El gabán de Harpo Marx – La sonrisa varada – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo

El gabán de Harpo Marx – La sonrisa varada – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo
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La sonrisa varada
Al despertar Rafael Guardiola una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso jubilado. Hallábase echado sobre un colchón viscoelástico revestido con un chaleco reflectante que, afortunadamente, ocultaba el anormal crecimiento del pelo en los hombros y en la espalda. No podría decirse lo mismo del vello que coronaba sus generosas orejas, pues se hacía presente en su propia presencia y con todo su esplendor, como si fuera el fruto prohibido de un injerto capilar a deshora de los que hacen en Turquía con precisión suiza. Era la salida disponible y la disponibilidad saliente más derrotada que jamás había resuelto a través de la suspensión del juicio y el análisis lógico del lenguaje científico.
-¿Qué me ha sucedido?
No soñaba, no. Recordó entonces su reciente visita al médico amigo para hacer acopio de recetas de psicofármacos y el posterior peregrinaje en busca de la farmacia perdida. Había recorrido el sinuoso trazado del Camino Nuevo pensando en el gordo Buck Mulligan, avanzando desde la salida a la escalera y provisto de un cuenco con mermelada de lentejas. Tal vez Buck estaba buscando piso en Alcobendas, acompañado por su madre –una puta retirada- y había sentido terror en el supermercado. ¿Se había escapado? ¿se había marchado de casa? ¿había matado a su padre con una lata?
Rafael Guardiola se sintió a lo largo de aquel viaje iniciático en una especie de limbo, en una estancia o dimensión intermedia entre la multiplicidad sensible y el platónico mundo de las ideas, ataviado con ropas deportivas de mercadillo, una gorra verde de la Caja Rural y una camiseta blanca en la que se leía con claridad el nombre de una conocida marca de laxantes. Recordaba también haber estado releyendo con deleite el Ars amandi de Ovidio y una receta de cogollos de lechuga de la Thermomix, para luego caer en brazos de Morfeo narcotizado gracias a “Cuando Almanzor perdió el tambor” (1985), una superproducción castiza protagonizada por Antonio Ozores“. Y se volvía a preguntar, ¿qué me ha sucedido?, ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?
Más tarde recordó haberse topado en su paseo con una desafiante roca de la que comenzó a manar sangre y miel. También sintió de nuevo el barrillo bajo sus pies en el que quedó momentáneamente atrapado. ¿Se había sumergido parcialmente en unas arenas movedizas de almíbar de torrijas, vino dulce y morcilla de Burgos? La suela de sus chanclas exhibía un color granate y oro, como si las arenas hubieran sido condimentadas con pimentón de la Vera y orina de cerda en celo (esa que se usa para excitar a los jabalíes). Menos mal que llevaba aquellos calcetines de color marrón que había visto calzar tantas veces a los centroeuropeos de los cruceros. Era el camuflaje perfecto. Y era un día perfecto hasta que la lluvia cayó con fuerza, resbaló sobre su chaleco reflectante y el pantalón del chándal, pero anegó sus chanclas y sus calcetines marrones.
Avanzó torpemente con los pies como garbanzos en remojo, pisó los restos de una mierda de perro de dimensiones prodigiosas y se dio de bruces con un mozo de porte atlético y cabeza rapada al que le brillaba el esmalte de unos dientes muy blancos, es decir, blanquísimos. “Vengo del futuro para traerte algo del pasado”, dijo entonces el misterioso androide. Menos mal que me he leído los libros de Antonio Diéguez sobre el Transhumanismo y las novelas de Jesús Zamora Bonilla, pensó Rafael Guardiola. Estaba bien pertrechado para semejante diálogo interestelar, aunque no tenía a mano su nariz de payaso. Te hago entrega de un poema estupefaciente, sólo apto para jubilados noveles, dijo. Es obra de Sir Henry Spencer Ashbee, un magnate del comercio ultramarino británico del siglo XIX, coleccionista de ediciones raras del Quijote. Desde hoy serás un viejo verde. Queda inaugurado este pantano –en referencia al lodazal en el que se había convertido el Camino Nuevo debido al polvo sahariano”. El poema, intitulado “La sonrisa varada”, reza así:
Nunca he visto un misterio
que despierte tanta enjundia
como la sonrisa varada
que en tu almendra parpadea.
Mil luces titilando
en tu escarpada entrepierna
marcan la húmeda senda
que embriaga a los madroños.
Columpiándome con brío
caí clavado en tu vientre
con la pértiga encendida,
catando mirtos de oriente.
Mas erré el salto, vive Dios,
nubló el alcohol la mollera,
sacó pecho el jergón
como un cepillo de dientes
y caí quebrado y escocido.
Pues ni todas las leds de Vigo
pudieron erguir el entuerto,
y agora yazgo podrido,
lamentando mi torpeza.
Que ni un barril de cerveza
puede, pardiez, remendar
lo que natura me ha hurtado
por beber y fornicar.
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Rafael Guardiola Iranzo
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