Dos desayunos con Holly Golightly
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El universo conoce dos Holly Golightly. La primera la concibió un joven escritor llamado Truman Capote en una novela corta que publicó en el año 1958. La segunda la recreó una actriz de mirada al tiempo firme y vulnerable llamada Audrey Hepburn en una película estrenada en el año 1961. ¿Cuál es la real? Las fechas deberían indicar que la genuina es la que nació antes. Pero la mitomanía y también la mayor difusión de que disfruta el cine se empeñan en desmentirlo: ¿cuántos espectadores de la película han leído el relato? Mejor dicho: ¿cuántos saben siquiera que existe? Para ellos, Holly nace cuando, en la famosa apertura de la película, desciende de un taxi, en un amanecer solitario de Manhattan, ataviada con un traje de noche oscuro, frente a una joyería llamada Tiffany y, mientras contempla su escaparate, saca de una bolsa de papel un café y un bollo. Para mayor fortuna, en España ambas historias están diferenciadas por un leve pero fundamental cambio en los títulos de cada una de ellas: la literaria se ha publicado bajo el nombre con que Capote la concibió, Desayuno en Tiffany’s; la distribución española, segura de que ese nombre nada significaba para el espectador de principios de los sesenta, la rebautizó con gracia Desayuno con diamantes.
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En Tiffany o con diamantes, repito, el universo conoce dos Holly Golightly, y quienes conocemos a las dos no podríamos prescindir de ninguna de ellas, pero es bueno saber que sus rasgos básicos los dibuja un relato magnífico que incluso entre los admiradores de su autor no suele figurar entre lo más significativo de su obra.
Desayuno en Tiffany’s es la crónica delicada y también algo pudorosa, a la medida de su relator sin nombre, de la fascinación, incluso el amor, que en él despierta la joven vecina del piso de abajo en el edificio de roja piedra arenisca, situado al este de Central Park, en que vivió durante los años de la segunda guerra mundial. Los principales rasgos de Holly Golightly que todos conocemos gracias a la película ya se encuentran en el relato: su perenne olvido de la llave de la puerta de entrada, que la lleva a molestar a horas intempestivas a Mr. Yunioshi (el fotógrafo japonés que vive en el último piso) o al narrador para que le abran; el gato al que recogió un día en la calle pero al que no le ha puesto nombre porque no se pertenecen el uno al otro; su forma de sobrevivir a base de pedir «suelto» para el tocador a los caballeros con los que sale (y que nunca tienen la seguridad de que eso les garantice lo que ellos creen que debería garantizarles); el aspecto transitorio de una casa cuyos muebles son maletas y cajas de embalar que parecen listas para marchar a cualquier parte; esa mezcla entre la ingenuidad más candorosa (su relación con el gángster al que visita semanalmente en Sing Sing y que la utiliza como mensajera involuntaria para sus negocios) y la experiencia más descarnada (parece encerrar la promesa de un profundo conocimiento de todo tipo de fórmulas sexuales); el nombre de Fred con que bautiza al protagonista porque este le recuerda a su propio hermano Fred…
Aunque lo que ella más odia (le dirá al protagonista la noche en que realmente lo conoce) son los «fisgones», terminaremos sabiendo muchas cosas sobre Holly, entre otras razones porque ella no para de hablar sobre sí misma, sobre sus ideas, sobre su forma de vivir, sobre las personas… También sabremos que esa muchacha que parece el colmo de la sofisticación urbanita, que aun no habiendo cumplido los veinte parece haber vivido muchas vidas, fue antes un pajarillo de campo. Antes de ser Holly, fue Lula Mae, como sabrá el narrador de labios del tipo de mediana edad y mirada triste, Doc Golightly, que un buen día lo abordará en busca de un amigo que lo ayude con la muchacha a la que dio el apellido. Sabremos así que Doc la encontró un día robando unas patatas en su cobertizo, la alimentó, la cuidó, se casó con ella, le dio apellido, y todo para ver —esto ya son palabras de Holly— cómo, restablecidas las fuerzas, empezó poco a poco a trepar a la rama más alta hasta que un buen día echó a volar sin despedirse.
El resto lo conoce Fred por uno de los invitados a la fiesta que Holly da en su casa, al poco de conocerse: la chica apareció, de pronto, por Hollywood pero, cuando ya había conseguido una prueba para el cine, prefirió volar el día anterior a Nueva York porque «nunca he estado en Nueva York…». Ese invitado, cuyo nombre es O. J. Berman y que trabaja como agente de actores en la Meca del Cine, la define con un pleonasmo que, como no podía ser de otro modo, es contradictorio y a la vez exacto: es una «farsante auténtica», alguien que representa un papel en el que cree firmemente o que vive de tal modo que parece imposible que no sea una mera representación. Aunque aparente ser el colmo del artificio, Holly Golightly es lo que parece.
Y sin embargo, siendo en apariencia el ser más diáfano del mundo, Holly es también el más opaco o, por decirlo de otro modo, el más resbaladizo y lábil. Como Fred descubrirá enseguida, se trata de una criatura para la cual el estado natural es el movimiento. Es alguien que nunca saldrá bien en una foto, que nunca terminará de sentirse en casa en lugar alguno porque la quietud le está vedada. Como un sol que nunca podrá ver el resto de estrellas por culpa de su excesiva luminosidad, Holly es la primera víctima de su propio deslumbramiento. «Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto», señala en determinado momento, y esa frase terminaremos por convencernos de que es el leit-motiv de su vida.
¿Existe Holly o, en realidad, no es sino un espejismo convocado por hombres solitarios o sorprendidos en momentos de soledad —como el narrador o el melancólico dueño de ese bar que ambos tienen por santuario—, una ilusión, una idea, una impresión que se desea que exista como se desean, pese a lo improbable de su existencia, el nirvana, la bondad humana o esa obra maestra que algún día todos escribiremos? Qué mejor símbolo que ese tibio y borroso rastro que Mr. Yunioshi, el fotógrafo, encuentra de ella, tiempo después de que haya desaparecido de sus vidas, en un perdido rincón del África negra, bajo la forma de una talla indígena cuyos rasgos parecen reformularla.
Porque, a quien primero haya conocido a la Holly literaria, el relato reserva una gran sorpresa desde sus primeras líneas: la relación de la muchacha con el narrador pertenece al pasado, y es la llamada que este recibe de Joe Bell, el dueño de ese bar (personaje que no superó la criba para el cine), para contarle la extravagante información que Mr. Yunioshi ha traído de África, lo que desencadena el cúmulo de recuerdos que conforma el cuerpo de la novela. El tono que, sin embargo, otorga Capote a esta remembranza carece del sentido nostálgico, o embellecedor, que suele tener toda evocación. La gran fortuna de la historia es, de hecho, la ecuanimidad con que el lector se convence de que está trazado el retrato de Holly. No es por ello un dibujo complaciente, aunque sí delate una inevitable fascinación (¿cómo no sentir fascinación por alguien a quien amamos sin esperanza porque parece más allá del amor?), y si no oculta los detalles más incómodos, tampoco se recrea en la sordidez que, de seguro, ha bañado y baña en más de una ocasión la vida de la muchacha. Lo decía líneas arriba: es una cuestión de pudor.
Por el contrario, Desayuno con diamantes, película de 1961 escrita por George Axelrod y dirigida por Blake Edwards, es, sin el menor disimulo, un relato sentimental que cuenta la historia de amor inevitable que surge entre los dos personajes, y aunque adopta el punto de vista de su protagonista (que aquí recibe ya un nombre concreto: Paul Varjak), carece de la subjetividad del relato.
El guion mantiene, en general, el retrato literario de Holly, narrando los mismos orígenes —con una salvedad importante: en el film se deja bien claro que su matrimonio fue anulado tiempo atrás, librando así a la pareja de un obstáculo para su emparejamiento «como Dios manda»— y poniendo en su boca los mismos diálogos, sin suavizar, por tanto, los rasgos más incómodos (para un Hollywood en el que todavía estaba vigente, si bien cada vez más atenuado, el Código Hays, que servía de autocensura a la industria). Ahora bien, pese a la fidelidad a la letra, era evidente que con una actriz de tanta personalidad como Audrey Hepburn, el espíritu del personaje iba a experimentar modificaciones. Así, la «nueva» Holly adquiere dos matices que no posee el personaje literario: humanidad y vulnerabilidad.
Releyendo la novela, descubrimos con sorpresa que su Holly desborda una extraña invulnerabilidad, una misteriosa inhumanidad. La Holly literaria es, con frecuencia, un personaje incomprensible —esa singularidad que la convierte en una «farsante auténtica»— cuyo sentido de la empatía es tan imprevisible que a ratos parece un presagio de los replicantes de Blade Runner, por cuanto, aun pareciendo «normal», hay algo en su forma de reaccionar que provoca cierto escalofrío. No en vano, ni el narrador le confiesa nunca que está enamorado ni ella parece detenerse un solo momento a sospecharlo, por mucho que tanta devoción no pueda ser una mera prueba de amistad.
Ahora bien, Audrey Hepburn no puede evitar contagiar a Holly de esa frágil humanidad con la que se paseó por las pantallas del cine. Por mucha distancia excéntrica que indique el guion, los ojos de Audrey no pueden eludir mucho rato que su forma de contemplar el mundo sí encierra la formulación de un juicio, y de un juicio empático. Si hay un momento que da la medida de esa capacidad, es cuando su marido, el viejo Doc, aparece frente a ella: la mirada de genuina ternura con que lo inunda siempre consigue conmoverme, pues aun cuando todos sabemos que, en ese momento, ambos viven no en ciudades sino en universos diferentes, con esa mirada Holly incluye al pobre infeliz en el suyo propio, consiguiendo que para él todo vuelva a tener sentido… por un instante efímero.
Holly cambia porque la actriz la transmuta, y cambia también el personaje masculino, pero en este caso por una decisión de guion, y es un cambio trascendental: el joven que llega al edificio donde vive Holly es el amante de una dama de buena posición que ha alquilado esa casita para que les sirva como nido de amor; es un mantenido, un gigolo, si se prefiere. Por supuesto, el guion se encarga de indicar que es algo más, aunque resulte un tanto incongruente: en vez de ser un aspirante a escritor sin oficio ni beneficio, ya ha publicado un libro de cuentos, pero desde entonces ha perdido eso que se llama inspiración, de ahí que, en principio, su poco digna ocupación actual no sea más que un paréntesis mientras escribe la gran novela que terminará de consagrarlo (un tópico, por cierto, digno de la peor escuela de tópicos).
¿Por qué Axelrod, un guionista con fama de inteligente, decidió realizar un cambio tan trascendental? Tal vez se trate de un recurso con el cual desarrollar un lazo inicial de solidaridad entre los dos protagonistas —entre esa muchacha que acepta 50 dólares para ir al tocador y ese gigolo con aspiraciones artísticas—, un punto de partida para dibujar el relato de la amistad que nace, enseguida, entre ambos. En el relato, pasan meses antes de que empiecen a tratarse con frecuencia, pero aquí, desde su primer encuentro, surge entre ellos una armónica familiaridad, nacida tanto de la inmediata fascinación que Paul siente por los rasgos que rodean a Holly como de la sensación de desamparo que le transmite esa primera noche, cuando contempla (a través de esa ventana a la que se accede por esa escalerilla de incendios que es uno de los más entrañables signos visuales de la película) cómo la dama abandona el apartamento después de dejarle dinero sobre la cómoda, mientras él duerme. Ahora bien, una vez planteado no me parece que aporte gran cosa al film, puesto que además obliga a la gran Patricia Neal a realizar una encarnación bastante antipática, como muestra la escena en que, cuando Paul le anuncia su ruptura, ella intenta comprarlo, o humillarlo, por última vez haciendo ostentación de su libreta de cheques.
En cualquier caso, la película triunfa, sin género de dudas, en el dibujo de la instantánea conexión que nace, desde el primer momento, entre los dos protagonistas, y que simboliza esa imagen de Paul, acostado (desnudo) en la cama, con Holly durmiendo abrazada a él, por encima de las sábanas, que transmite una bonita intimidad entre esos dos jóvenes que se acaban de conocer ese mismo día. La clave de ese feeling radica en el excelente juego tonal entre la imagen que desprenden ambos actores. Frente a la vulnerable humanidad de Audrey, George Peppard desprende un aire un tanto gélido y distante, temperado por su rostro inevitablemente angelical. Peppard comprende muy bien el carácter esencial de testigo que posee su personaje, y de hecho, cuando intenta implicarse más en la vida de Holly, juzgándola sin paliativos, el actor se hace incómodo e incluso un tanto antipático.
Desayuno con diamantes es una película sin duda irregular, tal vez porque la animan demasiadas pretensiones no siempre bien equilibradas. Por ejemplo, no me convence mucho como comedia sofisticada que pretende erigirse en sátira de la fauna neoyorquina (me parece otro tópico) ni me convencen tampoco sus intentos de humor estilo cartoon (la cargante aparición de Mickey Rooney dando vida a Mr. Yunioshi). Desde luego, el terreno en que mejor se mueve es el del relato sentimental, con indudables toques extravagantes (puesto que este es el sello de Holly), bañado por una suave atmósfera de melancolía. En este registro es donde tiene sentido la famosa escena en que la protagonista canta Moon River, que en caso contrario habría sido una mera digresión mitómana. La enorme naturalidad con que Audrey Hepburn ejecuta la canción hace que parezca que la bonita letra surge espontáneamente de su estado de ánimo, como si su personaje se hubiera tomado un impasse en su exuberancia habitual, un momento de descanso, de reflexión instintiva que expresa a través de la canción. El director, además, nos obsequia con las dos imágenes en mi opinión más bellas de la película: el plano y contraplano de Paul y Holly, cada uno desde la perspectiva del anterior, que crea una bonita escena de comunión, que refrenda la mirada entre nostálgica y dolorida con que ella lo mira a él cuando concluye.
Quizá nada exprese mejor la diferencia entre ambas historias que la comparación entre sus respectivas conclusiones, que toman un rumbo distinto a partir de una misma situación. Recuérdese: el protagonista ha recogido en un taxi a Holly, recién salida de la cárcel tras descubrirse el verdadero uso que de ella hacía el gángster, y esta lo sorprende anunciándole que se marcha a Brasil, que deja Nueva York, como antes dejó Hollywood y antes aún la casa de Doc Golightly, y para dejar bien clara su irreversible decisión, abre la puerta del vehículo y suelta al gato en plena calle, devolviéndole la libertad.
La divergencia es simple pero completa. La película concluye con un rotundo happy end en el que Holly, por fin, reconoce la necesidad del amor auténtico que le brinda Paul; en el relato, ella se marcha para no volver. Aun así, la magia de esta historia reside en que ambos finales nos parecen imprescindibles, de manera que cada uno encaja como un guante en el tono de la narración a la que pone cierre.
Diríase que la escena final de la película (tan conocida, mitificada y copiada) ya no nos debería conmover, pero sigue haciéndolo: la mágica combinación de los detalles ambientales (la lluvia, los impermeables, el callejón de ladrillos rojos y cajas de cartón), la afortunada búsqueda del gato como desencadenante de la rendición de Holly y, sobre todo, las lágrimas de Audrey nos convencen de su autenticidad. Ahora bien, no es inferior el final del libro. En él también se busca al gato, pero lo hace el narrador en solitario, pues Holly no volvió nunca a bajar del taxi y se marchó en el avión a Brasil. El narrador nos cuenta que él sí regresó un día y otro en busca del gato y que por fin lo encontró «sentado en la ventana de una habitación de aspecto caldeado», seguro de que por fin alguien le ha dado un nombre y un sitio que puede considerar su casa. Y por primera vez en el relato, el lector se siente arrasado por una profunda y lícita emoción cuando el narrador se despide diciendo: «Y sea lo que sea, tanto si se trata de una choza africana como de cualquier otra cosa, confío en que también Holly la haya encontrado».
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José Miguel García de Fórmica-Corsi
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