El gabán de Harpo Marx – Salta conmigo – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo

El gabán de Harpo Marx – Salta conmigo – Una sinfonía de sonidos dislocados de Rafael Guardiola Iranzo
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Salta conmigo
Pedro llevaba escrito su nombre, discretamente, en la parte posterior de una camiseta negra. No podía ocultar que los tiempos mozos habían quedado muy atrás. Ahora recuerda ese despertar impenitente de las hormonas en los guateques que en el pueblo organizaban el señor cura y las ingles sudorosas de doña Sagrario. La vida de Pedro tiene el aliciente de las bodas en el Parador, en las que ejerce de pinchadiscos y animador, no sin cierto patetismo tardorromano. Me lo imagino adentrándose en el búnker secreto de Berlín, con la mezcla de carne de cerdo y tocino picados del salchichón de Cártama y un mollete de Antequera, para evitar ser confundido con un judío, estrechando la mano de Goebbels y mirando de soslayo a Eva Braun. Yo sé que a Pedro le habría gustado más encontrarse en mi fabulación con la sobrina del Führer, esa joven dominatriz que gozaba orinando a Adolfo por encima y por debajo del bigotillo, pero es difícil borrar estas imágenes que brotan de mis sesos errabundos y estimulan la próstata. Y es que Pedro esconde muchos secretos, como los que ocultaban los pechos de la estanquera de Amarcord, las carcasas de Espinete o Don Pimpón, la vida en pareja de Epi y Blas, Batman y Robin, o el itinerario de ese gran culebrón especulativo decimonónico, la Fenomenología del Espíritu, obrade Jorge Guillermo Federico Hegel: ciencia de la experiencia de la conciencia.
Pedro recorre las dependencias del Parador contoneándose como Tony Manero en Fiebre del sábado noche, antes de entrar a la disco, y siente el torrente sanguíneo de John Travolta regando generosamente sus carnes. Es el momento. Pedro pincha Salta conmigo, la efervescente canción de Tequila de los esguinces de la adolescencia. “La ciudad parece mi amiga./ Hoy es mi día y nadie me lo va a arruinar./Las chicas de la esquina ríen con picardía./ Yo sé qué es lo que quieren y se lo voy a dar.” Aunque la mayor parte de las chicas de la esquina de hoy estén ya jubiladas y participen del mejoramiento humano transhumanista gracias a sus prótesis de rodilla y de cadera, saben lo que quieren y Pedro sabe que se lo va a dar. Llega incluso a pensar en hacerse una escarificación de urgencia para recordar este momento de máxima excitación, entre canción y canción, reorganizándose el paquete. Hoy es su día y nadie se lo va a arruinar. Y suena el estribillo: “Yo digo salta, /salta conmigo./ Digo salta,/salta conmigo./ Salta,/ salta conmigo./ Hey”.
Cierra los ojos y cree visualizar tántricamente el gesto nervioso de Sagrario, una matrona del barrio del Perchel, intentando arrancar las flores de los maceteros del paseo marítimo con una teta fuera. Pedro no puede evitar la excitación, oliendo el peligro que acecha a Sagrario, y se agarra la entrepierna con fuerza como si fuera el protector de un portero de hockey sobre hielo. Como se siente viril y generoso, resuena de nuevo en su cabeza la canción de Tequila: “Yo sé qué es lo que quieren y se lo voy a dar”, barriendo de un plumazo la esencia punitiva de la Ordenanza Municipal de la Protección de las Zonas Verdes, que protege las especies vegetales a las que da cobijo el mobiliario urbano y considera como infracción grave «deteriorar o destruir elementos vegetales existentes».
Pedro, en la actualidad, ya no se permite este tipo de fantasías ni sueña con las fajas sujetador de color carne que las mujeres como Sagrario rebuscan en una caja de cartón en los puestos de lencería rural del mercadillo. Pedro vive en una urbanización burguesa, con piscina y amplias zonas ajardinadas, y ya no exhibe la camiseta negra de hace una década. Ni ésta, ni ninguna otra. Da dos paseos diarios, siempre a las mismas horas, con el torso desnudo y un recatado pantaloncillo blanco, sandalias marrones y calcetines también blancos. Juega a ser un guiri acomodado recorriendo el corredor de la muerte y acompaña sus pasos inseguros con las melodías de su móvil, extraídas de una selección de tópicos de música clásica en versiones para violín, campanillas y cascabeles, que amodorran al vecindario.
¡Ahí viene Don Pedro! –dice la oronda Virtuditas, jugando a ser George Harrison. La música empalagosa del viejo pinchadiscos llena el espacio de forma rotunda e implacable, como la letanía del “camión del tapicero” o el silbido enlatado del afilador, y añade un ligero toque de la realidad más cruda, como contrapunto a los saltos de los usuarios de la piscina. ¿Será esta un remedo posmoderno de la Laguna Estigia? Ahí viene Don Pedro como un Caronte redivivo, como un barquero que espera recibir un óbolo para llevarte en tu último viaje.
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Rafael Guardiola Iranzo
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