El imperecedero legado clásico – Sebastián Gámez Millán

El imperecedero legado clásico – Sebastián Gámez Millán

El imperecedero legado clásico

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Nicolas Poussin – Paysage avec Saint Jean à Patmos [1640 – Art Institute of Chicago – Chicago – USA]

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El imperecedero legado clásico

A Jaime Siles, Heliodoro Fuente y María José Dacosta, que no se conocen, pero que cuidan con amor y conocimiento este legado ante los bárbaros, que siempre provienen de Ignorancia.

Si tuviéramos que pagar los derechos de autores del legado clásico greco-latino, Europa y el mundo contraerían otra deuda interminable. Cuando se afirma que son la cuna de la civilización occidental no es gratuito ni fortuito; es sencillamente porque algunas de sus principales ideas alborearon en la antigua Grecia y el Imperio romano: la literatura, la filosofía, las ciencias, la democracia, el derecho, la ciudadanía, el arte como belleza pitagórica, geometría y armonía universal…

Acostumbramos a pensar que somos herederos de la Ilustración, entendiendo por ello el Siglo de las Luces, la época de La Enciclopedia que desemboca en la Revolución Francesa y la caída del Antiguo Régimen, con la que se inaugura un nuevo mundo. Pero a lo largo de la historia han florecido diferentes períodos ilustrados: por ejemplo, “el siglo de Pericles”, siglo de oro de la cultura ateniense, con artistas como Fidias, poetas trágicos como Esquilo, Sófocles y Eurípides, comediógrafos como Aristófanes, y filósofos como Protágoras y Sócrates, entre tantos.

Según una de las máximas autoridades de estos estudios, Carlos García Gual, hay tres ideas del mundo griego que merecen resaltarse por encima de otras: “el descubrimiento de la libertad como una idea política central; el instinto de comprender el mundo y comprenderse a sí mismos; y el deseo de abrir horizontes, ya sea a través de viajes o hacia dentro, que es lo que representa el teatro”.

En la literatura griega existen cumbres que no sé si han sido superadas, pues si bien la cultura es hasta cierto punto acumulativa, carece de sentido hablar de “progreso” en los términos en los que se formula en la tecno-ciencia: pienso en La Ilíada y La Odisea, de la que según algunos críticos brota buena parte de la literatura posterior. De hecho, Ulises es un arquetipo mítico que simboliza la imagen europea del hombre, y su viaje, como puso de manifiesto Cavafis en Ítaca, el camino de la vida de cualquier ser humano.

Pensemos en Edipo Rey que nos enfrenta a dilemas que no perecen, como la ceguera y la fragilidad humana, o la amoralidad de la naturaleza, que pone en tela de juicio la justicia y la ética; o Antígona, que con un inolvidable personaje femenino que anticipa a la figura del desobediente civil, representa los conflictos del corazón frente a la razones del Estado. En resumen, las tragedias griegas nos enfrentan al destino, que no es lo que está escrito, sino lo que está escribiéndose tan velozmente que ni la inteligencia más hábil puede eludirlo.

Y algo semejante podemos afirmar con la literatura latina: la perfección técnica de La Eneida, de Virgilio; Horacio, cuya modélica representación de tópicos como el beatus ille ha inspirado a poetas como Fray Luis de León, o el carpe diem, que a su vez lo ha hecho con Ronsard y tantos y tantos poetas. Sin Catulo, que anticipa las ambivalencias de los sentimientos antes que Freud, es inconcebible la poesía amorosa de Ernesto Cardenal… Según la tesis de Stephen Greenblatt, Sobre la naturaleza de las cosas, el vasto poema filosófico-científico de Lucrecio, contribuyó al giro hacia la Edad Moderna… Esta tierra es tan fértil que todavía hay grandes poetas que aún no han nacido y que serán inconcebibles sin la cultura greco-latina.

Los fundamentos del arte del Renacimiento, al igual que los del Neoclasicismo, se nutren de esta fecunda tierra, siempre recién naciendo. La arquitectura del románico es también tributaria de ella. Si la historia de las artes es inimaginable sin las representaciones inspiradas en La Biblia, se puede afirmar casi lo mismo sin las representaciones inspiradas en los mitos en general y, Las Metamorfosis de Ovidio en particular, cuyas enseñanzas simbólicas no dejan de interpelarnos generación tras generación.    

Dante elige como guía a Virgilio. Junto con el amor, del que deriva, si bien a veces se diría que es más civilizado en tanto que no requiere ni desespera sin la presencia ni la figura, la amistad no ha encontrado a quienes la piensen como Aristóteles, Cicerón o Montaigne… Por otra parte, si el latín no hubiera dejado de practicarse poco a poco a partir del siglo XVII los ciudadanos de Europa estaríamos mucho más unidos por una lengua y una cultura común, y no de manera simple por razones casi exclusivamente económicas.      

Otro período ilustrado es el Renacimiento, que tal como apreciamos en el fresco de La Escuela de Atenas, de Rafael, volverá a mirarse en el espejo de la cultura greco-latina para extraer sus mejores frutos: Erasmo, Tomás Moro, Juan Luis Vives, Galileo, Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo, Montaigne, Cervantes, Shakespeare… Lo que algunos de estos autores saben acerca de la naturaleza y, sobre todo, de la condición humana, no ha sido superado. Somos enanos a hombros de gigantes, y sin ellos nos podríamos ir más allá.

Ahora bien, bajo el eclipse de las humanidades que padecemos estamos perdiendo de vista la perspectiva histórica, que equivale a desprendernos de los diferentes modelos y respuestas que los seres humanos han dado a lo largo de la historia, en algunos ámbitos y aspectos más civilizada que las que podemos ofrecer en el presente. La idea de progreso como una línea que asciende continuamente, además de falsa, nos ha jugado una mala pasada.

Nuestra especie no sólo se desarrolla con la evolución natural, sino también con la evolución cultural, inseparable de la dimensión histórica, y que a su vez permite acelerar los ritmos y ampliar nuestras opciones. Genéticamente somos idénticos a nuestros antepasados y, sin embargo, nuestra forma de pensar, expresarnos y, en suma, comportarnos, ¡es tan diferente! He ahí los efectos de la dimensión histórica sobre cada uno de nosotros, que se traduce en unas condiciones de posibilidad, en unos márgenes de libertad y de otros valores, y al mismo tiempo prejuicios que debemos deshacer, pero que acaso sólo pueden desactivarse desde el conocimiento.      

Por todo ello pienso que aquellas palabras que el poeta y crítico T. S. Eliot formuló hace tantas décadas no han hecho sino aumentar su vigencia: “En nuestra época, cuando los hombres parecen más proclives que nunca a confundir sabiduría con conocimiento, y conocimiento con información, y a tratar de resolver problemas vitales en términos de ingeniería, está naciendo un nuevo tipo de provincianismo que acaso merezca un nombre nuevo. Es un provincianismo, no del espacio, sino del tiempo, para el cual la historia es la mera crónica de los dispositivos humanos que, cumplido su servicio, se han desechado; para el cual el mundo es propiedad exclusiva de los vivos, una propiedad sobre la que todos, todos los pueblos del globo, podamos volvernos provincianos juntos, y que quienes no se conformen con ser provincianos sólo puedan volverse ermitaños”. Quizá ese nombre que andaba buscando Eliot para designar ese fenómeno relacionado con el provincianismo que no ha hecho sino crecer con el tiempo pueda ser “cosmopaletismo”. 

Si he insistido en el terreno de las artes, las ciencias y la letras es porque, como nos recordaba el sociólogo Richard Sennet, “en griego, la palabra poiein significa ´hacer`. Poiesis deriva de esa raíz y significa el acto creativo. Mucho más que Esparta, la cultura de la Atenas de Pericles constituía un himno al ideal de la poiesis, la ciudad concebida como una obra de arte. El razonamiento forma parte de ese acto creativo, tanto si es científico como político. Algunos escritores antiguos denominaron a la política democrática auto-poiesis, una auto-creación política en permanente mutación”. 

Por lo que se refiere de manera más concreta a la dimensión ética, cívica, política y jurídica, recordaré algunas ideas greco-latinas sin las cuales es inconcebible nuestro mundo actual. De los romanos recibimos el derecho. Como señaló Cicerón de forma memorable: “Somos esclavos de las leyes para ser libres”. Sin derechos no hay democracia. Aunque, obviamente, esos derechos deben estar a la altura de los tiempos y ser acordes a la condición humana.

Por otro lado, Sócrates y Séneca están en las raíces de la genealogía de los derechos humanos al apuntar hacia la universalidad de las ideas y de que el hombre es sagrado para el hombre. Y si la Ilustración alemana despliega el cosmopolitismo de la mano de Kant y Goethe, es porque antes la pusieron de manifiesto Sócrates, Epicteto o Marco Aurelio… Como señaló Diderot: “cuanto atañe a la educación pública nada tiene de variable, nada que dependa esencialmente de las circunstancias. El fin de la educación será siempre el mismo, en cualquier siglo: formar seres humanos virtuosos e ilustrados”.

En fin, el legado clásico greco-latino es imperecedero: en todo tiempo está floreciendo. Quienes no lo perciben es porque, bajo el eclipse de la historia y de las humanidades, desconocen de dónde venimos, qué somos y adónde vamos. No lo olvidemos: lo clásico se encuentra íntimamente vinculado con lo civilizado. Así que no perdamos de vista el camino.

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Sebastián Gámez Millán

Categories: Crítica Literaria

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