El gabán de Harpo Marx – Con dos cojines – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo

El gabán de Harpo Marx – Con dos cojines – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo

El gabán de Harpo Marx – Con dos cojines – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo

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Con dos cojines

Como todas las noches, Eloísa amasó un cojín fucsia y lo colocó entre sus piernas con la precisión de un reloj suizo. Me había dicho esa misma noche que necesitaba tener algo entre sus piernas para poder dormir. ¿Dormir, quién piensa en dormir? Abelardo miraba de reojo, esperando la oportunidad de deslizar su mano izquierda por esa piel sedosa, salada y alegre como un cazador furtivo aficionado. Ya no eran unos críos. Pero tampoco habían perdido la capacidad para jugar, para jugar hasta hacerse sangre. Y además, Eloísa siempre reía. Reía y reía desde las entrañas sin descomponer el gesto. El secreto eran esos ojos con los que se columpiaba y era capaz de hacer piruetas. Todo es posible en la Axarquía, pensó. Y recordó entonces, mientras ajustaba sus rodillas, aquellas excursiones en burro que organizaban en esta comarca malagueña, emulando a Indiana Jones, en busca de la cantárida perdida, y la excitación que le producía, de niña, chuparse las costras de las heridas y escuchar a Tom Jones.

Abelardo parecía ensimismado y casi ingrávido, suspendido en el aire como una ristra de ajos colgada de una escarpia en aquella nave industrial de Dos Hermanas en la que se fabricaban las mejores vulvas de goma de la Unión Europea. No sabía la razón que le había llevado a asociar la infalible protección frente a los vampiros con aquellos rugosos labios mayores y menores, clítoris, esfínteres anales y meatos urinarios esculpidos industrialmente en moldes virginales y alargados, convenientemente enlatados, a gusto del consumidor. Hacía tiempo que asesoraba a los gestores del negocio sevillano, pero su visita al presunto castillo de Drácula en Rumanía correspondía a otra época. Estaba confuso y, sobre todo, sufriendo unos retortijones punzantes en el bajo vientre. ¿Cuándo se acabará este infierno, oh divino Dante? ¿Cuándo podré depositar mi semilla en la tierra feraz de mi amada? ¿Por qué los entes y no más bien la nada?, dijo al cielo rasgado con un pálido lamento. Lo había intentado todo. Pero siempre estaba ese maldito cojín por medio, esa frontera infranqueable que ahogaba su ardor maduro y amenazaba con producirle una lesión en la próstata. Por otra parte, la alopecia y la voz grave delataban el vigor hormonal que atesoraba el noble Abelardo, una feliz concupiscencia que estuvo a punto de irse al traste por culpa del general Franco. Debe saber el lector que la madre de Abelardo ideó un ingenioso ardid para castigar el espíritu rebelde de nuestro héroe en su más tierna infancia. Para corregir la fechoría o, simplemente, para restar vigor a sus pensamientos procaces, la madre introducía un cojín dentro de las sábanas de la cama contigua a la que ocupaba Abelardo y colocaba, recostado en la almohada, un busto en bronce del Generalísimo, diciendo al zagal: “Ha venido el abuelo. Está aquí, a tu lado, vigilándote, para que te portes bien”. Otra vez los cojines, ¡cojones!

Lo había intentado todo, vuelvo a decir. Había leído, hasta con espasmos, el Arte de amar del inmortal Ovidio buscando el consuelo que no le dispensaba su admirable colección de vibradores y arneses llegados de Amsterdam con certificado de calidad ISO y avalada por la sociedad de huérfanos de ferroviario de la Confederación Helvética. Tenía noticias, por Ovidio, del fuego pasional de mujeres como Pasífae o Aérope, del tiempo propicio para las conquistas, de la utilidad de las dádivas, promesas y misivas melosas y hasta de la utilidad de la elocuencia –algo de lo que no adolecía, precisamente. Pero siempre en vano, pues una especie de narcolepsia poco común en hombres tan viriles hacía que se quedara dormido al poco tiempo de penetrar en el lecho, mucho antes de que Eloísa lograra conciliar el sueño. Acto seguido, Abelardo comenzaba a entonar unos acompasados ronquidos, al tiempo que se retorcía en el lecho como si le hubiese picado una o varias pulgas y comenzaba a mover sus brazos como un pulpo olímpico. Eloísa no dudaba, cada noche, en huir del tálamo nupcial con su cojín fucsia rumbo a otra habitación, en aras de su merecido descanso. ¿Y el pobre Abelardo? ¿Cómo podía dormir, lejos de su amada, distante de los encantos y virtudes mil de Eloísa, sin poder participar en la sublime coreografía de los cuerpos desnudos, los pezones altivos, las nalgas afrutadas o peludas, las verticales sonrisas, el vello púbico y los penes erectos?

“Siempre nos quedará la siesta”, confesaba Abelardo a Eloísa. Con cojines o sin cojines, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley, se decía el atribulado Abelardo. Había que buscar un lugar propicio para el amor, sabiendo que espacio y tiempo son las coordenadas vacías en las que nuestra mente –quien la tenga- ordena los fenómenos, a decir de Kant. Pero, como nos recuerda Lenin, la cuestión era: ¿Qué hacer? ¿Habría que multiplicar los entes sin necesidad? ¿Cuántos pelos debe tener o no tener un humano para determinar que es calvo? En estas estaba Abelardo, cuando el Mago Ago –ese soy yo- hizo su aparición, deslizándose sensualmente por la boca de una lámpara maravillosa que Abelardo tenía en el dormitorio. La compró en el bazar en aquel hipnótico viaje a Estambul en el que se arrepintió, en el último momento, de hacerse un implante capilar. Comprendo perfectamente que esta visión de la materialización de lo espiritual en un genio con trazas de morcilla de Burgos puede sobrecoger a cualquier alma bella. Y las almas de Abelardo y Eloísa están hechas con estos mimbres.

El genio ofreció a Abelardo que formulase tres deseos, aunque sabía a ciencia cierta, cuál sería el primero, pues hubo un tiempo en que habitó el cuerpo de Rasputín. Regresando a la habitación, vestida con un abrigo de pieles y alentada por un sentimiento de piedad fundada en la alegría, como sugiere Spinoza, Eloísa abrió los ojos de par en par, lanzó el cojín fucsia muy lejos –como hacen las novias con el ramo o las lanzadoras de jabalina-, prendió fuego a ese sujetador que compró en París, rasgó sus bragas de oro, devoró como una fiera un trozo de queso azul y un plato de migas manchegas y comenzó a golpear las zonas más sensibles del cuerpo de Abelardo con un martillo de ciruelo. Esperaba escuchar en medio de esta orgía de sangre las peticiones de su fiel compañero. Vi fugazmente el busto de Franco cerca de mis nalgas, acaricié la peluca rubia y la nariz de payaso con las que suelo explicar a Aristóteles y regar el jardín y me comí a mordiscos una paquete entero de jamón serrano del Mercadona. Tiré al fuego un libro de Cioran esperando el castigo de la justicia divina, me acordé del culo de Yoko Ono y de los lamentos del Eclesiastés. Y me di cuenta de que, como Boabdil, estaba muerto y que me había quedado con las llaves de Granada.

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Rafael Guardiola Iranzo

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