Ciudades y museos: educar el gusto
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De un tiempo a esta parte se habla de “la Málaga de los museos”. ¿Puede la ciudad rentabilizar la inversión que está haciendo el Ayuntamiento en ello? Este año se ha presupuestado 15,6 millones de euros para garantizar el funcionamiento del Centre Pompidou, el Museo Ruso, la Casa Natal de Picasso, el Centro de Arte Contemporáneo, el Museo Carmen Thyssen, el Revello del Toro y el Museo de la Ciudad. Y eso que no contamos el Museo Picasso de Málaga, que es con notable diferencia el museo económicamente mejor dotado de Andalucía.
No está mal que se acompañe Málaga de estas asociaciones culturales. Pero me temo que, como no eduquemos nuestro gusto, no sé si será sostenible y rentable inversiones como la mencionada. Y, en honor a la verdad, uno preferiría que se hablara de la educación, del civismo, de la responsabilidad, del bienestar de los ciudadanos de acá. Esto significaría que los museos no están ahí simplemente para atraer enjambres de turistas y engordar las estadísticas, sino que se emplean adecuadamente para forjar personas y ciudadanos que a su vez construyen una ciudad más habitable, libre y justa.
“Para gustos, colores”, suelen repetir jóvenes y no tan jóvenes, como si todos los gustos valieran igual. Si no reflexionamos sobre los tópicos, petrificados en la lengua, corremos el riesgo de reproducirlos de manera acrítica o, lo que es lo mismo, seguir cayendo en los prejuicios de generaciones anteriores, prisioneros de la herencia del pasado.
Que la razón sea plural, es decir, que no exista un criterio único por el que guiarnos, que no haya un solo estilo de vida correcto, como pretenden los Estados Totalitarios, no significa que todos los gustos valgan igual. Hay una amplia gama entre gustos infundados y patéticos y gustos cultivados y elegantes. Precisamente la etimología de elegante proviene de aquellas personas que “eligen bien”.
Para elegir bien es necesario conocer la disciplina sobre la que ejercemos ese acto de libertad-responsabilidad, ya sea la literatura, la pintura o la música, materias sobre las que según Kant no cabe establecer un juicio determinante, como sucede con las ciencias naturales (“la velocidad de la luz es 300.000 km por segundo”), sino juicios de gusto, que no están sometidos a un concepto, pero que tampoco se limitan a manifestar el placer o displacer que nos suscita la contemplación de una obra de arte.
Antes bien se trata de reflexionar y distinguir por medio del libre juego de la imaginación y el entendimiento por qué una obra, independientemente de la inevitable subjetividad de nuestro gusto, está bien o mal hecha por los efectos sentimentales, afectivos y cognitivos que despierta en nosotros. Y para ello, según Kant, el juicio o argumento estético debe ser desinteresado; o, si se prefiere, el juicio propio de un espectador imparcial y ser o aspirar a ser universal.
Esta es la razón por la que autores como Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Tolstoi o Proust, o bien Caravaggio, Miguel Ángel, Tiziano, Velázquez, Rembrandt, Goya, Cézanne o Picasso, son faros que nos iluminan dentro del canon occidental, más allá de nuestros gustos. El ilustrado David Hume, que se anticipó a Kant argumentando acerca de cómo establecer la norma del gusto, consideraba que “el mejor modo de averiguar esto es apelar a aquellos modelos y principios que se han establecido por el consentimiento y la experiencia común de las naciones y épocas”.
Sospecho que en el fondo no hay ámbito que de una manera o de otra no se vea afectada por nuestros gustos, ya que estos poseen una dimensión estética pero también ética, económica y política. El gusto nos distingue, individual y culturalmente. Saber juzgar equivale hasta cierto punto a saber elegir, a saber sentir, a saber pensar y adoptar la postura adecuada ante un fenómeno de la realidad. Por eso no debemos conformarnos con tópicos como “para gustos, colores”, por eso debemos rebelarnos ante el mal gusto y cultivar esta noble facultad que nos define.
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Sebastián Gámez Millán