aplaudo), que fuese obra de Luisa Oliva Sabuco de Cózar, más verosímil que lo fuese de Miguel Sabuco Álvarez, su padre, y no del todo increíble que la compusieran juntos, al menos en parte. El problema es más erudito, político e ideológico -incluso mítico- que filosófico. El pasado no lo cambia ni Dios, aunque nos hubiese gustado que lo que sucedió no hubiese sucedido. Los documentos que el curioso registrador y honrado alcaraceño D. José Marco Hidalgo descubrió a principios del siglo pasado, y los que otros han hallado después, más bien desmienten que confirman la autoría de Oliva, al igual que el privilegio otorgado por el rey, y nunca abolido, o la primera voluntad del padre, más bien obligan a seguir publicando la obra bajo nombre femenino. ¿Mintió el autor al principio o mintió el testador al final? ¿Puso a mentir a la hija ante el Rey y la Inquisición? ¿Cómo puede amenazar con maldecir a quien tan excesivamente benefició en su boda con Acacio de Buedo? ¿Miente ella cuando declara por escrito que no es suya la NF? Por el momento, no hay pruebas de una persecución inquisitorial contra los Sabuco que, aterrorizados, forzase a uno y/u otra a mentir. La NF, un libro científico para pocos, no una peligrosa novela popular, no fue un libro vetado o censurado por la Inquisición, sino muy ligeramente expurgado. Y –lo más importante- a nosotros nos interesa más el fondo pedagógico, moral y filosófico de la NF, que las gónadas que tuviese entre las piernas o en el bajo vientre quien la escribiese, si era varón, hembra o machihembrado, si bien reconocemos que esa enigma, la androginia de la autoría, la ambigüedad del timbre sexual con que se expresa su autor, la precocidad intelectual y el enciclopedismo superior de la presunta autora, no restan sino que añaden interés y “renacentismo” a esta sorprendente y originalísima obra. Sospechamos que todo ello es accidental para la verdad o pertinencia contemporánea de lo escrito, aunque pueda ser un buen tema de investigación y debate educado.

3 Rosalía Romero. Oliva Sabuco (1562-1620) filósofa del Renacimiento español. Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 2008.

4 Joseph Pérez. “Renacimiento y humanismo en España”. Actas de las II Jornadas Internacionales sobre Humanismo y Renacimiento (1993). Uned, Centro Asociado “Andrés de Valdelvira” de Úbeda, Úbeda, 1996.

5 “L,humaniste est un aristocrate”. Jacques Le Goff. Les Intelectuels au Moyen Age, Paris, 1957. Cit, por el autor de la nota anterior.

6 “El horizonte religioso de Sabuco”. Al-Basit nº 22, Dic. 1987 (monográfico dedicado a Miguel Sabuco).

7 Uso aquí el texto tal como lo transcribe Domingo Henares en el artículo citado en nota 5. En la mayor parte de las citas uso la excelente y reciente edición de Clásicos Albacetenses (14), a cargo de Samuel García Rubio y Domingo Henares, Albacete 2009.

8 Pedro Simón Abril. Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas… (1589), en B. A. E., t. 65, pg. 295 y s.). Tras decir que en las matemáticas no ha podido haber depravación por ser doctrinas que consisten en verdadera demostración, “hecha de sentido y experiencia”, y por tanto no expuestas a la diversidad de opiniones y pareceres, lamenta que, pues los que estudian buscan en ello provecho, se alejen de disciplinas que no parecen hechas sino “para ennoblecer el entendimiento”. Propone que se enseñen en lengua vulgar y –como Platón- que se exijan a quienes aspiran a estudios superiores.

9 En la traducción de las Comedias de Terencio, 1577.

10 Ed. Orbis, Barcelona, 1984 con Introducción de Antonio Alegre Gorri.

11 Al parecer se han encontrado unos ostrakoi o trozos de cerámica con el nombre de Diotima, que dan realismo a la referencia platónica…

12 Budistas y estoicos comparten la gloria de ser los primeros que ensayan una ética realmente universalizadora, por encima de las diferencias de clase, etnia o género.

13 Prólogo al libro de Eduardo Ruiz Jarén. Oliva Sabuco: filosofía y salud, editorial Manuscritos, Madrid, 2008.

14 Historia de los heterodoxos españoles, L. V. Epílogo V.

15 Matizaría diciendo que en el ateniense hay un trascendentalismo intramundano, siendo ultramundano el del segundo.

16 “El horizonte religioso de Sabuco”, pg. 129 de Al-Basit nº 22, 1987.

17 El nombre de Antonio tal vez aluda al título de la obra de Gómez Pereira Antoniana margarita (1555).

18 En la philosophia Christi contenida en el Enchiridion, Erasmo ya describía la lucha contra el mal como una lucha contra el error. “Podríamos decir que para él la palabra divina es el vehículo principal de la gracia en la resistencia al mal y a la tentación”, Marcel Bataillon, “De Erasmo a la Compañía de Jesús”, en Erasmo y el erasmismo, ed. Crítica, Barcelona 1983, pg. 214.

19 En la edición crítica de Samuel García Rubio y Domingo Henares (Miguel Sabuco Álvarez. Nueva Filosofía, Albacete 2009), se anota que “este librito” aludiría por el contexto y proximidad a la Égloga de Garcilaso. No lo creo, “este librito” es autorreferencial, y se refiere –sin modestia alguna, ni “falsa” ni auténtica- al propio que está leyendo el lector, o sea, a la Nueva Filosofía.

20 Nadie fue acusado de iluminismo con tanta porfía y tenacidad como Fray Luis de Granada, porque era el más notable de los místicos que hasta entonces habían escrito en lengua castellana, sin embargo, la Inquisición nunca le procesó, aunque en el Índice de Valdés se prohibieran sus primeros libros (Menéndez Pelayo. Historia de los heterodoxos españoles, L. V, cap. 1. III.).

21 Tratado de la vanidad del mundo (1565) de Fray Diego de Estela.

22 El autor cita también esta obra en el Tit. V, entendiéndose por tal un libro de Tomas de Kempis, traducido como Imitación de Cristo por Juan de Ávila (santo de origen converso que hizo lo más sonado de su carrera como predicador en Andalucía, cofundador de la Universidad de Baeza). Tras pedirnos que aceptemos el mal de este mundo como anticipo del bien del otro, Sabuco, citando a Séneca, recomienda que leamos un capítulo de Contemptus mundi, cualquiera… “donde se abriere”. Es interesante anotar que la Imitación de Cristo, que Ignacio de Loyola atribuía a Gerson (“su querido Gersoncito”), fue el libro de cabecera del fundador de la Compañía, quien se negó a que el Enchiridion lo sustituyera. El propio Enchiridion estaba seguramente influido por la Imitación, Marcel Batillon (op. cit. n. 17) alude a una curiosa edición del Contemptus mundi en la que la Imitación va seguida del Sermón del Niño Jesús de Erasmo, traducido al español. Por más que sea insoslayable la influencia de Erasmo (en toda la espiritualidad del XVI), Ignacio, que tuvo protectores y confesor erasmistas y que visitó a Vives en los Países Bajos, acabó siendo hostil a la obra del de Rotterdam, y prohibió servirse de sus libros en los colegios de la Compañía.

23 Este eclecticismo es otra característica histórica del pensamiento hispano, tan amigo de Séneca y Cicerón, ellos mismos grandes eclécticos.