Cuando amábamos a Takeshi Kitano – José Miguel García de Fórmica – Corsi

Cuando amábamos a Takeshi Kitano – José Miguel García de Fórmica – Corsi

Cuando amábamos a Takeshi Kitano

 

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Emblemática imagen de Takeshi Kitano en «Hana-bi» [«Flores de fuego»]

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¿Qué ha sido de Takeshi Kitano, ese actor japonés famoso porque interpretaba sin mover un solo músculo facial —parece ser que por causa del tremendo accidente de tráfico que, paradójicamente, dio personalidad a su rostro— y que, a la vez, dirigía los films que interpretaba? En los últimos años del siglo pasado, su nombre se hizo familiar a todos los cinéfilos gracias fundamentalmente a un par de películas que, debido a su repercusión en los inevitables festivales europeos (Venecia, Cannes o Valladolid), consiguieron difusión occidental y se convirtieron en aquello que «había-que-ver»: Hana-bi. Flores de fuego (1997) y El verano de Kikujiro (1999). Las crónicas se complacieron en señalarnos a los cinéfilos españoles que a ese hombre, sin saberlo, ya lo conocíamos: que había sido el presentador y alma mater de un descacharrante concurso de su país que Tele 5 había hecho popular en los primeros años de sus emisiones debido a la sonriente pertinacia con que sus participantes se ganaban continuos mamporros y que aquí llevó el título de Humor amarillo, aunque en realidad se llamaba El castillo de Takeshi.

De hecho, su trayectoria antes de obtener esta repercusión internacional era muy larga. Se había iniciado como cómico en clubs nocturnos y de allí pasó a la televisión, utilizando el nombre artístico (que luego seguiría empleando para acreditarse exclusivamente en sus roles interpretativos) de ‘Beat’ Takeshi. Su paso al cine se produjo a principios de los años 80 y enseguida tuvo a su cargo un rol relevante en la coproducción internacional Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983), dirigida por uno de los más prestigiosos realizadores nacionales, Nagisa Oshima. Su debut como director, con protagonismo propio como luego sería habitual (un caso similar al de Clint Eastwood, por tanto), se produjo con Violent Cop (1989). Sus primeras películas, como buena parte de su filmografía posterior, pertenecen al género llamado en Japón yakuza-eiga, es decir, películas protagonizadas por miembros de esa famosa mafia nipona que dio nombre a una estupenda película de Sydney Pollack titulada así: Yakuza (1975).

Durante un tiempo, las películas de Kitano se estrenaron con normalidad en el mundo entero. El autor, incluso, rodó una de ellas, Brother (2000), en Hollywood. Poco a poco, y como si hubiera sido una de esas inefables modas festivaleras, aquellas dejaron de llegar a nuestras pantallas, como si hubiera dejado de trabajar. Y, sin embargo, cualquiera que busque información comprobará que se mantiene activo; es más: a sus 72 años, su ritmo es el mismo de siempre, como actor o director, para cine o televisión, para producciones japonesas o alguna internacional. Pero ya sin esa reverente admiración con que seguimos sus pasos en torno al cambio de siglo.

En cualquier caso, y parafraseando a Bogart, siempre nos quedarán Hana-bi y El verano de Kikujiro, dos películas muy especiales con las que el mismo Kitano dio un salto adelante desde sus primeros policíacos, abriéndose a otro tipo de planteamientos sin abandonar ese marco familiar, demostrando tanto una hondura como una versatilidad notables. En especial, estas dos películas, cada una a su muy diferente manera, constituyen dos magníficos estudios sobre la emotividad: la primera (Hana-bi), desde la máxima ascesis expresiva; la segunda (El verano de Kikujiro), desde la más desarmante extroversión.

 

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Hana-bi. Flores de fuego narra la historia de un policía, Nishi (Kitano), a quien conoceremos refugiado bajo una máscara de impenetrable laconismo, unas casi perennes gafas oscuras y una parsimonia de gestos que se traduce en la respuesta guturales con que despacha cualquier pregunta. Esa pátina de tristeza, de soledad que nadie puede quebrar, se debe a dos razones: la incurable enfermedad de su esposa y la muerte, tiempo atrás, de su hija de cinco años. A ese drama doméstico, personal, se añade un sentimiento de culpa: Horibe, el compañero que lo había sustituido para que pudiera visitar a su esposa en el hospital, fue malherido en su ausencia y reducido a una silla de ruedas. ¿Acaso ese policía silencioso no puede sino atraer el dolor sobre sí mismo y sobre quienes lo rodean? Su integridad personal lo vinculará de modo inquebrantable a Horibe, quien ve incrementada su desolación personal al ser abandonado por su mujer y su hija, lo que lo convierte en el reflejo gemelo de quien ya ha perdido a una hija y también va a perder a su esposa. Horibe intentará suicidarse y acabará reenganchado a la vida a través de la pintura (el propio Nishi es quien le envía los útiles para tal empeño). En la parte final de la película, los cuadros naíf que pinta el inválido acaban convirtiéndose en contrapunto, metáfora y presagio del devenir final de Nishi. El último lienzo presenta un paisaje nevado sobre el cual aparece pintado el kanji «suicidio», presagiando la estación de término del viaje hacia la nada que Nishi ha emprendido por distintos paisajes del Japón con su esposa moribunda.

 

Takeshi Kitano como Nishi en «Hana-bi».

 

Hana-bi. Flores de fuego es, por tanto un drama (bajo el barniz agradecido del género policíaco, al que se corresponden varias de sus escenas más impresionantes) sobre el dolor y sobre la soledad que provoca el dolor, sobre la posibilidad o imposibilidad de compartirlo, de conseguir que los demás lleguen hasta nosotros cuando el aislamiento, tanto moral como físico, es completo. Un drama bañado por ráfagas de irreprimible lirismo, por humor a ratos seco y a ratos tierno, por un sentido del nihilismo que a veces se deja mecer por cierto hálito humanista pero que se cierra del modo más desolador posible: con la Muerte (al menos, Muerte a dos: si el viaje final es la soledad definitiva, por lo menos la partida es consciente y compartida).

Nihilismo y humanismo en un mismo plano, paradoja que Kitano expresa a través de la violencia que envuelve y a veces desborda a su personaje. Si Nishi se caracteriza por el laconismo, por la aparente falta de actuación, en otras ocasiones, sin embargo, sus movimientos son raudos y violentos (lo que es narrado por Kitano con extraordinario y a la vez sobrio sentido de la estilización, fundiendo de modo turbador belleza y muerte): la forma de atravesar el ojo del yakuza con unos palillos, el sangriento pero silencioso combate en plano cenital, el momento en que no puede reprimir sus disparos contra el cadáver del asesino que ha acabado con otro compañero… Nishi, sin duda, es un hombre violento que, sin embargo, se encuentra en la obligación de aportar calor humano a las personas que le rodean.

Séptima película dirigida por Kitano, es evidente que el mismo cineasta la concibió como el punto y aparte de su trayectoria, como la reafirmación de su condición de «autor» con unas ideas que expresar y con un estilo por medio del cual expresarlas. Su implicación llega hasta el punto de que los cuadros que pinta Horibe son creaciones suyas, realizadas precisamente como terapia para la recuperación del accidente que había sufrido dos años atrás. Seguro de sí mismo, Kitano realiza el alarde de situarse en el mismo eje que otros cineastas del pasado que hoy día suponen, en el mundo occidental, el paradigma de la japonesidad (Yasujiro Ozu o Mikio Naruse), directores que basaron su dramaturgia en el encuadre antes que en el movimiento de cámara, en el recurso a un tempo lento y tranquilo, incluso moroso, en la utilización de la elipsis como un recurso moral.

El ascético lirismo de Hana-bi alcanza un especial grado de sublimidad en su tratamiento de la naturaleza y de los fenómenos atmosféricos como vehículo de traducción de las emociones y necesidades de los seres humanos, sobre todo en su estado de mayor vulnerabilidad. Para Horube (que llega a tener rango coprotagonista en muchos momentos: recuérdese que su situación de absoluta soledad es un anticipo de la de su amigo), el símbolo visual de su desolación lo suponen esos continuos planos frente al mar como única compañía, cuyo momento más sugerente lo constituye el plano en el que descubre que, en su ensimismamiento, la marea ya ha acabado por alcanzarle, sin que él pueda impedirlo por su invalidez. Por otra parte, la naturaleza también se convierte en proceso de regeneración cuando aprende a integrarla, a capturarla, en sus cuadros. Es entonces cuando el personaje cede ya la pantalla por completo a Nishi, ese urbanita que inicia ahora su propia trayectoria natural al emprender el viaje de despedida con su esposa. Un viaje hacia la armonía, bajo la forma de un último paréntesis de distensión y mutuo calor, y el final en esa playa donde la pareja finalizará su trayecto vital mientras ambos observan a la joven que hace volar una cometa y en la que tal vez vean reflejada a la hija que perdieron…

 

 

 

 

Inevitablemente, El verano de Kikujiro no alcanza el grado de belleza y densidad dramática de Hana-bi, por una mera cuestión de intensidad y equilibrio. Ahora bien, la principal reticencia que despierta la película (para tratarse de una reflexión sobre la Inocencia, resulta demasiado cerebral) siempre queda en un segundo plano ante la completa falta de prejuicios con que Kitano se ríe de sí mismo, de su imagen seria y lacónica, por medio de un personaje de yakuza atontolinado e inconteniblemente fanfarrón. En cualquier caso, es de admirar que, justo después de su consagración internacional, el cineasta no intentara repetir en absoluto lo que el público esperaba de él y sorprendiera con una propuesta en las antípodas de Hana-bi; o mejor dicho, que planteara otra reflexión sobre la soledad pero bajo una mirada muy distinta, bajo las formas de la fábula delirante y la comedia tierna.

La película asume la muy occidental estructura narrativa de la road movie para ilustrar el trayecto (como suele ser en estos casos, literal y metafórico) que comparten un niño solitario, Masao, a la busca de la madre que lo abandonó con pocos años, y el Kikujiro del título, un gángster de medio pelo, un tanto grotesco y más bien infantil, que se une a él no por gusto sino porque su esposa (en quien se adivina una señora de armas tomar: significativamente, y en un registro opuesto, el papel lo encarna la misma Kayoko Kishimoto, que ya había sido su mujer en Hana-bi), conmovida por la desvalidez del pequeño, lo obliga a conducirlo a su destino. El personaje, por tanto, le sirve a Kitano para parodiar y matizar con cariño su imagen previa. Incluso los tics faciales que heredó de su accidente de moto, y que en Hana-bi tenían un sentido completamente distinto, aquí parecen un recurso cómico con el que el intérprete dota a su personaje de un rasgo pintoresco que lo humaniza todavía más.

Kitano estructura la historia por medio de capítulos introducidos a modo de fotografías  animadas del álbum que Masao lleva consigo y donde recoge sus aventuras del verano,  cuyos títulos anticipan su contenido: uno de ellos, por ejemplo, «El señor es muy raro», indica de modo regocijante la impresión que no tarda en merecerle su inopinado protector. Hay una clara división dramática en esta estructura cuyo centro viene ocupado por el episodio con la madre. En la primera parte, Kitano narra la forzada convivencia de los dos personajes, y su centro dramático y cómico gira en torno al inevitable estupor que al niño le provocan las actuaciones del niño grande que lo acompaña: no hay, todavía, comprensión o interacción entre ambos, si bien no tardaremos en saber que los une un vínculo (Kikujiro fue asimismo abandonado por su madre). Esta mitad termina de modo muy triste, pues el pequeño Masao descubrirá que el objeto de tanto anhelo ha formado una nueva familia en la que no puede haber sitio para el hijo de esa vida anterior que la mujer dejó atrás hace mucho.

 

Masao & Kikujiro

 

Como en Hana-bi, Kitano asocia entonces dolor y desconcierto con el mar y las playas apacibles, consiguiendo un bello momento de melancolía, que dará paso a la segunda mitad del film, el regreso a casa que Kikujiro convertirá para Masao en una experiencia de descubrimiento de la alegría. Y es que el matón grotesco de violencia fácil se las arregla para crear un mundo delirante y misterioso capaz de modificar la triste realidad de Masao. El momento culminante, y verdadera pieza dorada de comicidad, lo supone la acampada que los dos hacen en compañía de varios sujetos no menos extravagantes que se unen a Kikujiro para asombrar al pequeño con sus increíbles invenciones. Y aunque puede decirse, y con razón, que la película acaba haciéndose muy obvia (el alumbramiento de la paternidad espiritual entre Kikujiro y Masao), no es menos cierto también que el sentido de la ternura que lo ampara lo baña en una espiritualidad ética sin duda memorable. Por lo demás, cada vez que escucho el alegre tema musical que Joe Hisaishi compuso para la película no puedo sino recordar que, durante un breve tiempo, este cineasta japonés de expresión inescrutable nos resultó imprescindible.

 

 

[Joe Hisaishi – Kikujiro no Natsu O.S.T. – Natsu / Summer]

 

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José Miguel García de Fórmica-Corsi

 

 

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