El Museo del Prado, patria universal de la memoria – Sebastián Gámez Millán

El Museo del Prado, patria universal de la memoria – Sebastián Gámez Millán

El Museo del Prado, patria universal de la memoria

 

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Las imágenes de su colección provienen de diversos lugares y han inspirado y seguirán inspirando a artistas del mundo.

Durante años ir a la capital fue para mí ir al Prado. Regresar sin haber pasado por el museo era como no haber pisado Madrid. Como otros se refugian en un templo sagrado, yo me he demorado y recogido en sus obras inagotables en busca de alimentos espirituales, del pasado, de los otros, de mí mismo. Nunca sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, excepto que nunca tuvimos nada, salvo quizá la ilusión o la creencia de poseerlo. Por eso el exilio es una atalaya desgarradora a la vez que privilegiada. Desde ahí Ramón Gaya definió el Prado como “más una patria que un museo”.

Patria universal, añadiría uno. Aparentemente es un oxímoron, pero no hay contradicción, y no solo porque en el Prado conviven silenciosa y armoniosamente El Bosco, Bruegel, Van der Weyden, Durero o Poussin con Fra Angelico, Mantegna, Boticelli, Rafael o Tintoretto; sino porque incluso “los españoles” provienen de muy diversos lugares del mundo: ¿sería acaso Velázquez lo que es sin Tiziano o sin Rubens? ¿Y Goya sin Velázquez y sin Rembrandt? Por su apodo no podemos olvidar que El Greco no nació en estas tierras, y que antes de desembocar en Toledo, se nutrió de pintores venecianos y del manierismo de Miguel Ángel.

Picasso, que fue director de esta institución durante los convulsos días de la guerra (in)civil, decía que “la calidad de un pintor se mide por la cantidad de pasado que es capaz de asimilar”. Su vasta obra es un ejemplo de canibalismo y metamorfosis incomparable: descubrió el cubismo experimentando y fusionando a El Greco, Cézanne, la escultura ibérica y las máscaras africanas.

Grandes maestros del siglo XIX, como Fortuny, aprendieron lecciones inolvidables entre estas salas. Y otros del siglo XX, como Sorolla, Ramón Gaya, Saura o El Equipo Crónica, también serían inconcebibles sin la memoria de las imágenes del Prado, fuente incesante de musas que condensa todos los tiempos: pasado, presente y futuro. Por no hablar de los maestros “extranjeros”, desde Manet, otro de los precursores de la modernidad, pasando por Sargent, Francis Bacon o Pollock.

A pesar de que estemos solos, inconsolablemente solos, como sugería Thomas Bernhard en Maestros antiguos, estarán de acuerdo conmigo en que de quienes más podemos aprender a mirar y a sentir es de los verdaderos maestros, de los viejos y siempre jóvenes creadores: el sereno equilibrio Roger Van der Weyden o Durero; el ingenio y el humor delirante de El Bosco; la visión estoica y fría, pero a la vez irónica y compasiva de Bruegel; Caravaggio, Rembrandt, Ribera, con los que la pintura desciende a la tierra bajo claroscuros y un naturalismo que puede redimir la cosa más vulgar; la mirada piadosa y dignificadora de Velázquez; la quietud santa de Zurbarán; Goya, que vio como pocos los monstruos de la razón y de la sin razón humana y que nos enseñó a indignarnos y rebelarnos frente a ella.

En el bicentenario de su nacimiento, no dejemos de visitar El Prado, que al tiempo que nos suscita extrañeza, nos acoge y abraza maternalmente. Esta patria universal de la memoria nos trasciende y sobrevive: cuando ya no pueda regresar aquí sé que existirán otras personas que se demorarán en Las Meninas, El jardín de las delicias, El descendimiento, El triunfo de la muerte, El perro semihundido… Y se asombrarán y se reconocerán y se admirarán como lo hizo uno ante ellas. Y algunos serán los próximos Bill Viola, Eduardo Arroyo, Antonio López…

 

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Guido di Pietro da Mugello, Fra Angélico – La Anunciación [hacia 1430 – 1432 – Museo del Prado]

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¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía
pinares en los ojos y alta mar todavía
con un dolor de playas de amor en un costado,
cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado.

¡Oh asombro! ¡Quién pensara que los viejos pintores
pintaron la Pintura con tan claros colores;
que de la vida hicieron una ventana abierta,
no una petrificada naturaleza muerta,
y que Venus fue nácar y jazmín trasparente,
no umbría, como yo creyera ingenuamente!
Perdida de los pinos y de la mar, mi mano
tropezaba los pinos y la mar de Tiziano,
claridades corpóreas jamás imaginadas,
por el pincel del viento desnudas y pintadas.
¿Por qué a mi adolescencia las antiguas figuras
le movieron el sueño misteriosas y oscuras?
Yo no sabía entonces que la vida tuviera
Tintoretto (verano), Veronés (primavera),
ni que las rubias Gracias de pecho enamorado
corrieran por las salas del Museo del Prado.
Las sirenas de Rubens, sus ninfas aldeanas
no eran las ruborosas deidades gaditanas
que por mis mares niños e infantiles florestas
nadaban virginales o bailaban honestas.

Mis recatados ojos agrestes y marinos
se hundieron en los blancos cuerpos grecolatinos.
Y me bañé de Adonis y Venus juntamente
y del líquido rostro de Narciso en la fuente.
Y -¡oh relámpago súbito!- sentí en la sangre mía
arder los litorales de la mitología,
abriéndome en los dioses que alumbró la Pintura
la Belleza su rosa, su clavel la Hermosura.

¡Oh celestial gorjeo! De rodillas, cautivo
del oro más piadoso y añil más pensativo,
caminé las estancias, los alados vergeles
del ángel que a Fra Angélico cortaba los pinceles.
Y comprendí que el alma de la forma era el sueño
de Mantegna, y la gracia, Rafael, y el diseño,
y oí desde tan métricas, armoniosas ventanas
mis andaluzas fuentes de aguas italianas.

Transido de aquel alba, de aquellas claridades,
triste «golfo de sombra», violentas oquedades
rasgadas por un óseo fulgor de calavera,
me ataron a los ímprobos tormentos de Ribera.
La miseria, el desgarro, la preñez, la fatiga,
el tracoma harapiento de la España mendiga,
el pincel como escoba, la luz como cuchillo
me azucaró la grácil abeja de Murillo.
De su célica, rústica, hacendosa, cromada
paleta golondrina María Inmaculada,
penetré al castigado fantasmal verdiseco
de la muerte y la vida subterránea del Greco.
Dejaba lo espantoso español más sombrío
por mis ojos la idea lancinante de un río
que clavara nocturno su espada corredora
contra el pecho elevado, naciente de la aurora.
Las cortinas del alba, los pliegues del celaje
colgaban sus clarísimos duros blancos al traje
del llanamente monje que Zurbarán humana
con el mismo fervor que el pan y la manzana.
¡Oh justo azul, oh nieve severa en lejanía,
trasparentada lumbre, de tan ardiente, fría!
La mano se hace brisa, aura sujeta el lino,
céfiro los colores y el pincel aire fino;
aura, céfiro, brisa, aire, y toda la sala
de Velázquez, pintura pintada por un ala.
¡Oh asombro! ¡Quién creyera que hasta los españoles
pintaron en la sombra tan claros arreboles;
que de su más siniestra charca luciferina
Goya sacara a chorros la luz más cristalina!

Mis oscuros demonios, mi color del infierno
me los llevó el diablo ratoneril y tierno
del Bosco, con su químico fogón de tentaciones
de aladas lavativas y airados escobones.
Por los senderos corren refranes campesinos.
Patinir azulea su albor sobre los pinos.
Y mientras que la muerte guadaña a la jineta,
Brueghel rige en las nubes su funeral trompeta.

El aroma a barnices, a madera encerada,
a ramo de resina fresca recién llorada;
el candor cotidiano de tender los colores
y copiar la paleta de los viejos pintores;
la ilusión de soñarme siquiera un olvidado
Alberti en los rincones del Museo del Prado;
la sorprendente, agónica, desvelada alegría
de buscar la Pintura y hallar la Poesía,
con la pena enterrada de enterrar el dolor
de nacer un poeta por morirse un pintor,
hoy distantes me llevan, y en verso remordido,
a decirte, ¡oh Pintura!, mi amor interrumpido.

Rafael Alberti [de A la Pintura (poema del color y la línea) – 1945-1976] 

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Diego Rodríguez de Silva y Velázquez – La Fábula de Aracne – «Las Hilanderas» [c. 1657 – Museo del Prado]

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Museo del Prado

La mano en el pecho del Caballero. La camisa de los Fusilamientos. Dos cosas difíciles de soportar sin dar un grito. El grito de libertad que iza los brazos, o el grito de la lechuza que cruza la noche. Ritmo preciso de Las Hilanderas. Luz casi humana. El pañizuelo, el brazo cercano, la espalda apenas. No hay grito que valga, ni silencio que colme.
Podré acercarme al Greco; conversar con Goya; estar, sólo con Velázquez.

Blas de Otero [de Historias fingidas y verdaderas – 1970]

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Sebastián Gámez Millán