New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – I

New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – I
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New York City Blues – Un artefacto literario de Juan Luis Calbarro & José Luis Martín – I
Jiggles his tin cup at the goodwives.
Sylvia Plath, The Collected Poems
EAST 86TH STREET
El loco número uno practica artes marciales sentado en un banco. Lo veo de lejos, desde la acera de enfrente, justo antes de bajar al metro. Es joven y negro, va vestido con normalidad informal y está sentado al lado de una señora, aparentemente tranquilo. De pronto lo posee un frenesí marcial y comienza a golpear el aire con los puños a gran velocidad. La señora se sobresalta, lo mira con gesto atónito, se levanta y se aleja del banco con disimulo y apurada discreción. Él no detiene su combate imaginario. Sentado, comienza a proyectar patadas giratorias en el aire con gran sentido del equilibrio. Cuando entro en mi boca del metro, sigue enfrascado en su lucha; presumo que saldrá victorioso.
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LÍNEA 7
En el metro, el loco número dos conversa en silencio muy animadamente. Es un negro de unos treinta años. Lleva las rastas recogidas en una especie de tocado hecho de bolsa de plástico y atado con varias gomas desordenadas. Su vestimenta es vagamente andrógina. Sus labios y su lenguaje corporal transmiten un gran desasosiego; a veces parece embargado por una enorme tensión. Va sentado al lado de un turista. De pronto se levanta, abre la puerta del fondo del vagón, se agacha como para tirar o recoger algo del ruidoso espacio entre los vagones, vuelve a entrar, cierra la puerta y lanza a la nada un gesto furtivo de silencio con el dedo en los labios. Vuelve a sentarse junto al turista. Deja en el asiento contiguo un manojo de objetos irrelevantes que lleva en la mano y sigue moviendo los labios y gesticulando, como manteniendo con alguien una conversación crucial. Sus intentos de comunicarse a veces parecen desesperados. Hay un momento en que aparenta querer llamar la atención del turista, que está inmerso en la lectura de su móvil y no se percata. Acerca su codo al brazo del turista, como para llamar su atención, y cuando está a punto de rozarlo un temblor denota una grave tensión muscular, como si algo físico le impidiera llegar a tocar el brazo del turista. En su rostro hay dolor. Desiste. Toma una de las innumerables gomas que rodean su muñeca y, con prisa, la ata a su tocado de plástico de una forma que parece aleatoria. Llegamos a una estación. Se baja del tren, pero a los pocos segundos vuelve a entrar desde el andén. Se queda en pie, sigue conversando en silencio. Luego se vuelve a sentar. Sigue conversando con la nada. Se baja precipitadamente en Vernon Boulevard con Jackson Avenue.
LÍNEA E
El loco número tres es blanco, está en torno a los sesenta años y gasta una pobladísima y despeinada peluca morena. Tiene tics y habla solo en silencio. Va sentado y lleva una mano agarrada a la barra vertical que le cae justo enfrente. De vez en cuando suelta la barra, se pasa el índice por una ceja, se pellizca el pliegue de la papada, se repasa ambos labios con el índice, hace con la mano en el aire un gesto de grácil barrido hacia su derecha, que parece significar “ya está”, o “pasamos a otra cosa”, y que aparentemente le proporciona un fugaz alivio, y se vuelve a agarrar a la barra. Así lo hace aproximadamente cada treinta segundos, exactamente en el mismo orden, y yo pienso en Rafa Nadal. Entre tanda y tanda, habla consigo mismo, o con alguien invisible, moviendo los labios apenas perceptiblemente, acompañándose de vez en cuando de distintas versiones del gesto con el que remata cada serie de tics. En determinado momento se da cuenta de que lo miro y, desde entonces, aunque no puede evitar completar sus series de tics, lo hace mirándome de reojo con un gesto de desconfianza, o de apuro, o de desesperación, que inspira una infinita lástima.
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CERCA DE CHELSEA MARKET
La loca número cuatro es una señora negra que va por la calle en pijama y habla sola a grandes voces. Parece muy enfadada y eternamente a punto de llorar. Pasan vehículos muy lujosos conducidos por negros musculosos que llevan las ventanillas bajadas y la música a tope, y ya no se oyen las protestas de la loca.
TIMES SQUARE
A propósito de los mendigos del metro, Sylvia Plath aseguró en una carta a su hermano que lo único que diferenciaba a aquellos hombres de las bestias que había visto en su visita al zoo de Central Park era el hecho de que en las jaulas de estos había barrotes… El loco número cinco es un blanco que parece a punto de entrar en la ancianidad, pero no se sabe muy bien si eso se corresponde con su edad o con su estado de salud. Desnudo de cintura para arriba, de barba muy canosa y sucia, merodea de un lado a otro entre los viandantes que abarrotan Times Square. Sus movimientos recuerdan los de un simio acorralado: encorvado, mirando en todas direcciones con ojos huidizos pero alertas, receloso, arrastrando los brazos, finalmente se acuclilla con gesto de incomodidad a la sombra de un puesto de perritos, tal vez a la espera de que el vendedor le regale algún despojo. Se balancea, lanza miradas entre furiosas y atemorizadas en todas direcciones, como si lo intimidasen poderosamente los enormes luminosos, la patrulla de policías obesísimos, el estruendo de la música o la presencia de los turistas. Rezonga algo ininteligible. Mientras cinco jóvenes y bellas coreanas sonríen desde un anuncio, el loco da toda la impresión de haber renunciado a su humanidad. Se está espulgando.
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SUTPHIN BOULEVARD CON ARCHER AVENUE (I)
No veo al loco número seis: oigo su voz desde un pasillo. Me detengo e intento entender lo que grita, pero su acento alcohólico y la reverberación de los corredores subterráneos me impiden reconocer las palabras que, después de todo, tampoco deben ser la parte importante de lo que sucede. No obstante, no cabe duda de que está fuera de sí. Casi todos los usuarios que llegan por el pasillo, desde donde esté este loco de rostro desconocido, parecen divertidos. Hay uno que menea la cabeza y no sonríe. Se repiten, cada vez más lejos, los alaridos. Un par de ratas cruza a toda prisa el fondo del pasaje.
WEST 45TH STREET
El loco número siete ha dispuesto sobre la acera varios trastos irreconocibles o inconsistentes con la situación, a modo de atrezo: cajas de cartón, un peluche, una cafetera. Se ha plantado ante el portal de un rascacielos y está emitiendo un discurso perfectamente articulado y con una dicción impecable, en voz alta y clara, desafiante, con el empaque y la actitud que adopta un brillante orador ante las masas, sin gritar ni perder la compostura. Es negro y tiene un aspecto sano y fibroso, que se puede apreciar porque va desnudo a excepción de unos exiguos calzoncillos rojos. En su discurso, que procura razonar con tanta serenidad como firmeza, promete dar por el culo (literalmente) a todos y cada uno de los policías de Nueva York, y proporciona minuciosos detalles procedimentales sin alterar el gesto. Los viandantes lo sortean y siguen su camino.
MANHATTANHENGE
El loco número ocho está sentado en un bordillo hediondo, junto a uno de los puestos de perritos calientes de Herald Square. Su chándal está asombrosamente sucio. El pantalón, bajado hasta medio muslo, deja apreciar su piel oscura. Su trasero está en contacto directo con el suelo. Parece dormir y poco a poco se va cayendo hacia un lado o hacia el otro. Cada vez que la relajación de sus músculos cede a la gravedad y se despierta, se endereza sin llegar a abrir los ojos, restriega visiblemente su ano contra el suelo pringoso, se acomoda y de nuevo se deja vencer progresivamente por el sueño. Incluso parece plácido durante unos segundos, hasta que vuelve a perder el equilibrio y todo empieza de nuevo. ¿Sueña con parásitos? Son las 20:20 del 11 de julio de 2022 y una multitud interrumpe el tráfico rodado y dirige sus cámaras hacia el fondo oeste de la calle 34: un sol de oro refulgente se esconde tras el horizonte exactamente entre las dos filas de rascacielos mientras el loco, a menos de diez metros, se frota el ano por enésima vez contra la acera.
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UNION SQUARE
El loco número nueve es un joven rubio que viste una chupa vaquera abierta y unos tejanos ceñidos. Se acerca a dos turistas también jóvenes que están sentados en un banco, reponiendo fuerzas. Se para a un par de metros de ellos y, sin mediar introducción, empieza a gritarles detalles innecesarios de su vida. Les confiesa a gritos que lleva dos años sin mantener relaciones sexuales. Se lo repite varias veces, a voces cada vez más estentóreas. Ellos miran hacia otro lado y siguen masticando sus sándwiches, como esperando que escampe. George Washington presencia la escena a caballo, mientras bendice a sus tropas con la mano extendida. El loco se va alejando poco a poco, volviendo atrás el rostro de vez en cuando, y sus gritos se parecen cada vez más a una súplica. Finalmente se aleja, murmurando un sordo reproche.
FIFTH AVENUE
El loco número diez cruza el paso de cebra a destiempo y grita a los agentes de policía que, desde su vehículo, intentan arrancar cuando el semáforo se pone en blanco. El loco, un negro descomunal absurdamente abrigado para este calor infernal de julio, se enfrenta a gritos con los policías. No entiendo lo que les grita, pero destila gran violencia. Cuando estos consiguen que el loco se mueva y pueden por fin mover su vehículo, doblan la esquina en un brusco acelerón y, de forma igualmente brusca, se montan sobre el bordillo y aparcan sobre la acera. El conductor, un policía blanco de escasa estatura, se baja con gesto airado, da un portazo tras de sí y se enfrenta al loco, que aúlla sin descanso. El policía le ordena: “Te he dicho que camines”. El loco sigue gritándole. El uniformado da un paso, pone las dos manos en el pecho del loco y lo empuja con fuerza, gritando: “¡Que camines!”. El loco sigue vociferando, furioso. El policía se lleva la mano a la cintura, ostensiblemente a la altura del arma, y repite: “¡Que camines!”. Me sorprende que el bullicio de Quinta Avenida, en este momento, siga su curso como si nada. El loco da unos pasos hacia atrás, gritando aún, aunque con menos fiereza, mientras el policía le mira, amenazante. Hasta que este se da por satisfecho, da media vuelta y torna al vehículo. Arrancan y se van. El loco continúa gritándole su frustración a la nada entre el gentío.
WEST 125TH STREET CON MALCOLM X BOULEVARD
El loco número once ensaya unos pasos de claqué en el espacio que dejan entre sí dos vehículos aparcados, pero trastabilla y se sujeta contra el frontal de uno de ellos, una furgoneta de portes. Cuando deja reposar todo su cuerpo sobre el frontal, el conductor de la furgoneta, que está sentado al volante, saca la cabeza por la ventanilla y lo increpa. El negro loco sonríe al negro cuerdo a través del parabrisas y le enseña sus encías totalmente desnudas. El conductor hace un gesto de contención, luego otro de desprecio y sube la ventanilla. El loco, que no debe pasar de cuarenta años, permanece recostado en la furgoneta un par de minutos. Luego, repuesto, se incorpora y continúa ensayando sus torpes pasos de claqué en el espacio entre los dos vehículos. Cuando por fin consigue encadenar dos o tres pasos sin tropezar, sonríe como un niño al que aún no le hubieran salido los dientes.
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HARLEM CENTRAL
Dos ancianos negros están sentados en la cerquita del alcorque. Los viandantes observan cómo ambos se inclinan hacia adelante con expresión de sufrimiento y ojos vidriosos. El loco número doce sujeta con fuerza un bastón. El loco número trece lleva en la cabeza un kufi africano. Sufren o se concentran y se mueven adelante y atrás acompasados como si hubiesen consumido la misma sustancia al mismo tiempo. La vida discurre a su alrededor. Su amistad y su ruina parecen inmemoriales, inquebrantables.
EAST 125TH STREET CON PARK AVENUE
El loco número catorce da vueltas en torno a este tramo de Park Avenue. Es un negro adolescente que camina erguido, pero con grandes dificultades. Lleva una frondosa peluca de color rosa, un mono igualmente rosa muy ceñido y escotado, enormes pestañas postizas. Sus movimientos espásticos le proporcionan la imagen de un juguete roto, tal vez un robot con la batería baja. Alguien que espera en el paso de cebra con su hijo de la mano comenta: “Qué cosa tan asquerosa”. Sus absurdas evoluciones indican que busca clientes, pero por la expresión de su rostro se diría más bien que solo busca una salida.
A QUÉ HUELE EL METRO DE NUEVA YORK
El loco número quince entra en el vagón y se hace sitio en el centro; es un negro de unos cuarenta años. Coloca en el suelo un vaso grande de plástico y comienza a patear el suelo y a dar fuertes palmas con un ritmo sencillo pero correcto, acompañando algunos versos de Stand by me. Más que cantar, se podría decir que vocea; pero no desentona. Me alcanza un aliento fuerte y denso a alcohol barato. Al minuto, interrumpiendo la canción por cualquier sitio, agarra el vaso y lo pasea entre los viajeros. Le doy un dólar y lo agradece chocando su puño contra el mío, Se desplaza hacia el otro extremo del vagón; ahora entona (y percute furiosamente) unos pocos compases de You’ve got a friend, pero los pasajeros no se dan por aludidos. Cuando el vagón se detiene en la siguiente parada, me hace desde el fondo un vago saludo militar, que intenta parecer muy sentido, y desaparece por la puerta. Yo salgo a continuación y edades geológicas de orina sedimentada en un rincón me abrasan la pituitaria con su hedor.
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COURT SQUARE
Ver a un adulto llorando en público como un niño pequeño es un espectáculo conmovedor y poco frecuente. El loco número dieciséis es un negro de mediana edad vestido de jirones. Sentado en un banco a la salida del andén, solloza e intenta limpiarse las lágrimas con las palmas de la mano, pero no da abasto. Quién sabe qué dolor lo devuelve a su estado infantil: el recuerdo de tiempos mejores, tal vez de una familia perdida. O tal vez acaban de robarle su última pertenencia. O alguien lo ha maltratado. Parece vulnerable e incapaz de defenderse, ni tampoco hay nadie que lo defienda o lo consuele. Llora, y su llanto parece el último destello de rebeldía de una cordura a punto de extinguirse.
UNA CALLE DE WILLIAMSBURG
En el estado de la calle, en la vestimenta de los viandantes, en el lujo moderado y elegante de los locales se advierte que estamos en una zona adinerada. Un negro vigoroso de unos treinta años, camiseta ceñida y limpia, musculoso, se aproxima en sentido contrario. Va increpando en su dialecto trastornado a todo el que se cruza, y todo el que se cruza hace caso omiso de sus gritos. Intenta encararse con un repartidor que anda descargando un camión, pero este le da la espalda mientras sigue afanándose. Sigue caminando y, sin detenerse, dando una paradójica impresión de oficio, grita hacia el interior de una tienda. Poco antes de cruzarse con nosotros, se planta en medio de la acera y empieza a gritarnos desaforadamente. No entendemos nada de lo que intenta transmitir con su voz distorsionada. Seguimos caminando y lo superamos, y él reemprende su camino; unos segundos después oímos cómo le grita a alguien más. Nos dicen que nadie ha visto al loco número diecisiete agredir jamás a nadie. Aparentemente, los gritos lo alivian, nadie sabe de qué.
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40TH AVENUE, QUEENS
La loca número dieciocho es una negra de enorme trasero y cabeza casi rapada que cruza la calle empujando un carrito pequeño con sus posesiones. Cruzar la calle sin prestar atención al tráfico rodado es aparentemente parte de un show de argumento desconocido que sucede en su cabeza. Se contonea sensualmente mientras empuja el carrito y luego lo vuelve a arrastrar hacia atrás, una y otra vez, haciendo dudar a los conductores, que no saben por qué lado rodearla con seguridad para ella. Sus movimientos erráticos, con o sin carrito, acaban derivando en un rascar frenético. Sus brazos dejan de ser sugerentes para mostrar una dramática debilidad: sus manos no alcanzan ese punto concreto de la espalda que tanto le pica. Su expresión de confusa ensoñación es ahora frustración furiosa. Al rato ha quedado como dormida de pie en medio de la calle, indiferente a los vehículos que siguen sorteándola cuidadosamente. El gerente del restaurante de enfrente se acerca a rescatarla. La llama por su nombre, la toma del brazo, le dice: “Hoy nos sobra un montón de pollo cajún, ¿te apetece?” Ella despierta de su semiletargo, se relame y con cierta obscenidad pondera las virtudes del pollo cajún de su amigo. Se llama Gloria.
SUTPHIN BOULEVARD CON ARCHER AVENUE (II)
Puede que el loco número diecinueve sea el humano que peor huele del mundo. Es un blanco de unos sesenta años. Va en silla de ruedas, descalzo y desnudo de cintura para arriba y acciona violentamente con los brazos. Lo envuelve una nube de hedor inverosímil, milenario como la mugre de su barba, que alguna vez fue blanca. Para discernir si las manchas que recubren su cuerpo son tizne, costra de suciedad, costra de sangre o hematomas, habría que aproximarse a una distancia que pocos estarán dispuestos a salvar. Uno de sus pies hinchados y deformes muestra indicios serios de necrosis. Parece que ha perdido un viaje en el ascensor y profiere insultos obscenos. Cuando por fin se abre la puerta del aparato y la familia que lo llamó aparece tras ella, los gritos del loco se vuelven furiosos. La familia lo mira sorprendida y sale, rebasándolo con recelo. “Hijos de puta”, barbota antes de impulsarse dentro de su nube de hedor al interior del elevador y emprender la búsqueda de un lugar en las profundidades donde guarecerse de la noche.
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PARQUE BRYANT
El loco número veinte camina delante de mí en dirección a la salida. Vacila, se tambalea y dos zancadas sin control lo aproximan peligrosamente al borde del andén. Cuando voy a abalanzarme para sujetarlo, afianza un pie, se detiene, gira sobre sí mismo y se tambalea en dirección a la escalera. Lo rebaso. Su ropa está completamente cubierta de suciedad, lleva una bolsa de papel en una mano y en la palma abierta de la otra unas medicinas. Lo vigilo de reojo, porque él sigue tambaleándose hacia el otro extremo del andén. Siente una urgencia, deja caer lo que llevaba en las manos, se desabrocha el pantalón, saca el miembro y, sin más aliño, orina abundantemente en medio del andén, a la vista de los pasajeros. Todos habrían comprobado que no es cierto lo que se dice de los negros, si no fuera porque nadie se ha inmutado.
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Juan Luis Calbarro