Clint Eastwood, el inconfundible aroma de los clásicos – Sebastián Gámez Millán

Clint Eastwood, el inconfundible aroma de los clásicos
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Clint Eastwood, el inconfundible aroma de los clásicos
a Antonio Gámez Millán, que me contaba historias antes de dormir y a quien asocio a Clint Eastwood
A diferencia de los actores camaleónicos (pongamos Daniel Day-Lewis), Clint Eastwood (1930) pertenece más bien a esa estirpe que se interpreta a sí mismo, uno de esos serios y duros seductores del cine, al estilo Humphrey Bogart. En su primera etapa como intérprete es encasillado sobre todo a géneros como el western y el policíaco. Decisivas en su carrera fueron primero la serie Rawhide y luego la llamada Trilogía del Dólar, dirigida por Sergio Leone en territorios de España, con la original música de Ennio Morricone, donde Eastwood representaba al “hombre sin nombre”. Posteriormente su papel como Harry Callahan será su imagen más conocida.
A los 41 años Clint Eastwood emprendió una aventura como cineasta a la vez que como actor y productor. ¿Quién podía imaginar que al cabo de los años se convertiría en un clásico más parecido al cine de John Ford que al de Orson Welles, y a la altura de cineastas como Spielberg, Woody Allen, Coppola o Scorsese? Es una historia de perseverancia y fidelidad a sí mismo, como se nos muestra en no pocas de sus películas.
Y los reconocimientos fueron sobreviniendo como frutos de ese continuo trabajo: La Revue du cinéma fue la primera revista del mundo en dedicarle un dossier de casi treinta páginas en enero de 1979. El 10 de diciembre de 1980 el Museum of Modern Art (MoMA) de New York le dedicó “A Day with Clint Eastwood”, proyectando cuatro películas suyas en su presencia, día que el cineasta y actor recuerda como uno de los más felices de su vida. Y eso que todavía no había filmado sus mejores películas, entre las cuales se encuentran algunas obras maestras.
Su primera obra maestra está ligada a otra de sus pasiones, la música (no se olvide que ha compuesto piezas para algunas de sus películas). Y a un recuerdo de juventud. Un día de 1946 escuchó en el auditorio de Oakland a Charlie Parker. Más de cuarenta años después rodará Bird (1988), ambientada en los Estados Unidos de los años cuarenta y cincuenta, cuenta la vida devastada por las drogas y el alcohol de Charlie “Bird” Parker, al que da vida Forest Whitaker, un compositor, saxofonista y pionero del bebop que murió a los 34 años. Fue su primer Oscar al mejor sonido.
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Cuatro años después filma Sin perdón (1992), que logra cuatro Oscars de la Academia, entre ellos, mejor película y mejor director. Narra la historia de dos forajidos retirados que toman las armas por última vez para conseguir una recompensa que ofrecen unas prostitutas. Gene Hackman, que recibió el Oscar al mejor actor secundario, interpreta a un brutal ex-pistolero convertido en sheriff cuya única ley es la intimidación y la violencia. “La película resume todo lo que siento acerca del western” declaró Clint Eastwood.
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En 1995 dirige Los puentes de Madison, donde Meryl Streep encarna a Francesca Johnson, una ama de casa de Iowa, y Clint Eastwood a Robert Kincaid, un fotógrafo que viaja alrededor del mundo trabajando para la revista National Geographic. Ambos parecen haber superado la edad de los sueños románticos, pero cuatro días después de conocerse experimentan un apasionado amor imposible al que no pueden renunciar.
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Posteriormente, filma Mystic River (2003), que obtuvo dos Oscars: mejor actor (Sean Penn) y mejor actor secundario (Tim Robbins). Narra la historia de tres niños (Jimmy Markhum, Dave Boyle y Sean Devine) que, después de que el segundo padeciera un trauma por un secuestro y una violación cuando eran unos niños, se reencuentran 25 años más tarde con el fin de aclarar quién es el responsable de la violenta muerte de la hija de Jimmy. A mi juicio, es su dirección más impecable y elegante, aunque no sea la película suya que más me alcanza.
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Solo un año después dirige la que es para mí su película más perdurable, Million Dollar Baby (2004), que consigue cuatro Oscars, entre ellos, mejor película, mejor director, mejor actriz principal (Hillary Swank) y mejor actor secundario (Morgan Freeman), y más de cuarenta premios internacionales. Cuenta la historia de Frankie, un viejo entrenador de boxeo que, tras repetidas dudas, acepta entrenar a una relativamente joven Maggie que, sin experiencia y sin apenas recursos, sueña con triunfar en el mundo del boxeo. Pero lo importante es cómo lo cuenta, cómo lo muestra, y esto no se puede resumir sin traicionar. Es ahí donde reside el arte.
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Me atrevería a decir que su última obra maestra es Gran Torino (2008). Es la historia de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, jubilado, que acaba de enviudar, y que se siente cada vez más sólo, ni siquiera se entiende con su familia; y que detesta a los inmigrantes asiáticos hasta que, ironías del destino, tiene la oportunidad de conocer a sus vecinos Thao y Sue. En esta película vemos la muerte simbólica de Clint Eastwood como actor. Estas son sólo seis de unas cuantas decenas de películas que ha dirigido. Si como actor estaba más o menos encasillado en unos papeles, como director ha logrado obras maestras en diversos géneros: biopic musical, western, drama romántico, detectivesco, deportivo…
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¿Qué hay en común a lo largo de toda esta trayectoria? Un narrador de historias. Uno de los lectores más perspicaces, Walter Benjamin, llamó la atención en las primeras décadas del siglo XX acerca de la pérdida del arte de la narración entendido como “la capacidad de intercambiar experiencias”: “El arte de narrar se acerca a su fin, porque el lado épico de la verdad, la sabiduría, está en trance de desaparecer”. Un poco antes indicaba algo que a nuestros oídos posmodernos o extremadamente relativistas puede oler a moralina: “La narración tiene, abierta o secretamente, su utilidad. Esa utilidad puede consistir a veces en una moral, otra vez, en una recomendación práctica; por fin, en un refrán o en una regla de vida –en todos los casos, el narrador es un hombre que da un consejo a quien lo oye”.
En definitiva, concluye Walter Benjamin, “el narrador es el personaje en el que el justo se encuentra a sí mismo”. Se diría que Clint Eastwood necesita filmar historias para aclararse a sí mismo, saber qué piensa, conocer cómo nos comportamos los humanos, evaluar éticamente las acciones humanas y, por supuesto, transmitírnosla a los espectadores a fin de que juzguemos por nosotros mismos. “Narrar es buscar el quién de la acción”, decía Paul Ricoeur. Por ello los temas que aparecen de manera recurrente en sus historias oscilan entre la búsqueda de la verdad y de la justicia, la culpa y la redención, la libertad más allá de la ley…
Tradicionalmente se le ha (des)calificado en cuestiones políticas de conservador y republicano, cosa que, como sabemos, en Estados Unidos no es contradictorio. Pero como declaró en una entrevista a sus 82 años: “soy más bien un libertario que otra cosa, porque soy liberal socialmente y conservador en lo fiscal”. En la mayoría de sus historias aparecen personajes que actúan de modo muy individual, pero con un poderoso sentido comunitario. Al menos desde Kant sabemos que no puede haber moral sin individualismo ético. Sin embargo este individualismo, al poseer un trasfondo comunitario, poco o nada tiene que ver con una de las deficiencias de las democracias modernas.
Y, aunque su cine no se caracterice por sus innovadores movimientos de cámara ni, en suma, por ser muy experimental, tuvo la valentía de llevar a cabo audaces y felices experimentos, como el realizado con Banderas de nuestros padres (2006) y la a mi parecer más lograda Cartas desde Iwo Jima (2006), en las que aborda desde dos perspectivas, la estadounidense y la japonesa, la sangrienta batalla de Iwo Jima durante la Segunda Guerra Mundial.
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Su mirada como cineasta posee un talento indiscutible, con escenas como esa intrigante espera en el coche mientras llueve hacia el final de Los puentes de Madison, o bien la mirada desde lo alto al comienzo de Invictus (2009), bajo la que apreciamos las profundas desigualdades entre cómo viven unos y cómo sobreviven otros en Sudáfrica, y justo por en medio circula un vehículo que lleva a un hombre que ha pasado más de 25 años de su vida encerrado en una cárcel, Nelson Mandela, y que va a difuminar esa línea o frontera que hemos levantado de manera artificial, luchando políticamente contra la segregación étnica, económica y social.
Otro aspecto muy interesante como cineasta de Clint Eastwood, y que puede distinguir el arte de la propaganda o de la ideología, es que a través de las historias que cuenta practica un ejercicio filosófico que consiste en “pensar contra sí mismo”. Leí que como ciudadano Eastwood no era partidario de la eutanasia, pero una de sus películas más elogiadas y reconocidas por la crítica, Million Dollar Baby, muestra que, en determinadas circunstancias, esta es la opción personal más razonable y humana. En este sentido el arte abre puertas y, por consiguiente, amplía los márgenes de nuestra libertad como horizonte hacia el que nos encaminamos.
Por todo ello, Clint Eastwood, que acaba de cumplir 90 años el pasado 31 de mayo, es un clásico vivo, es decir, alguien que por medio de sus historias cinematográficas no deja de interpelarnos acerca de cuestiones existenciales que carecen de recetas, y que, mientras seamos humanos, no nos abandonarán: ¿Dónde está la verdad? (Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima); ¿Puede separarse la búsqueda de la verdad de la búsqueda de la justicia? ¿Puede la verdad sepultarse bajo la verosimilitud? (Mystic River); ¿Puede fracasar alguien que persiste luchando por lo que ama y sueña, aunque su vida termine en una tragedia? ¿Qué es el éxito y qué es el fracaso? (Million Dollar Baby); aunque no podamos evitar el sentimiento de culpa, íntimamente vinculado con la responsabilidad, o con la creencia de que somos libres y, por lo tanto, responsables, ¿podemos cambiar nuestros prejuicios y redimirnos del pasado? (Gran Torino). Seguiremos viendo sus películas con ese inconfundible aroma de los clásicos, porque “el narrador es el personaje en el que el justo se encuentra a sí mismo”.
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Sebastián Gámez Millán
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