«El crepúsculo de los dioses» [«Sunset Boulevard»], de Billy Wilder – Una reseña crítica de Sebastián Gámez Millán
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El crepúsculo de los dioses [Sunset Boulevard], de Billy Wilder
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Con una trepidante y sorprendente escena inicial, a medio camino entre lo trágico y lo cómico, el director capta nuestra atención con esa deslumbrante imagen desde una perspectiva insólita en la que el cuerpo sin vida de un guionista flota sobre las aguas de una piscina, rodeada de periodistas que fotografían sin cesar. ¿Quién es? ¿Por qué le ha ocurrido eso? Por medio de un flashback, el narrador nos promete revelarnos la verdad, oponiéndose a los relatos periodísticos, que en no pocas ocasiones enmarañan o construyen visiones excesivamente idealizadas de la realidad. Billy Wilder se sirve del cine para revelar la verdad del cine, o, si se quiere, de la vida de sus estrellas.
El título apunta a la hora de luz solar en la que el astro cae, y oscurece. Es una analogía con la trayectoria de las vidas de personas dedicadas al mundo del cine, especialmente las que han acaparado numerosos focos. La película se estrena en 1950, muy lejos todavía de las Fake News, incluso un cuarto de siglo antes de la crítica a la prensa rosa y amarilla, por no decir marrón, que veremos en obras posteriores, como El honor perdido de Katharina Blum (1975), la novela de Heinrich Böll trasladada al cine por Volker Schlöndorff. Nadie, ni siquiera las estrellas del cine, escapa de lo que Shakespeare llamó “la maldita herencia de la carne”, el juego implacable y trágico de la naturaleza del deseo. Habitualmente percibimos a las estrellas a través de una construcción mediática que con demasiada frecuencia las idealiza e impide conocerla realmente. El director opera aquí justo al revés, desmitificando.
Según una glosa de Kafka, la locura de Don Quijote es culpa de Sancho Panza. Se entiende: sin el escudero, Alonso Quijano o Quijana o Quesada no tendría a quién asirse para sostener sus deseos de convertirse en la vejez de la época en caballero andante, sueño que había engendrado en sus largos ratos de ocio leyendo novelas de caballerías. Ahora bien, Sancho permite a Alonso Quijano llegar a ser Don Quijote, encarnando ese caballero andante con anhelo de justicia, libertad e igualdad, entre otros ideales.
A Norma Desmond (Gloria Swanson) le sucede algo parecido con su mayordomo (Erich Von Stroheim): es sin duda él quien sostiene los andamios de una ficción que le permiten seguir creyendo que continúa siendo una estrella del cine. Pero, a diferencia de Don Quijote, que por momentos percibe la realidad, pero prefiere la aventura, aquí Norma Desmond, oculta en su vieja y decadente mansión, carece de contacto la realidad, y eso puede ser letal.
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Su contacto con la realidad exterior también depende del mayordomo, que se comporta con una fidelidad y lealtad tan admirable como peligrosa. Es él quien atiende a la puerta, a las llamadas, a prácticamente todo. Incluso quien le escribe esa multitud de cartas que recibe como si fueran de sus admiradores. Todo ello le proporciona mantener en pie el sueño de seguir siendo una gran actriz. Incluido el capricho de llevar a la pantalla el guion que ella ha escrito para resucitarse. El mayordomo la ama enfermizamente, sin poner nunca en tela de juicio sus deseos. A lo largo de la trama comprendemos que fue su descubridor y su primer marido. Parecería que él tampoco quiere que se rompa el hechizo del escenario.
Al igual que con el mito de Narciso, hay una interesante a la vez que inquietante relación del amor con el mito de Pigmalión, y no sólo en esta película. De acuerdo con este mito griego, un escultor se enamoró de una estatua que creaba hasta que la obra acabó adquiriendo vida. En El crepúsculo de los ídolos, del mismo modo que el mayordomo participa de los efectos del mito de Pigmalión, enamorándose de la actriz que descubrió siendo muy joven y a la que dirigió y con la que se casó, participa Norma Desmond, que quiere hacer del guionista interpretado por Willian Holden un hombre que no es, empezando por su forma de vestir, pero también por su manera de comportarse.
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Poetas como Fernando Pessoa y filósofos como Jean-Paul Sartre han insistido en el carácter fatalmente idealista del amor: ¿acaso nunca amamos realmente a los otros, sino a las imágenes de ellos y de nosotros que hemos forjado en nuestra imaginación con su presencia-ausencia? El idealismo es tal vez ineludible, pero al mismo tiempo mortífero. El crepúsculo de los dioses es una demostración palpable de ello. Así que cuidado con las ideas y los sueños.
Norma Desmond se enamora de un guionista casi arruinado y sin trabajo, si bien ella no lo verá así, claro; el mayordomo está enamorado de una actriz con la que se casó, pero que luego se divorció de él y se ha casado posteriormente con otros dos hombres de los que se ha separado. La correctora y aspirante a guionista se enamora de un escritor que, aun sintiéndose atraído por ella, no quiere abandonar su cómoda vida –que, por otra parte, detesta– ni tampoco frustrar el matrimonio de su amigo con ella. Todos quieren a alguien que no les corresponde.
¿No es acaso esta la naturaleza trágica del deseo, que al acariciar a lo otro lo transmuta en otra cosa, como de forma tan perdurable como memorable lo esculpió Bernini en Apolo y Dafne? Y si alguien no te corresponde, puedes terminar acabando contigo, como hace Norma Desmond autolesionándose, o matando al otro ¿o era acaso a sí misma? “Todos los hombres –vale decir los seres humanos– matan lo que aman”, escribió Oscar Wilde en su poema más ambicioso, Balada en la cárcel de Reading.
Como en Lo que el viento se llevó (1939) o en Rebeca (1940), la casa adquiere un protagonismo extraordinario. Abrumadoramente sobrecargada de objetos del pasado, es una prolongación de la personalidad de la estrella caída, y no sólo por las innumerables imágenes de ella en forma de fotografías que cuelgan de las paredes o flotan en los portarretratos de las mesas. Refleja su decadencia, el esplendor del pasado y la incapacidad de volver al presente. El hecho de que acumule tantos objetos es un signo de decadencia y muerte, como si no pudiera desprenderse del pasado, que le aprisiona.
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Sebastián Gámez Millán
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